Maciela Guerrero vive con su familia en La Ramadilla, en el norte neuquino; necesitan un termotanque eléctrico y un tanque australiano para almacenar el agua que viene de una vertiente
- 12 minutos de lectura'
NEUQUEN.- “Me bañé ayer”, dice Joana Maciela Guerrero, una nena de 10 años que vive en La Ramadilla, una paraje inhóspito del norte neuquino. Como si esa frase sola ya diera por sentado que hoy no le toca. El problema es que en su casa no tienen agua caliente y se turnan día por medio para pasar por la odisea de llenar las ollas con agua caliente en la cocina a leña y después bañarse en un fuentón.
“En la casa tenemos el tanque arriba del baño pero nunca funcionó así que tenemos que calentar agua en las ollas y ahí nos bañamos”, dice esta niña que a pesar del viento helado que curte la piel, solo tiene puestas unas calzas finitas, un abrigo rosa y un gorro fucsia. “No tengo frío”, dice pero sus labios morados cuentan otra cosa.
El proceso de calentar el agua en una olla o pava y mezclarla con agua fría para no quemarse demora alrededor de 20 minutos. “Nos apuramos para bañarnos”, explica Oscar Guerrero, el papá de Maciela. El Estado les brinda dos garrafas por mes y un camión de leña para todo el invierno.
Lo que más necesita su familia es un termotanque eléctrico para poder tener agua caliente todos los días y así pasar mejor el invierno. A ellos les llegó la luz hace dos años, en un sistema con tarjeta que tienen que cargar. Cuando se les acaba el crédito se les corta la luz.
“En la rutina diaria de ellos, cortar la leña para tener agua caliente para poder ducharse, es algo natural. Eso en algún momento los cansa y en invierno se convierte agotador. Si no se les rompe algo o se congela el caño de agua. Eso es muy típico acá en la cordillera. Tienen que esperar un par de hora para ver cuando el agua empieza a correr. Un termotanque eléctrico les daría agua caliente todo el tiempo si administran bien el consumo”, explica Leopoldo “Coco” Palmieri, coordinador de Amigos de la Frontera, una organización que apoya a las escuelas de la zona y promueve el desarrollo integral de las familias.
Maciela vive con sus papás y sus hermanos Jonathan de 15 años y Shaiela de 5 años. Su hermana más grande Yolanda está instalada en la casa de su tía, en el pueblo de Las Ovejas, para poder ir a la secundaria. La familia se mantiene gracias a la cría de chivas, ovejas y vacas y los $18.000 que Filomena Olave, su mamá, cobra de la AUH por sus hijos.
“Tenemos 170 chivas que son las que más trabajo dan pero las que más se pagan también, se venden a $3000. Los chivos y los corderos se venden todos juntos y compramos mercadería como azúcar, yerba, harina y la ropa. Los chicos me ayudan con todo porque no se pueden dejar las chivas recién paridas en el campo porque se la comen los zorros a la noche y hay que traerlas al corral. Llegan de la escuela a las 3 de la tarde y les queda toda la tarde para ayudar”, explica Oscar.
Todos los días son bastante parecidos uno de otro porque el ritmo lo marcan los animales. “Nos levantamos, tomamos mate, salimos y les damos comida a las gallinas, a los pavos y a los caballos. Mi marido sale a ver a los animales. Estamos todo el tiempo trabajando. Si mi marido está muy lejos, yo me ocupo de los animales que están acá o los mando a los chicos si no están en el colegio. A los chicos les encantan los animales. Hoy les tocó sacar a las chivas nomás”, relata Filomena.
Esta semana Maciela cursa la escuela de manera remota y puede aprovechar para subirse desde temprano al caballo para acompañar a su papá y a su hermano a soltar a las chivas para que vayan a pastar y a tomar agua. “Lo que más me gusta hacer es salir a caballo. El mío no está acá. Las vacas tampoco están acá ahora porque pedimos permiso para echarlas en un cerco allá abajo. En invierno tenemos que cuidar a las chivas cuando paren y darles pasto. Mi papá me enseñó a hacer todo en el campo”, dice esta niña de sonrisa difícil pero que enseguida accede a contarnos cómo es un día en su vida.
“Oscar y Filomena nacieron en la cordillera y les gusta. Son muy trabajadores. Tienen tres hijos hermosos se ocupan mucho de las tareas del campo. Acá la cotidianeidad hace que tengas que aprender. Enseguida empiezan a andar a caballo y con 10 años ellas empiezan a llevar “el piño” a su lugar de pastoreo. Eso es parte de su vida”, explica Palmieri.
