Kevin Díaz nació en la comunidad salteña de Puntana y lo que más quiere es salir para conocer a otras personas; este año termina la secundaria y su sueño es ir a la universidad
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Llegar hasta la comunidad de Puntana no es fácil. Y para los que viven ahí, salir es casi imposible porque no existe el transporte público. La única manera es esperar a que alguno de los pocos que tienen auto o camioneta salgan y hacer dedo. Santa Victoria Este es el centro urbano más cercano y queda a 40 kilómetros: 20 son de tierra, que cuando llueve se convierten en un barro intransitable, y los otros 20 son de asfalto. Salta Capital queda a unos 500 kilómetros interminables.
Kevin Díaz nos recibe en su casa. Es wichi y nació en esta comunidad del Chaco Salteño, que queda al límite con Bolivia. No tienen señal de teléfono ni Wifi. Su vida es el monte, el río y los animales. Casi no conoce hombres blancos. Tiene 19 años y recién hace unos meses se animó a hablar en castellano porque le daba vergüenza equivocarse. Está en el último año de la secundaria y, a pesar de todo el miedo que le genera lo desconocido, su sueño es ir a la ciudad para estudiar Letras.
“Me apasiona leer y escribir. Me gustaría mucho un día poder salir de aquí, conocer a otras personas. Tengo esas ganas y estoy dispuesto a hacer el esfuerzo. Pero el problema es que mi familia no tiene los recursos porque somos nueve hermanos”, dice Kevin mientras sonríe ilusionado y muestra sus dientes bien blancos. Y agrega: “Lo primero que necesito es una beca y un medio de transporte. Sueño con estar en la ciudad, bien vestido y aprender cosas nuevas”.
Kevin - su familia le dice “Kipsy” - está sentado en una silla de plástico en el patio de la casa de su madre. Tiene puesto un short deportivo, una remera gris estampada y unas zapatillas. A su lado la pava se calienta sobre el fuego para los mates que su abuela toma a la sombra y el humo se le mete en los ojos. Su casa está a unos metros y es de adobe, palos de madera y techo de chapa. Para ir al baño, se mete monte adentro.
“Nosotros somos muchos familiares en diferentes casas. Pero en realidad compartimos muchas cosas como la comida, las reuniones y entonces uno ve todo el tiempo a la familia”, explica Ervis Díaz, el hermano mayor de Kevin. Y agrega: “Si bien somos muy pobres yo apoyo y aplaudo a todos aquellos jóvenes que sueñan con querer salir de acá. La comunidad necesita profesionales que sean indígenas, sea de letras, médicos, abogados o maestros”.
Javier Saavedra es voluntario de los hermanos franciscanos y camina una por una las comunidades originarias de la zona creando espacios de contención para jóvenes y siendo un puente para que puedan alcanzar una educación superior. Gracias a este trabajo es que conoció a Kevin, un chico que para él tiene todas las potencias. “Pienso que él es el vocero de aquellos que tienen hambre de futuro, que quieren seguir y ver qué hay más allá de donde todos quedan porque no tienen las oportunidades. Y creo que eso es algo que nos propusimos también comenzar a mostrar, no sólo el dolor que se vive en torno a la necesidad en el territorio, sino toda la potencia y las ganas que hay en los jóvenes”, señala.
Kevin se levanta temprano para ir caminando a la escuela que queda a un kilómetro. Cuando vuelve al mediodía se pone a regar los zapallos y los tomates de la huerta familiar. Lo que sacan lo usan para el consumo personal y el resto lo venden. “Cuando puedo acompaño a mi madre a recolectar frutas silvestres y a meter a los chivos al corral”, cuenta.
El día a día es muy duro en Puntana, una comunidad de 5000 habitantes. Las familias sobreviven de la caza, la pesca, la recolección de frutos del monte y de la cría de animales como chanchos, cabritos, pollos y gallinas. Las personas que tienen DNI, cobran las pensiones que da el gobierno y las mujeres con hijos la AUH. “Obviamente hay un potencial tremendo acá, todos queremos laburar y hacer algo pero muchas veces las oportunidades no llegan”, se queja Ervis.
