Millarai Muñoz tiene 12 años y vive en La Matancilla, un paraje del norte neuquino en el que no hay señal de Internet; durante la pandemia le costó mucho seguir conectada con la escuela
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NEUQUEN.- Hoy a Millarai Muñoz le toca seguir con la escuela desde su casa y abre la carpeta de Matemáticas con el sabor amargo de saber a que ella estar al día le cuesta mucho más que a otros. Vive con sus papás en el paraje La Matancilla en el norte neuquino, y en su casa no tiene Internet para bajar la tarea ni para buscar información. Es muy común en la zona ver gente deambulando por el campo o a caballo buscando datos para el celular: para conseguirlo, ella tiene que caminar durante una hora hasta llegar a la ruta y subir hasta un bosquecito de pinos.
“La maestra me da la tarea cuando voy a la escuela y sino no la tengo. Igual no me pone mala nota porque sabe que no siempre la puedo conseguir”, explica esta adolescente de 12 años, a la que la escuela le queda a 17 kilómetros, en Varvarco. Como los caminos son de tierra, recorrer esta distancia le puede llevar más de media hora. Si llueve o cae una nevada fuerte, directamente no pueden salir. “Si son fotocopias hay que retirarlas por lo de Gaby en el pueblo y le pido a mis tíos o a alguien que me las traigan. Yo prefiero estar en la escuela porque allá la maestra te explica y acá en casa no tengo quien me explique”, agrega Milla, sentada en una piedra con la cordillera de fondo.
Sus papás —Amable Muñoz y Delia Vázquez — hacen un gran esfuerzo para que su única hija estudie, justamente porque ellos no tuvieron esa oportunidad. “La familia de Milla, Delia y Amable son muy queridos por todos. Viven en un espacio rural en el que les llegó la luz hace dos años. Los tres tienen un amor enorme para la convivencia. El objetivo de los padres es que Milla estudie y la liberan de las tareas porque ellos sintieron muy fuerte el campo. Y en esta lucha entre la escuela y el campo, en un momento ellos tuvieron que elegir el campo y quieren que Milla pueda elegir la escuela”, cuenta Leopoldo “Coco” Palmieri, coordinador de Amigos de la Frontera (Adelaf) sobre las oportunidades de futuro de los chicos de la zona.
Amable se dedica a la cría de chivas y es el encargado de mantenimiento de la escuela de La Matansilla, en la que ya no se dan clases pero funciona como salón de usos múltiples. Y Delia trabaja cuidando a un anciano como parte de un programa social de la provincia. “Fue duro ser chico acá. Teníamos que ir caminando una hora de ida y otra de vuelta a la escuela de La Matancilla. Terminé el primario pero el secundario no lo pude hacer porque quedaba lejos y mi mamá no me pudo ayudar para seguir estudiando. Así que decidí quedarme en el campo. Lo lindo de la vida acá es la tranquilidad, es lo mejor que hay”, cuenta Amable, que arrancó temprano, como todos los días, a sacar a pastar a las chivas por la ladera de la montaña. Sobre su hija, dice: “Milla es buenísima. Le gustan las tareas del campo y andar a caballo”.
Aunque no pueda ayudarla con la tarea porque ella solo hizo hasta 7mo grado, Delia se sienta al lado de Milla para intentar descifrar juntas los ejercicios de geometría. “Ya en 7mo grado se me hace imposible ayudarla con la tarea porque son cosas que yo no vi en mi primaria. Lo que yo no entiendo, llamo a una de mis sobrinas que es maestra para que le explique”, dice Delia un poco entre risas y otro poco con angustia.
Después de luchar con los ángulos, hay algunos ejercicios que quedan sin hacer. Por suerte, Juan Manuel Erballes (“El Chino”) de Adelaf está de visita y es profesor en el Instituto Leonardo Muarialdo de Villa Bosch, en la provincia de Buenos Aires. Con chistes de por medio, se sienta a terminarla con ella.
“Milla tenía que resolver una situación de ángulos y Delia con todo el amor del mundo nos decía que eso ella no lo sabía. No es que no terminó la primaria porque no había escuelas sino porque las dificultades para subsistir como familia hacía que ellos tuvieran que estar en el campo, acompañar a los papás a una veranada o invernada que son las distintas instancias en la crianza de los animales” explica Palmieri.