Cómo almacenar el agua
Uno de los principales problemas que tiene la familia Guerrero es que no tienen un tanque para almacenar el agua que baja por una manguera desde la vertiente. “Si se corta, hay que esperar a que vuelva a salir. Necesitamos el agua para todo, para abastecer a todos los animales y a nosotros, hacer la comida, lavar la ropa, bañarnos, regar la huerta y el invernadero y hacer pasto para los caballos”, explica Filomena.
Maciela se acerca y abre la canilla para llenar un balde de plástico para darle de tomar a las chivas guachas. No lo llena hasta arriba del todo porque tiene una rajadura y empieza a perder agua. “Son nueve. Cuando nacieron teníamos que comprar la leche y la mamadera para darles de mamar. También le damos de tomar a las gallinas y los patitos, y regamos las plantas”, dice Maciela.
La familia Guerrero practica la trashumancia, que consiste en cambiar de lugar para lograr que el ganado tengo pasto verde todas las épocas del año. Durante los meses de invierno viven en esta casa y durante la veranada se trasladan a otra más precaria para que las chivas encuentren pasto fresco. “Nos vamos en diciembre y volvemos en marzo. Estamos como cuatro meses allá. Se ve el cajón en donde hacemos la veranda desde acá. Desde donde está la ruta tenemos como media hora para caminar y tenemos un arroyo en el que nos vamos a bañar. Es muy lindo porque en verano el agua se calienta con el sol”, cuenta Maciela.
Mientras los más grandes se dedican a los animales, Filomena cocina unas costillas de chivo y alimenta el fuego de la salamandra para recibirlos con un ambiente caliente. “Hoy vamos a almorzar asado, a la merienda te con pan y a la tarde una sopa. Siempre algo con carne. Todo el año. No tenemos muchas posibilidades de comer fruta o verdura. Vas a los negocios y no hay nada. Ni siquiera hay yogur. Compramos lo que hay. El invernadero que tengo quedó chico y no está bien hecho, me faltó nylon. Tengo cilantro y lechugas y perejil. Antes tenía ají y tomate”, cuenta Filomena.
Shaiela se quedó con ella, y se ubica en la mesa del comedor a hacer la tarea del colegio. Los materiales para poder hacerla tienen que ir a buscarlos al pueblo de Varvarco que queda a 17 kilómetros. “Los chicos van a la escuela a Varvarco en un transporte. Este tiempo que llueve o nieva se les re complica y directamente faltan”, se lamenta Filomena.
Shaiela ayer tuvo que hacer un arcoíris de colores y hoy le toca escuchar un cuento que le mandan por Whatsapp. Tiene que dibujar el personaje que más le gusta. “Un conejo”, dice con el lápiz en la mano y ya se pone a crear con cartulina, papel creppe y un marcador.
Sin ambulancia ni Wifi
La falta de conectividad es una limitante muy fuerte a la hora de seguir en contacto con la escuela. No existe el Wifi y los Guerrero solo tienen datos en un lugar estratégico de la casa: la ventana del comedor. Filomena apoya el celular en el marco, para esperar a que entren los mensajes.
“A ellos se les ha hecho muy difícil con la pandemia. Se atrasaron mucho. El año pasado no fueron ningún día a la escuela y no les mandaron tarea. Este año sí. Los hicieron pasar pero yo veo que no atendieron. La mayoría de las tareas me la mandan al celular pero de a ratos tenemos señal y en ciertos lugares”, se queja Filomena, quien tampoco puede ayudarlos tanto con los deberes porque solo hizo hasta séptimo grado. “Yo quiero que ellos estudien. Ese es mi deseo”, agrega.
Jonathan está presente en cada una de las dinámicas de la familia pero es muy reservado y prefiere no interactuar. Tiene labio leporino y está acostumbrado a visitar a los médicos. La pandemia, las distancias y el estado de los caminos atentan contra el acceso a la atención de salud. Las ambulancias no llegan, o llegan tarde y cualquier accidente o descompensación pone en riesgo a las familias.
“Dos veces tuvimos emergencias y no llegaron a tiempo. Tuvieron que venir otras personas a auxiliarnos. Maciela tuvo una convulsión y mi marido tuvo un accidente con la moto. Estamos muy abandonados en todo sentido. Todos los meses tengo que ir a Chos Malal a llevarlo a Jonathan por su labio leporino pero yo tengo que pagar o conseguir a alguien que me lleve de Varvarco a Las Ovejas”, se queja Filomena.
