Al empresario Pablo Vela le llevó 13 años superar su adicción a la cocaína; hoy rescata la importancia de tener un proyecto de vida que sirva de impulso para salir adelante
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Corría el año 1997 cuando, buscando marihuana en el auto de un amigo, Pablo Vela encontró cocaína. Había abierto el bolsillo equivocado. Sin embargo la probó. A esa primera vez le siguieron otras, cada vez más intensas y frecuentes, hasta que lo suyo se convirtió en una adicción con la que convivió más de una década.
Hoy, este empresario de 45 años se acuerda hasta del más mínimo detalle del día en que cayó en la cuenta de que lo suyo era más que un consumo problemático. “Yo siempre había dicho que, consumiera hasta la hora que consumiera, después me tenía que ir a dormir. Así fueran las once de la mañana. Y pasó que un día no me podía dormir. Era casi el mediodía, me acuerdo hasta de la luz del sol de ese día. Entonces me dije: ‘Bueno, si no puedo dormir, no dormiré’. Compré más cocaína y ahí la cosa no tuvo hora de cierre. Consumía y seguía consumiendo. Llegué a estar ocho días seguidos consumiendo sin dormir”, rememora.
Vela marca el inicio de su adicción en 1997 y coloca el punto final en 2010, luego de una internación en una clínica. Hoy tiene una hija, está separado, y hace unos años pudo plasmar su historia en el libro Consumidor final (Dunken). “El consumo implica un montón de cosas, desde otro tipo de amistades, otros horarios, tiene otras lógicas. Durante esos trece años, me pasaron cosas que le pasan a la gente que consume. Por ejemplo, una vez en una villa, a la que había ido para comprar droga, atropellé a un perro. Frené y cuando me iba a bajar para ver qué le había pasado al perro, un flaco empezó a los tiros y le pegó un tiro al auto. También, mientras viví en Bariloche, tuve algunos problemas con la ley, por andar con alguien a quien estaba buscando la policía”, enumera.
Antes de aquel episodio iniciático en el auto de su amigo, Pablo se describe como un chico “normal”. O como alguien que transitaba los mismos caminos que sus amigos de toda la vida –colegio, deportes, diversión–, tratando de que los aspectos más dolorosos de su propia historia no eclipsaran su presente. Pablo había crecido con su abuelo. Desde sus primeros años, cuando él preguntaba por sus padres, la respuesta era que habían muerto en un accidente en España, y que por eso no podía ir a llevarles flores a un cementerio. Pero, durante su adolescencia, pudo saber la verdad: era hijo de desaparecidos.
“Una vez un psicólogo me dijo ‘te faltaron palabras’. Cuando vos no sabés qué pasó, de dónde venís y sospechás que lo que te dicen es mentira, salís a buscar vos esa información y después querés salir a contárselo a todo el mundo. Yo tenía una historia de mucha muerte. De desapariciones, de muertes muy tempranas”, sostiene Pablo, quien agrega que sus inicios en el consumo coincidieron con su salida al mundo para buscar respuestas. “Cuando empecé a consumir, comencé a investigar mi historia, la de mis padres desaparecidos y le pude poner palabras. Di con gente que me contó lo que les había pasado. Esas palabras no estaban en mi casa, no porque me las ocultaran. Lo que sabía mi familia era que un día desaparecieron y hasta ahí llegaba el cuento”, relata.
Las revelaciones llegaron cuando su abuelo ya había fallecido y Vela vivía en lo de sus tíos. Eran tiempos en los que el colegio ya había quedado atrás y tocaba vérselas con las exigencias del mundo adulto. “Cuando terminé el colegio, la pregunta fue: ¿y ahora qué hago? La respuesta era la típica: tenés que estudiar algo. Empecé una carrera, después otra, pero terminé de fracaso en fracaso. Y eso te deja más tiempo libre, y entonces por las noches salís a tomar cerveza con los que están pasando por lo mismo que a vos. Con lo cual te empezás a separar un poco de los que estudian, y de a poco te vas yendo a los caños”, explica.
