El milagro detrás de tres llamados: Se cruzaron sus caminos y juntos abrieron la primera casa de internación para jóvenes con problemas de consumo en el Impenetrable chaqueño
Javier Luzuriaga vio el documental Hambre de Futuro de Chaco de LA NACION y sintió que ese era el lugar en el que quería instalarse para hacer una diferencia, se comunicó con Adriana Cragnolini, directora de una escuela en Miraflores que tenía el sueño de abrir una granja para recuperar a jóvenes con problemas de adicciones y así fue como surgió El Cruce
- 13 minutos de lectura'
En el Impenetrable chaqueño la antigua escuela del Paraje Cuatro Bocas estaba abandonada. El edificio era puro escombros, estaba vandalizado y el pasto llegaba hasta la mitad de las puertas. No tenía techo, las ventanas estaban rotas y las ramas habían invadido todos los espacios.
A 1200 kilómetros de distancia, Javier Luzuriaga masticaba la convicción de que su nuevo destino era adentrase en la realidad del norte del país y que para eso tenía que hacer las valijas e instalarse allá. Dos situaciones que parecían ajenas entre ellas se unieron gracias al programa Hambre de Futuro que se emite los sábados a las 22:00 y los domingos a las 15:00 por LN+. Ese puntapié inicial cruzó los caminos de muchas personas e hizo posible que hoy funcione en ese edificio la Casa Residencial El Cruce: es el primer centro de internación para jóvenes con problemas de adicciones en el monte.
“Acá lo que pasó es que nos encontramos y pasaron cosas increíbles como esta casa en medio de la nada, a todo trapo. Yo creo que ni en Buenos Aires tenemos una comunidad así, con aire acondicionado en las habitaciones. Y solo hicieron falta tres llamados telefónicos”, dice Luzuriaga muy emocionado.
Es maestro y fundador de El Comedor del Fondo, una organización social que trabaja desde hace 10 años acompañando a adolescentes y jóvenes de la villa 31 de Retiro y de Chacarita, atravesados por el consumo de drogas y que viven en situación de calle. “Ahí atrás de la facultad de Derecho, a metros de Barrio Parque, el barrio más caro de la Argentina, tenemos 30 pibes todo el día consumiendo paco y poxirrán, totalmente invisibilizados. Así nacimos, tratando de poner un poco de luz ahí”, agrega.
El comienzo de todo
Un día durante la pandemia de 2020, Luzuriaga se encontró en YouTube con el capítulo de Hambre de Futuro de Chaco, en donde se conmovió con la historia de los hermanos Palavecino. Son Wichí, quedaron huérfanos y sobrevivían en un rancho de palos y nylon. “Junto con mi compañera María teníamos ganas de laburar fuera de Buenos Aires y venir para el norte y en esa búsqueda de lugares nos encontramos con este documental que además de ser muy movilizante, sembró en mí una semilla al mostrarme cómo era esa región que yo tanto quería conocer pero sobre la que no tenía idea”, recuerda Luzuriaga.
El chispazo fue instantáneo. Buscó en LA NACION la nota sobre esta historia y ahí encontró los datos de contacto de Adriana Cragnolini, la directora de la escuela a la que asistían los Palavecino (hoy es supervisora de la sección 2) y que era la referente para colaborar con ellos.
“La llamé en ese instante”, agrega un Luzuriaga que vuelve a sentir en el cuerpo la adrenalina de cómo se empezó a gestar esta aventura. En ese ping pong de ida y vuelta Adriana le contó que estaba trabajando a pulmón en el centro barrial de los Hogares de Cristo en Miraflores junto a un grupo de madres que acompañaban a sus hijos con consumo; que su sueño era abrir una granja para recuperar a los chicos y que ya tenía pensado cuál podía ser el lugar para hacerlo: una escuela abandonada en el Paraje Cuatro Bocas que nunca se había animado a solicitar. Ahí se terminaron de alinear sus destinos.