Después de un almuerzo en familia, Maciela se dispone a encarar su tarea de Matemáticas: le toca divisiones de una cifra. No se acuerda cómo hacerlas y le pide ayuda a su mamá. “¿Seis por qué número entra en 20”?, le pregunta Filomena. Y de a poco la van haciendo juntas.
“La escuela está cerrada por la pandemia y a veces vamos por cuatro horas nomás. Antes podíamos jugar a la pelota y todo eso pero ahora no nos dejan para no estar cerca. Y tenemos que usar el barbijo. Nos partieron por grupos. Como somos 14, ahora vamos 7 y 7. Un día vamos nosotros y el otro día van los otros. A mí viene un transporte a buscarme a mi casa”, explica Maciela.
Shaiela también quiere demostrar sus habilidades y se sube a un caballo marrón para dar una vuelta. “Me gusta hacerle mimos al caballo. Lo que más me gusta hacer es dibujar y hacer la tarea. Extraño ir a la escuela. Es divertido cuando hay nieve porque hacemos un volcán o una casa o un muñeco”, cuenta.
Dormir entre cebollas y harina
Todos los hijos duermen en dos camas cuchetas en la misma habitación que también funciona como alacena porque no tienen otro lugar para guardar los víveres que almacenan para sobrevivir todo el año. Los escalones para subir a una de las camas de arriba se convirtieron en estantes y tienen paquetes de azúcar en sus huecos. Al lado se apilan grandes bolsas de cebollas, harina, papas, un aire comprimido de su hermano, cajones con cosas y una heladera que hace que casi no tengan lugar para jugar.
“Se nos hace chico porque tenemos todas las cosas juntas y no tenemos en donde meterlas. Necesitaría otra habitación porque para otra cama no alcanza. A veces duermo con mi hermana más chica”, cuenta Maciela, que tiene que guardar su ropa en el cuarto de sus papás. Sobre su cama, una montaña de frazadas no alcanza para espantar al frío que por las noches se cuela por todas las hendijas.
El proyecto en el que está enfocado la familia es ampliar la casa para poder tener una habitación más para sus hijos. Ya tienen los materiales pero les está faltando alguien que los ayude con la mano de obra. El presupuesto que les pasaron es de $360.000 y no tienen como pagarlo. “Sería lindo tener un comedor más grande para todos. Los chicos duermen en un solo dormitorio, junto con las compras del año”, agrega Oscar.
Maciela todavía no sabe qué quiere ser cuando sea grande pero sí que se quiere dedicar al campo. Si pudiera pedir tres deseos serían una bicicleta nueva porque la suya violeta se pinchó y no la puede usar más y un animal de peluche. “No tengo ningún juguete. Muñeca tenía una pero ya no está. Me dieron una guitarra pero tengo que afinarla porque están las cuerdas sueltas. No se ninguna canción”, agrega esta niña a la que le gusta jugar a la escondida y a la pelota con sus hermanos. “Cuenta uno y los otros tienen que ir a esconderse. Al que libran primero, cuenta. Cuando vienen mis primitos, jugamos con ellos”, agrega.
Filomena tiene un solo sueño a futuro: poder seguir viviendo en el campo pero con mejores comodidades. “Los nenes van creciendo y van necesitando más cosas. A veces les decimos que no podemos. Ellos ahora joden con los celulares y las tablets, porque ven en la tele que otros se manejan con eso para hacer la tarea pero es caro comprar una. No llegamos a comprar una y muchos menos tres. Tampoco tenemos computadora”, cuenta.
En general, todos los adultos, abuelos, padres y madres de la zona van a querer que sus hijos estudien porque ellos no tuvieron esa posibilidad por tener que dedicarse a la tarea del campo. Oscar Guerrero nació en el campo y solo pudo ir hasta 4to grado a la escuela. A los 10 años ya arrancó a cuidar vacas con su papá.
“La vida en el campo es dura pero es buena. Se trabaja mucho, se sufre porque cuando anda el tiempo malo hay que andar igual. Cuando hay nieve, cuando llueve. Si no hay estudio hoy en día no se consigue nada. Mis hijos tienen buena memoria y siempre les decimos que estudien. Me gustaría que algún día se recibieran de algo”, dice Oscar orgulloso.
Cómo ayudar
Las personas que quieran ayudar a Maciela y a su familia pueden:
- comunicarse con Nicolás Lasko, voluntario de Adelaf, al +54 9 11 6561-0568.
- comunicarse con Macarena Vita, voluntaria de Adelaf, al +54 9 11 2854-6394.