El problema del aislamiento
Los días en los que no va a la escuela, Milla aprovecha para dormir un rato más y a las 10 de la mañana arranca a hacerse un café instantáneo. No quiere comer nada. La estufa a leña ya está prendida desde temprano porque ayer cayó la primera nevada del año y una alfombra blanca cubre el pasto, los arbustos y el techo de la casa. “Hay mucha nieve en invierno. A mí me gusta porque durante las vacaciones traigo a mis amiguitas y jugamos en monopatín o nos largamos en bolsas donde hay alguna bajada porque no tenemos otra cosa”, dice esta chica que está en séptimo grado y el año que viene ya arranca la secundaria.
El aislamiento repercute en todos los ámbitos de la vida de estas familias. Milla solo tiene señal de teléfono para bajar los mensajes en la ventana de una casita en la que antes vivíamos y ahora sirve de depósito. Hasta allá tiene que ir su mamá Delia para enterarse de las buenas y de las malas noticias de toda la familia. Porque en total son varios hermanos y primos los que viven uno al lado del otro en distintas casitas al borde de la cordillera. “A veces no tenemos señal de nada, ni de teléfono. Se nos pone complicado”, dice Amable sobre la dificultad de estar incomunicados.
Milla y Delia van juntas hasta la casita a buscar señal. Se empieza a escuchar el “ping” “ping” de los mensajes que finalmente consiguen entrar. “Malas noticias”, dice Delia con el ceño fruncido de angustia. “Falleció la abuela Celestina, la mamá de mi cuñado que tiene 78 años y tengo que ir a avisarle. La queríamos mucho. Para mí es como mi abuela de corazón”, nos comparte. Y agrega: “Soy la mensajera de toda la familia. Estoy acostumbrada a que la gente me escriba para que les de un mensaje, lo doy y después vuelvo con la respuesta”.
Más tarde Delia corta leña para calefaccionar la casa que tiene dos habitaciones, una cocina y un pequeño comedor. La pone en un cajón de soda para llevarla hasta el fuego. Tienen luz, agua que recolectan con una manguera desde la vertiente, un calefón a leña de 120 litros, garrafa a gas y antena de DirecTV. Hace unos días arrancaron con una ampliación para tener un comedor más grande, y Amable está con Vicente —el padrino de Milla—levantando las paredes y el techo.
“Estamos ampliando la casa. Nos ha costado mucho. La encontrábamos chica porque somos de recibir muchas visitas, de nuestra familia, amigos. Si no estuviéramos en pandemia, vive llena la casa. Mi sueño es terminar mi casa y que quede linda para poder recibir gente. Hay que revocarla afuera, poner más luz. Estamos en camino”, detalla Delia.
El sueño de ser actriz
A media mañana, Milla se calza la campera para ir a soltar las cabras con su mamá. No le gusta el trabajo pesado pero a veces ayuda a sus padres con todas las cosas que hay que hacer. Tiene jean negro, zapatillas rojas con plataforma, un buzo gris cortito y los labios pintados de rosa. Está más vestida para salir en una de las telenovelas que mira todas las tardes que para hacer las tareas del campo. Es que su sueño cuando sea grande es ser actriz.
“Me gusta más estudiar que ocuparme de los animales. Es que tengo muchas cosas en mente. Primero, si puedo, quiero ser actriz. Hay una actriz que veo en una novela que se llamaba Montserrat y ahora la veo en otra que se llama “Abismo de pasión”. Tengo televisión en mi casa y la DirecTV que se la pago a mi tío Martín”, cuenta Milla. La actriz que menciona es Briggitte Bozzo, la nena de 10 años que fue protagonista de varias novelas colombianas. Si no logra llegar a la televisión, su segunda opción es ser profesora de educación física, otra de sus pasiones.
Milla extraña la escuela porque ahí ve a sus únicas amigas. Como tampoco tiene hermanos, se pasa el día cuidando a sus mascotas y animales. Tiene una tortuga que se llama Manuelita, un perrito caniche, una ovejita, caballos, chivas y unos chanchitos que le regalaron hace un mes. “No tengo ninguna amiga cerca, las que tengo están en Varvarco. Estoy acostumbrada a no jugar con nadie, a estar sola. Me divierto jugando a la pelota, andando en bici, saliendo a correr por acá cerquita”, cuenta Milla, a la que se le hacen hoyuelos cada vez que se rié.
La construcción del comedor continúa y solo se puede entrar o salir de la casa por una ventana que tiene una tabla de madera a modo de escalera. Al mediodía, mientras Milla sigue con sus deberes, Delia se pone a estirar la masa para hacer empanadas de carne. Cuando termina, Milla se suma a la tarea y empieza a rellenar algunas y a hacer el repulgue. Afuera, Amable empieza calentar el aceite en el fuego para poder freirlas.