Cuando mira hacia atrás, Vela coincide en lo que sostienen los especialistas: que la adicción nunca es un fenómeno unicausal. Y que, el consumo previo de otras sustancias no es lo que le abre la puerta a la adicción. “Está el que dice: ‘el que fuma marihuana, después toma cocaína y se hace adicto’ y no es así. Tengo amigos que actualmente fuman porro pero no toman cocaína. Por supuesto que, en la mayoría de los casos, alguien que tomó cocaína hizo todo antes, pero para que se dé una adicción tienen que darse ciertas condiciones que no están relacionadas con las sustancias en sí”, analiza.
La vida después de la rehabilitación
Luego de más de una década de vivir para consumir, de estar, como él dice “encerrado en una caja consumiendo”, Pablo accedió al pedido de sus amigos y de su tía para rehabilitarse en una clínica. “Cuando perdés un poco la angustia y te empezás a sentir un poquito mejor, le empezás a encontrar un poquito más de sentido a todo. Ya te alejaste bastante del consumo y entonces te enganchás con algún proyecto. Creo que lo mejor es encontrarle el sentido a por qué hacés el tratamiento. Para qué lo hacés”, puntualiza.
Su “para qué” tuvo que ver con el amor y con el sueño de formar una familia. “Estando internado, revinculé con una vieja novia. La llamaba los días que se podía llamar que eran los miércoles por cinco minutos como máximo, y ahí fuimos proyectando. Ella vivía en Estados Unidos y se vino. Ahí empecé a aferrarme a pequeñas cosas que me motivaban en el día a día. Pequeñeces: tomar mate a la tarde después de hacer todo lo que había que hacer en la clínica, después le encontrás el gustito a lavarte la ropa, a que tu ropero esté ordenado… empezás a encontrar motivaciones en donde podés y ahí descubrís que las pequeñas cosas tienen un valor enorme”, recuerda.
Una vez superado el proceso de rehabilitación, se fue a vivir en pareja, se convirtió en padre y reconectó con su vida de antes, pero con un nuevo desafío: el de enfrentar los problemas sin sustancias. “Obvio que tenía mil problemas cuando salí. Tenía que reincorporar lo que había dejado en manos de otros, como empresas, y bueno, a recuperarlas. Y a veces no la pasás bien. Pero aprendí que los problemas se solucionan, se transitan, que los dolores pasan, que se curan, que todo lo malo se termina, que lo bueno vuelve a empezar, que hay plan B, que hay plan C. Mucho del tratamiento se basa en poner en palabras varias cuestiones. Los problemas no se solucionaron solos. El problema que solucionaste es que dejaste de consumir”, explica.
Hoy se encuentra separado de la madre de su hija y rescata la manera en que pudo atravesar esa situación. “Cuando empecé a no sentirme cómodo con mi pareja la peleé –reconoce–. Pero en un momento me dije: ‘estoy viviendo muy mal’. Y lo hablé. En otro momento me hubiera quedado callado y hubiera canalizado por el peor lugar. Pero canalicé de la manera más sana que era decir la verdad. Eso también aprendí: a decir lo que no me gusta.”
Ahí donde antes habían secretos y evasivas, hoy hay palabras en la vida de Pablo. Después del proceso que ha recorrido, Vela considera que la posibilidad de hablar de lo que sea –de lo que a uno le preocupa, le duele o le disgusta– es fundamental en cualquier vínculo afectivo. “Si un padre o una madre temen que su hijo esté pasando por una adicción, les diría: ‘sentate al borde de la cama y preguntale. Preguntale qué le pasa’ –reflexiona–. Porque la droga, en sí, no es el problema. La droga es el síntoma del problema, como la fiebre.”
Metodología. Cómo lo hicimos
Este artículo forma parte de “Hablemos de adicciones”, una guía de Fundación La Nación que incluye las voces y las recomendaciones de algunos de las y los principales referentes en esta temática de la Argentina, así como también testimonios en primera persona. Además de las entrevistas cualitativas, se realizó un análisis de datos estadísticos y una compilación de trabajos elaborados por distintas organizaciones gubernamentales y de la sociedad civil, y contó con la curaduría de Carlos Damin, médico especialista en Toxicología y jefe de la División Toxicología del Hospital Fernández de la Ciudad de Buenos Aires.
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