Michelle Ríos vive en el barrio Mendieta en las afueras de la ciudad de Concordia, Entre Ríos; sus papás no tienen trabajo y no le pueden comprar lo básico para que vaya a la escuela
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Michelle Ríos se levanta todos los días de semana cuando todavía es de noche, en la casilla en la que vive con sus papás, en el barrio Mendieta, en las afueras de la ciudad de Concordia, Entre Ríos. Apoya los pies en el piso frío de tierra, lleno de pozos hechos por los perros y agarra el uniforme que está apilado sobre la mesa porque no tiene placard. Se termina de vestir mientras su mamá, Silvia Zalasar, prende el fuego con leña para calentar el agua del mate.
A las 6 de la mañana, cuando los primeros rayos de sol empiezan a colarse por los pastizales, Michelle empieza la larga caminata que la lleva hasta la escuela, acompañada por Carlos, su papá. Es una hora por el medio del campo – “en invierno termino toda mojada por el rocío”, dice- de un paso tras otro para estar más cerca de su sueño: ser abogada. Cuando finalmente llegan a la ruta, se toman un colectivo y después caminan otro rato hasta llegar a las 8 de la mañana a la Escuela General San Martín Miguel de Güemes Nro 17.
“Mi deseo es terminar los estudios y que nunca me falte nada para la escuela”, dice esta adolescente de 12 años, que por momentos parece de veinte. Se nota que la vida la obligó a madurar de golpe y a entender, de chica, que ella no podía tener las cosas que los demás. “Hay juguetes que siempre soñé tener y nunca pude. Cualquier criatura ve algo en el centro y se ilusiona con tenerlo, y siempre me prometían que me lo iban a comprar y nunca podían. Las otras se burlaban diciendo “mirá yo tengo esto y vos no lo tenés”. Y uno se conforma con lo que tiene”, cuenta Michelle con la voz quebrada.
Si bien Entre Ríos no se encuentra entre las provincias con peores índices de pobreza, Concordia carga con el estigma de ser la ciudad más pobre de la Argentina. Mendieta es uno de los tantos barrios abandonados a su suerte. No hay cloacas, y todas las aguas son servidas. En algunas casas, conviven hasta siete familias y las viviendas son muy precarias. En general, los hombres trabajan haciendo changas, en el monte o en los aserraderos de la zona. Las mujeres se dedican a criar a sus hijos, al cuidado de la casa y se emplean de forma esporádica en la cosecha del arándano y de citrus.
Allí, las infancias se atraviesan entre el hambre, el hacinamiento y la falta de todo. “Hay muchos chicos malnutridos porque al no tener los padres acceso a un trabajo digno, se complica la alimentación. Hay un solo merendero pero no alcanza a suplir tanta necesidad. Los chicos tienen muchas ilusiones pero poco acceso a oportunidades. Lo que para otros es fácil, a ellos les cuesta el doble”, explica Lidia Liand, voluntaria de Cáritas Concordia.
Sus padres, sin trabajo
El 2020 fue un año especialmente difícil para todas las familias de la zona. Desde Cáritas Concordia estuvieron asistiendo con bolsones de alimento, ropa y materiales de construcción al barrio porque la emergencia fue enorme.
“Son familias que viven en situación de extrema pobreza. Hay escaso trabajo y muchas adicciones en los jóvenes. La mayoría de las familias trabajan en changas y no podían salir. Les hicimos sentir que no estaban solos, que no eran un número más”, cuenta Estela Benitez, otra voluntaria de esta organización.
“La pandemia nos trató mal. De ahí no pudimos salir más adelante”, cuenta Carlos.Como tantas personas que trabajaban de manera informal, durante el aislamiento social obligatorio se quedó sin trabajo en el aserradero en el que estaba.
A Michelle le costó mucho poder seguir conectada con la escuela y hacer la tarea. Lo más importante era resolver lo que se comía en el día. “La escuela fue casi toda virtual. Las maestras no estaban para explicarte y algunas cosas mi mamá no las sabe. Y se complica. Le pedía prestado el celular a la vecina para hacer las actividades”, dice Michelle, convencida de que la educación es el mejor camino para salir adelante y de que tiene pasta para el mundo de las leyes. “Charlo mucho y mis papás siempre me dicen que, con esa charla, tengo que ser abogada. Soy como un loro”, agrega.
La realidad de su familia es la de muchas de su entorno. Su mamá quedó embarazada a los 15 años y tuvo que dejar la secundaria. Su papá solo hizo hasta 2do grado. “Era dejar la escuela o mi hija, y yo elegí a mi hija. Al principio tuve miedo y nos fuimos criando juntas. Yo lo que quiero es que no le pase lo mismo que me pasó a mi y que ella tenga un futuro mejor”, dice Silvia.
Hace muchísimo calor, el termómetro marca los 33 grados y las gotas de transpiración se resbalan por la frente y los cachetes de Michelle. Su mamá tiene un hogar de tránsito para mascotas en su casa. Son 29 perros y 5 gatos que trata como si fueran sus hijos, y que los vecinos ayudan a alimentar con donaciones de huesos y carcasa. La mayoría salen en adopción pero con algunos se encariña tanto que pasan a formar parte de la familia.