“Javier me dijo que quería venir a ver el terreno y yo no le creía. Pensaba ´este porteño chamuyero no va a venir acá, a sufrir el calor como nosotros lo sufrimos´. Y después se fue dando todo. Estaba tan loco como yo”, dice Cragnolini entre risas.
El objetivo ya estaba claro y ahora había que ver cómo concretarlo. Luzuriaga no podía viajar por las restricciones así que empezó a hacer gestiones. Se puso en contacto con la Fundación Scholas -impulsada por el Papa Francisco- que tiene una sede enfrente del espacio de El comedor del Fondo en Retiro. Les interesó la propuesta y una semana después estaban teniendo una reunión por zoom con Jorge Capitanich, el entonces gobernador de Chaco. La provincia decidió poner esa escuela al servicio de la comunidad y hacerse cargo de la refacción. Los engranajes se ponían en marcha.
“Nada servía”
Finalmente Luzuriaga pudo viajar al norte, conocer la escuela, a Adriana y al grupo de madres. “Esto era todo monte. Nada servía. Solo el terreno y media parte de la casita en la que yo vivo ahora que era la casa del director en ese momento”, explica Luzuriaga sentado en el patio de lo que hoy es un centro de primer nivel y que alberga un promedio de 15 jóvenes.
En paralelo a la refacción de la escuela, tenían que armar el equipo de trabajo que incluye profesionales de distintas áreas. Gracias a un convenio con Sedronar que se hace cargo de los sueldos, hoy cuentan con un staff de especialistas que en su mayoría son de Miraflores y Castelli.
“En esta zona en la que viven 20.000 habitantes en los parajes solo encontramos una psicóloga que, por supuesto, no pudo venir a trabajar acá. Y en Castelli quizás hay alguno más pero también es muy difícil que vengan hasta acá. Psiquiatra ni hablar. Entonces terminamos trabajando de manera virtual con el área de salud”, cuenta Luzuriaga.
La casa Residencia El Cruce se inauguró el 21 de junio del 2021. Los primeros en ingresar fueron los hijos de estas madres que antes tenían que viajar hasta Resistencia para encontrar alguna respuesta. Le pusieron El Cruce por el cruce de vidas, de almas, de historias, de culturas que se encuentran ahí. Y eligieron esa fecha porque es el solsticio de invierno, es la noche más oscura del año y a partir de ahí empieza a clarear. “Es un poco el deseo que tenemos para los pibes que vienen, que se empiece a acabar la noche y empiece a ser más largo el día. Nuestro equipo está compuesto de padres y madres de acá que vienen de vivir estas historias y eso hace que tengamos un componente muy amoroso que en definitiva es lo que te termina salvando”, señala Luzuriaga, mientras de fondo se escucha el ruido de las máquinas del taller de carpintería en el que los chicos aprenden a hacer mesas, sillas y tornería.
El corazón partido
Luzuriaga, que nunca antes había pisado la provincia de Chaco, hace dos años divide su tiempo entre los bocinazos porteños y el silencio del monte. Es padre de tres hijos y eso hace que todavía tenga un pie en Buenos Aires. “Cuando estoy acá no estoy con ellos. Tengo el corazón partido. Mi sueño es que ellos no sufran por lo que hace su papá. Hace 30 años que me dedico a esto y poder darle de comer a mis hijos es un sueño cumplido. Uno al principio arranca haciendo esta tarea de forma voluntaria. Tenés tu trabajo y esto lo hacés en tu tiempo libre. Y en algún momento descubrí que esto podía ser mi vida”, dice entre lágrimas.
Cragnolini todavía no puede creer que se haya materializado su sueño. Se comprometió tanto con el proyecto que trabaja allí como operadora dos veces por semana. Para ella, es fundamental que exista un lugar de internación en el monte porque a pesar de que Miraflores es un pueblo pequeño, la problemática de las adicciones pega muy fuerte en los adolescentes y los jóvenes. “Acá es peor la situación porque no contamos con especialistas en salud mental, ni psiquiatras ni psicólogos. Queremos trabajar en la prevención desde los más chiquitos porque cada vez arrancan antes, entre los 10 y los 12 años”, señala.