Escribir un libro
La familia de Kevin tiene luz con conexiones precarias y un acceso muy limitado al agua porque hay solo un pozo en toda la comunidad. Cada uno tiene que ir con sus baldes a llenarlos y algunos poseen tinacos (una especie de tanques) en donde la almacenan. No existe el gas y por eso después del almuerzo, Kevin agarra el hacha y se adentra en el monte para cortar leña. Termina con la remera empapada porque el calor agobiante se hace sentir en cada respiración.
“La vida es re linda aquí. Se ve mucho la tranquilidad y lo que más me gusta es la gente de la comunidad que aún sigue con sus costumbres de compartir. Por eso me gustaría un día poder escribir mi propio libro sobre el relato de los ancestros que contaban mis abuelos, de lo que se vive acá cada día y de los problemas que se tienen”, cuenta Kevin, a la vez que confiesa que ya tiene algunas cosas escritas pero que prefiere no mostrarlas.
Kevin tiene varias pasiones. Una es la historia. Otra, la lectura. Pero solo puede leer los libros que encuentra en la biblioteca de la escuela que tienen que ver con temas agropecuarios. “Lo que más me interesa son los relatos, las historias de las civilizaciones, los poemas y los misterios”, dice. Su tercera pasión es ir al río a pescar. “Para mí ir al río es la cosa más linda. Voy con mis amigos, a la noche también, y sacamos bagres, surubíes y hay varios peces más”, agrega.
Más allá de las distracciones, a lo que Kevin le dedica más horas es a estar al día con la escuela. Durante la pandemia, se atrasó mucho porque al no tener conectividad solo se manejaban con fotocopias. “El profe venía y sacaba fotocopias que teníamos que pagar, cosa que hay veces no tengo plata y compartíamos las copias con los compañeros. Recién pude presentar los trabajos este año y todavía debo otros”, dice preocupado.
Y es que la brecha educativa se hace sentir profundamente en estas zonas postergadas. El piso con el que salen los jóvenes como Kevin de la secundaria, los deja sin herramientas ni contenidos frente a un estudio terciario o universitario que se les presenta como una grieta casi insalvable.
“Acá el chico sale de la secundaria, a veces, sin saber redactar un texto, sin saber interpretar ni leer. Tampoco podemos acceder a Internet para buscar información y muchos chicos nunca tuvieron la oportunidad de tocar una computadora”, cuenta Ervis, que vivió esta barrera en carne propia cuando se fue a estudiar Derecho a Santa Fe. “Yo terminé la escuela sin hablar el castellano. Tenía un par de tutores que me ayudaron y lo primero que me dijeron es que tenía que aprender el abecedario. Y tenía 19 años. Imaginate que es como si nunca hubiera ido al colegio, era algo muy vergonzoso pero tenía que aprender. El sueño para nosotros es hablar de corrido como el criollo”, dice con pesar.
Todos los caminos son de tierra y en la época de lluvia, quedan totalmente aislados. El hospital más cercano queda en Santa Victoria Este. Solo pueden llegar en moto, en bici o salvo que pase una camioneta y puedan hacer dedo. “Tenemos un puesto sanitario donde trabajan tres enfermeros auxiliares que son Wichí, y después están los agentes sanitarios que se encargan de recorrer las comunidades. No contamos con profesionales médicos ni con medicamentos”, agrega Ervis.
A la tarde Kevin vuelve a cargarse la mochila al hombro para ir a la escuela. A su vuelta, se dispone a hacer la tarea de algunas cosas que le quedaron pendientes. Como no tenía mesa para estudiar en su casa, desde la escuela le regalaron un banco. Lo saca al aire libre, lo pone en la sombra debajo del árbol y abre la carpeta. El perro se le apoya al lado para acompañarlo. “Si pudiera pedir tres deseos serían ayudar a mi familia, ir lejos y poder volver para transmitir lo que he aprendido y ayudar a otros jóvenes como yo”, dice.