Por la tarde, Milla va acompañada de su padrino a darle de comer a sus chanchos que están en un corral de piedra a unos dos kilómetros. “Lo que más me gusta hacer es darle la comida a mis chanchos o amamantar las chivas guachas. Los chanchos comen Semitín, maíz molido y maíz entero que hay que mezclar con agua para que se remoje todo. Hay que hacerlos todo los días”, dice Milla.
El valor del trabajo
Delia se crió cerca del volcán Domuyo, en el Cajón de Atreuco en un ambiente muy humilde que siente fue la base de su valor por el trabajo y por ganarse lo propio. “Mi infancia fue re linda. Nosotros no conocimos un tele, un radio, jugábamos con piedras, un palo. Para nosotros una piedra era una muñeca y una lata de sardinas era un auto”, cuenta Delia mientras nos hace una recorrida por las casas de piedra en las que vivía de chica, en total contacto con la naturaleza. “Esa piedra la usábamos de caballo con mis hermanos porque nunca tuvimos un juguete. O hacíamos una pelota de trapo para jugar. Mi primera muñeca me la trajo Adelaf”, cuenta Delia sobre esta organización que impulsa el desarrollo social, familiar y educativo de los parajes de la zona.
A los 7 años Delia se fue a estudiar la primaria en la escuela albergue de Andacollo y como su papá no le podía pagar la secundaria, se tuvo que volver a su casa. “No veía a mis papás en todo el año. Para mi fue re lindo porque ahí aprendí a cocinar, a lavar la ropa, a críar gallinas, chanchos y vacas. Mi infancia fue trabajar después que salía de la escuela para tener un par de zapatillas lavando platos o lavando pisos. Lo que tengo hoy no me lo dio nadie, sino que tuve trabajar para poder tenerlo”, explica Delia, a la que le hubiera gustado tener una carrera.
Amable está pendiente todo el día de las 200 chivas y las 10 vacas que son el sostén de la familia. La nieve es una de las principales amenazas que muchas veces lleva a la mortandad de los animales. “La tarea se nos hace dura, sobre todo con el frío, con el viento y con la nieve. Cuando nieva mucho los animales no encuentran el pasto y por eso hay que tener mucho forraje y darles todos los días. El año pasado se nos quedaron en la cordillera y perdimos muchos animales. También es peligroso para nosotros porque tenemos que tener leña y comprar todos los alimentos para aguantar el invierno porque a veces no podemos bajar”, cuenta Amable, sobre los desafíos del aislamiento absoluto en esos lugares.
Otra de las amenazas son los zorros y los pumas que se comen el ganado. Por eso encierran todas las noches a las chivas en el corral y tienen que cuidarlas durante todo el día. Amable cree que el Estado debería brindar alguna ayuda a los campesinos que pierden animales por esta razón. “Con alguna ayuda podríamos volver a arrancar mejor. Por aquí somos todos pequeños crianceros”, reclama Amable.
Tiene 44 años y aunque la vida sea muy solitaria, Amable se imagina haciéndose viejito en el campo. “Yo creo que a Amable y a Delia no los sacás más de ese puesto y Milla va a avanzar por su lado, va a estudiar y va a salir adelante. Capaz a ellos les va a golpear el hecho de que Milla se tenga que ir unos años, aunque sea a Varvarco que queda a menos de 20 kilómetros. No es fácil llegar a estos lugares y les llevaría más tiempo encontrarse con su hija. Los condiciona el clima, los animales y los cuidados de la casa”, relata Palmieri.
Sobre el futuro de Milla, Amable tiene muy en claro que quiere que siga estudiando porque la vida en el campo es muy dura. “Quiero que tenga algún título pero que después vuelva y que no nos deje solos”, dice este papá cariñoso. Porque por otro lado, ambos padres son conscientes de que la única posibilidad de que ella siga estudiando es yéndose a alguna ciudad.
“No sé a dónde se tendría que ir para estudiar, pero lejos. No me la imagino pero me tengo que empezar a hacer la idea de que acá a 5 años, se va a tener que ir. No sé si cuando haga la secundaria va a venir un transporte a buscarla. Se va a tener que ir a vivir a Varvarco o a un albergue, aunque ella dice que no quiere ir a un albergue. Solo quiero que sea feliz, con lo que ella quiera ser y no lo que yo quiera. Que tenga su casa, su trabajo, su familia”, agrega Delia emocionada.
Cómo ayudar
Las personas que quieran ayudar a Millarai y a su familia pueden:
- comunicarse con Nicolás Lasko, voluntario de Adelaf, al +54 9 11 6561-0568.
- comunicarse con Macarena Vita, voluntaria de Adelaf, al +54 9 11 2854-6394.