“Este es el milagro que estaba esperando”, dice Martín al referirse a su estadía en El Cruce. Tiene 52 años y según sus palabras, la cocaína le quemó la cabeza. Ingresó hace pocos días y todavía se está aclimatando a sus nuevas rutinas. “Estamos un poco rotos pero todo se repara. Yo voy a salir bien de acá. Quiero estar en los 15 de mi hija y poder sentarme con ella a la mesa a comer”, dice mientras toma mate con otros compañeros al lado de un mural que dice “Otro mundo es posible” y tiene la imagen de un grupo de personas abrazados.
Luzuriaga tiene un gran recorrido en esto de abrazar la marginalidad y ponerle el cuerpo a generar mejores oportunidades para estos jóvenes. “Yo les digo a los chicos que si no cambian los espera la cárcel, el hospital o el cementerio. Es el circuito por el que andan nuestros pibes y nuestras pibas, lamentablemente. No pueden salir de ahí. Es un círculo que arranca con una desigualdad, con una injusticia con la que ellos no tuvieron nada que ver. Por eso nosotros les decimos que se merecen algo distinto pero cuesta un montón. ¿Quién le da trabajo a un pibe de estos?”, dice con preocupación.
La salud mental: un derecho pendiente
Además de El Cruce, solo hay dos casas de internación en toda la provincia. Ya son más de 100 personas las que pasaron por esta institución que no solo los contiene física y emocionalmente sino que también les enseña oficios para que puedan reinsertase cuando salgan. “En el monte la población criolla consume principalmente cocaína y los indígenas inhalan nafta. También están muy atravesados por el alcoholismo porque la falta de oportunidades y de trabajo lleva al sedentarismo”.
Los jóvenes -varones y mujeres- se internan voluntariamente y pueden irse cuando quieran. Actualmente son 7 los que están internados y 3 están realizando tratamiento ambulatorio. Brian Caballero es uno de ellos. Tiene 24 años, dos hijos y es su segunda vez en El Cruce. “Estoy acá por adicto. Hoy iba a cumplir 4 meses si no me retiraba pero reingresé de nuevo el sábado. Me fui por una situación que estaba pasando afuera. Hace 3 días que volví y estoy con ganas de terminar el tratamiento”, dice este joven que dejó la secundaria en 1er año y que toda la plata que conseguía en las changas que hacía, la destinaba a los vicios.
Hoy quiere estar mejor. Lo que más valora son los talleres en los que puede despejar la mente. “Cuando me drogo no soy el Brian de siempre. La vida que estaba llevando me quitó todo lo que quiero. Me hace bien estar acá. Mi sueño es que me digan que ya terminé mi tratamiento, poder volver con mi familia, mi señora y mi hijo Iván de 3 años”, dice con ilusión.
Trabajo cuerpo a cuerpo
El día a día de la casa consiste en un trabajo comunitario que incluye grupos terapéuticos, talleres de oficios (carpintería, panificados, apicultura y huerta), actividad física e ir de a poco recuperando hábitos de vida saludables. Trabajar con personas en situación de consumo es una lucha cuerpo a cuerpo que en general se pierde. Pero donde la presencia y la incondicionalidad son un papel fundamental. “Son muy bajos los índices de recuperación y hay muchas recaídas. Les cuesta mucho aguantar porque no tienen las redes necesarias, tienen detonado su círculo de contención y vuelven al consumo. Por supuesto que es deseable que nunca más consuman pero nuestra meta está más puesta en que ellos sepan que pueden volver si recaen”, dice Luzuriaga.