Los desafíos que tiene que enfrentar Kevin para poder estudiar se multiplican: como no existe transporte público, se tendría que mudar a Tartagal o a alguna ciudad más grande como Salta pero su familia no cuenta con el dinero para pagarle un alquiler. Por otro lado está el idioma, que es la principal barrera. Su idioma materno es el Wichi y para poder entender y hablar el castellano, tiene que estar permanentemente traduciendo las palabras en su cerebro. Por último, está el choque cultural de pasar de las dinámicas y lógicas del monte a la locura de la ciudad.
“Mis papás me apoyan siempre. Voy a tener que adaptarme a cómo es vivir allá, cómo moverme y cómo expresarme. Quiero seguir aprendiendo a hablar el español y a poder expresarme bien”, cuenta Kevin.
Adicciones y suicidio adolescente
Puntana está a 3 kilómetros de Bolivia. Se llega caminando. Solo hay que pasar por gendarmería, cruzar una barrera y hacer unas cuadras. La mayorías de las personas tienen familiares del otro lado y el límite es solo geográfico. Esta cercanía también trajo otras problemáticas vinculadas con el acceso irrestricto de determinados productos. “De ahí traen bebidas alcohólicas, coca y otras sustancias prohibidas como marihuana y los chicos empiezan a consumir. Es triste que pase esto”, se lamenta Ervis.
Saavedra agrega otro condimento a la fragilidad de la situación de los jóvenes en esta comunidad que es la deserción escolar, que luego desemboca en problemas de alcoholismo con alcohol etílico o nafta y aumento en los casos de suicidio. “La escuela es bilingüe pero no intercultural. No puede ser que los chicos que acceden al sistema educativo terminen desertando a los 12 años porque son contenidos incompatibles con su realidad. Dejan la escuela y también todo ese círculo de contención que se genera ey funciona como mecanismo de alerta temprana”, señala.
Ervis consiguió una beca de la Universidad Nacional del Litoral y es uno de los principales sostenes de Kevin en esta aventura que quiere emprender. Con sus experiencias y relatos, lo va acercando a la idea de lo que puede llegar a ser perderse en la ciudad y dejar atrás su tierra y su gente.
“A mí lo que más me costó fue tener que estar todos los días encerrado en una casa. Acá nosotros vivimos bajo el árbol, esta es nuestra vida y somos felices. Y allá estaba en cuatro paredes encerrado. Y también tomar ese ritmo de exigencia de la universidad y de tener que trabajar al mismo tiempo para poder mantenerme. Acá si bien iba al colegio, no había mucha exigencia. Volvía a casa, tiraba mis libros ahí e iba a pescar, al monte o a hacer changas”, cuenta Ervis.
Los hermanos franciscanos también apoyan a Kevin con su sueño y son muy conscientes de que va a necesitar de un acompañamiento cuerpo a cuerpo, porque son muy pocos los chicos que pueden irse a otros lugares a estudiar. Y él puede convertirse en el ejemplo de que sí se puede. “Y la idea no es sólo que Kevin se vaya, sino que pueda volver con todos sus saberes, con toda su impronta, con toda su energía a tratar de transformar su comunidad, que es de donde él surgió”, señala Saavedra.
Este voluntario se fue al monte salteño a trabajar supuestamente durante tres meses y ya van más de tres años de estar fagocitado por esta realidad. “Hay personas de otros lados que me preguntan: “¿Cómo hacés para quedarte a vivir ahí que es re duro?”. Y yo les retruco que cómo puede hacer la gente, después de haber venido acá y conocer todo lo cálido de las comunidades, todo lo que hay para hacer y toda la potencia que existe, para volverse a sus lugares. Así que acá estamos y nos queda bastante tiempo para seguir conociendo personas como Kevin que tienen todas las ganas de seguir descubriendo mucho más de lo que la realidad les permite”, concluye.
Las personas que quieran ayudar a Kevin donándole libros y en su sueño de ir a la universidad pueden:
- Donar en esta cuenta:
Empresa: ORDEN DE FRAILES M V SAN FRANC
CUIT: 30669128807
Banco: Santander
Cuenta: CC$ 154-009795/6
CBU: 0720154320000000979568
Alias: MISION.AGUARAY.TERE
- Comunicarse con Javier Saavedra para saber más sobre Kevin y su realidad al +54 9 3875 77-7756.
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