El poder de la palabra y los riesgos del silencio
La palabra nos conecta con otros, nos ayuda a entender, nos alivia, nos cura. También, a menudo, nuestras dificultades empiezan con la falta de palabras: temas que no nos animamos a pensar y menos todavía a hablar, los que nos da vergüenza o miedo contar, o viejos prejuicios instalados.
Aquello que naturalizamos porque es lo que conocemos sin saber que hay otras opciones y al no reconocerlo como dañino o tóxico no podemos pedir ayuda. También repetir –sin revisar– las reacciones de nuestros padres cuando éramos chicos; temas que quedaron sin procesar en nuestra infancia y “actúan” desde adentro sin conciencia ni consentimiento nuestro.
Hay muchas cuestiones que nos impactan tanto (nos enojan, asustan, ofenden, duelen, etc.), que nos bloquean en nuestra capacidad de pensar y respondemos impulsivamente; e incluso, enfermedades o síntomas que surgen tras mucho tapar y mantener lejos de la conciencia ideas y pensamientos que nos resultan inaceptables.
¿Qué pasa cuando no logramos conectar con nuestro mundo interno, cuando no podemos reconocer lo que nos ocurre ni hablar de ello, cuando no contamos con otras personas que nos acompañen con su empatía y sus palabras a entender, procesar, integrar, resolver, hacer duelos? Buscamos entonces soluciones que son atajos, que no nos llevan a buenos destinos, que esquivan los problemas sin resolverlos.
A veces no comemos para que no crezca en nosotros ese “lobo malo” que tanto nos asusta, sin darnos cuenta de que no se trata de matarlo de hambre sino de aceptarlo, amigarnos y reencauzar nuestra energía. O no conectamos con lo que nos pasa y lo tapamos con mil y un recursos adictivos –es decir, sin palabras– para no sentir ni pensar, para hacer desaparecer por un rato el dolor o la incomodidad, que no resuelven ni nos fortalecen para afrontar los inevitables contratiempos de la vida. O, convencidos de que así no sufrimos, “repetimos para no recordar” conductas, palabras, gestos, padecidos en la infancia sin revisarlos ni poder elegir respuestas nuevas, aquellas que nos hubiera gustado recibir de chicos.
Para poder hablar, defendernos, incluso pedir o brindar ayuda, primero tenemos que conectar con la información riquísima que nos ofrecen nuestras emociones y que solemos no atender. Cuántas veces decimos: “no me asusta”, “no estoy cansado”, “¿preocupado?, ¡no!”, y tampoco enojados, ofendidos, angustiados, tristes…
Cuando sí las escuchamos, podemos conocernos y responder de la mejor manera, integradamente, sin desperdiciar energía vital en mecanismos de defensa –como negar o reprimir–, usando esa energía para tomar decisiones adecuadas, conectados con nuestro mundo interno.
Saber escuchar(se)
Las palabras son en muchas situaciones parte fundamental de la prevención y también de la solución: poner en palabras lo que pasa permite que nuestro cerebro funcione integrado, para no responder automáticamente desde el cerebro primitivo ni tampoco solo con pensamientos y racionalizaciones del hemisferio izquierdo de la corteza.
De esta forma, podremos salir de los antiguos caminos neuronales aprendidos en nuestra infancia, que a menudo incluyen gritos, empujones, insultos, burlas, ironía, desprecio, decisiones arbitrarias, exageradas e injustas, porque son respuestas impulsivas: aunque se expresen en palabras, brotan desde la emoción pura.
En otros casos, esos caminos antiguos están llenos de explicaciones racionales e intelectualizaciones, responden desde la lógica y la razón, directamente desde el hemisferio izquierdo sin integrar miedos, vergüenza, inseguridad y otras emociones, sin la intuición y la creatividad del hemisferio derecho y sin comprensión empática.
Tenemos que practicar la empatía y la integración en primer lugar con nosotros mismos para conectar con nuestra emocionalidad completa y luego con los demás.
Al poner en palabras una y otra vez lo que entendimos, apaciguamos el estado de alerta del cerebro primitivo y podemos buscar caminos de salida más integradores, sanos y adaptativos.
Así entramos en un círculo virtuoso de diálogo que conduce a una comunicación genuina, fortalece y reasegura el vínculo y, a su vez, el vínculo seguro facilita el diálogo, porque al sabernos escuchados y entendidos salimos del estado de defensa y de alerta para abrirnos al crecimiento y el aprendizaje.
Cuando los chicos crecen en un entorno seguro, con amor incondicional de sus padres, con comprensión empática y disponibilidad, aprenden a aceptar lo que sienten, a confiar en ellos mismos y en los demás, enriquecen su repertorio de respuestas y su capacidad de regulación, y adquieren recursos para procesar y responder a situaciones de complejidad creciente.
Aprendamos –y enseñemos– a escuchar y a hablar con palabras que abren, acompañan, entienden; palabras que no atacan ni acusan, tampoco evaden ni arman murallas para protegernos, sino palabras que tienden puentes para acercarnos a los demás.