Para él cada historia es única. La transformación de los chicos que ingresan a El Cruce se da a través de la ternura y el cuidado. “Los chicos entran acá y descubren algo hermoso que es una casa linda y querida por la gente que la cuida. Y esa atmósfera que se genera se convierte en una piña al medio del alma. Además no tienen la sustancia que les impide ver eso. Y comienza una historia de mucha lucha, dolor y sufrimiento porque empiezan a ver el daño que generaron en sus familias. Y ahí tienen que volver a empezar a reconstruir el vínculo con sus seres queridos. Las primeras visitas son muy emocionantes porque las familias no están acostumbrados a verlos frescos”, dice Luzuriaga.
María Luque tiene 20 años y es mamá de Normita, una nena de 2 años que es la alegría de la casa. Se mete entre las sillas, se escapa de su mamá, juegan sobre una colcha. María estuvo dos meses separada de su hija por sus problemas de consumo y fue el peor desgarro de su vida.
“Los primeros días fueron bastante difíciles porque no tenía a mi hija conmigo. Después de mucho esfuerzo sigo acá y pude recuperarla. Acá aprendí a esforzarme por algo que quiero, a estar sola, a tener momentos de soledad, de tristeza, de alegría. Lo más lindo es la felicidad de estar limpia y estar sana”, dice con convicción.
Dejó la secundaria y a los 17 años empezó a consumir para tapar todo el dolor que sentía. Desde que está en El Cruce retomó sus estudios y en el futuro le gustaría ser profesora de Matemáticas o Policía. “Lo más duro de estar en consumo es perder la confianza de tu familia. Con el tiempo pude retomar el vínculo con mi mamá y ella está muy orgullosa de mí. Ahora disfruto cada instante de mi vida. Mi sueño es poder tener una casa para mí y para mi hija, estudiar y conseguir un trabajo”, concluye Luque.
Muertes por deshidratación
La temperatura llega casi a los 50 grados y cuesta respirar. Encima se cortó la luz y ni siquiera funcionan los ventiladores ni los aires acondicionados. Un problema que todavía no pudieron resolver en El Cruce es el acceso al agua. Hicieron un pozo pero salía con arsénico y no servía ni para regar. Entonces dependen de la lluvia o de que la municipalidad los provea con camiones de agua. “No sale agua de la canilla. Eso nos limita el trabajo en la huerta o con los animales. Ahora acabamos de perder una cosecha de sandía porque hace 8 meses que no llueve. Para los que venimos de Buenos Aires en dónde podemos abrir la canilla, es increíble que en el 2023 no tengamos agua en todos lados”, dice un Luzuriaga visiblemente afectado por las muertes de deshidratación que se dan en la zona. Y agrega: “No voy a ser tan ingenuo de no ser consciente de la sociedad tan fracturada en la que vivimos, de decir que el amor todo lo puede, pero que una nena de 5 años se muera por falta de agua nos tiene que convencer a todos de ser más solidarios. Puede ser tu hija. Tuviste suerte y a vos te tocó nacer en un lugar en el que tenías agua. Ahora trae agua acá”.
Le cuesta seguir hablando. Esta realidad lo interpela hasta las entrañas. Luzuriaga se hace cargo de sus privilegios y se pone al servicio de los que menos tienen. “A mí me tocó nacer del lado oeste de las vías en Palermo y cuando descubrí que detrás de las vías estaban los pibes, no pude volver. ¿Qué sentido tiene vivir de espaldas a eso? Lo que a mí me impresiona es que la gente piense que uno acá está haciendo algo maravilloso y no es así. Yo soy feliz acá. No estoy sufriendo. No podría estar mejor”, confiesa Luzuriaga, cuyo próximo sueño es profesionalizar los talleres de El Cruce y trabajar con las comunidades originarias del Chaco salteño.
COMO AYUDAR
Las personas que quieran colaborar con La Casa Residencial El Cruce pueden:
- Comunicarse con Javier Luzuriaga al +54 9 362 527-5444.
- Donar en la siguiente cuenta:
Mercado Pago
Alias: elcomedordelfondo