“Que mi papá esté sin trabajo es difícil porque no conseguimos para comer”, explica mientras intenta agarrar a su gata preferida: tiene pelo blanco, ojos celestes y es ciega. Su mamá, sentada en la silla de al lado, agrega: “Estamos pasando muchas necesidades, como todo el mundo. Cobramos la AUH que son $2500 por mes. No es nada. Cobrás y al otro día ya lo gastaste en comida, una carpeta y en las cosas para ella porque ya es señorita”. Viven de la Asignación Universal por Hijo (AUH) que no les alcanza para nada. Por el momento, no tienen otra entrada de plata y eso hace que su situación sea tan crítica.
Michelle está vestida con calzas, ojotas estilo Crocs y una remera verde. Este año arrancó la secundaria y la angustia ver que su familia no le puede comprar lo mínimo indispensable para seguir estudiando. Usa la misma mochila que el año pasado, que adentro solo tiene un lapiz, una goma y una carpeta. Nada más. “Me falta todo. De los útiles no tengo cartuchera, lápices, fibras, lapicera ni carpetas. Para educación física no tengo la campera ni el pantalón. Una amiga me consiguió los zapatos. Siempre la gente fue muy generosa con nosotros”, agrega.
Si bien va a un colegio público, le exigen ir con un uniforme que salió $5000. Como sus padres no se lo podían comprar, la convencieron a su tía. Desde la escuela también le piden un celular para trabajar en el aula y su papá no puede dárselo. “Ella lo que más necesita es un celular para poder hacer la tarea, y una bicicleta o una moto para poder llegar hasta la escuela”, explica Carlos (en realidad es el padrastro de Michelle porque su papá biológico no se hizo cargo).
Cuando Silvia habla de su hija se le ilumina la cara. “Michelle es muy buena, muy linda. Si tiene un pedacito de pan te lo va a compartir. Pero no le gusta que le mientan. Siempre me ayuda con las cosas de la casa. Yo solo quiero que ella estudie y que no tenga que trabajar. Para mí sería un orgullo que ella termine la secundaria”, dice para reforzar la idea de que ese es un sueño compartido.
La vivienda, una prioridad
La casilla en la que vive está hecha de paredes de madera fina, el techo está cubierto con lijas y bolsas de plástico para que no entre el agua. Tienen luz y agua. El baño está adentro pero es de madera y necesitan cambiarlo. No tienen Internet y solo pueden estar comunicados cuando consiguen plata para cargar el único celular de la casa, el de su mamá.
“No tenemos una casa de lujo pero está llena de amor”, resume Michelle sobre su presente crudo pero rodeado del cariño de sus padres. A Carlos el proyecto que lo desvela a largo plazo es poder dejarle una casa de material a su hija. Mientras tanto, la urgencia es arreglar la que tienen. “Necesitamos casi todo para la casa. Tengo mi ranchito pero nos falta el piso de material. La heladera está toda picada abajo y hay que cambiarla y también mejorar el techo”, enumera.
A su alrededor, una jauría de perros ladran, corren y demandan una atención permanente. Cada vez que puede, Michelle le da una mano a su mamá con esas tareas. “La vida con tantos animales es hermosa y también cansable. Hay que cuidarlos y cocinarles a fuego porque no tenemos ni gas ni cocina. Yo ayudo a limpiar el comedor y mi pieza. Hago lo que puedo aunque a mi mamá no le parezca mucho”, dice entre risas.
“Papi no tengo las cosas para el cole”
“Ella es todo para nosotros, es lo mejor que tenemos. Yo no tengo sueldo ni nada. Michelle me dice: “Papi no tengo las cosas para el cole” y yo me desespero para encontrar un laburo pero no hay. Quiero lo mejor para ella pero no puedo darle lo que se merece”, se lamenta Carlos. A media mañana, se arremanga, agarra el hacha y empieza a cortar madera para tener leña.
Michelle es muy solitaria y vive en un mundo de adultos. Está todo el día con su mamá y por la tarde le gusta mirar novelas y dibujitos en la tele. Es hija única y tampoco tiene amigos porque siente que todos se burlan de su marginalidad. “Hay muchos que se hacen los agrandados con las cosas que tienen para que me de envidia. Se creen superiores. Y uno se queda embobado mirando pensando “¿Cuándo me van a comprar algo así?”, dice.
Por la tarde, es la hora de darles de comer a los perros, y Michelle lava con una sonrisa cada uno de los platos en la bacha que tienen afuera de la casa. “A Michelle la conocemos desde los 6 años. Siempre andaba sola caminando con los perros por el barrio y la hemos ayudado como pudimos. Es muy educada. Ella sueña en grande. Eso es lo que tenemos que rescatar. Porque a una nena de su edad, con esas aspiraciones, hay que apoyarla. Queremos que tengan las mismas oportunidades que otros. Porque, lamentablemente, las oportunidades no son iguales para todos. La idea es no cortarle el sueño a estos chicos”, resume Liand.
COMO AYUDAR
Las personas que quieran ayudar a Michelle con útiles escolares, una bicicleta o a mejorar su casa, o fortalecer el trabajo de Cáritas en la zona, pueden:
- comunicarse con Pedro Sena, director de Cáritas Concordia al +54-93454-184844
- ingresar a este link para donar https://www.caritas.org.ar/hambredefuturo