“Fui lanzada a la prostitución a los 15″: la dura realidad de las travestis y mujeres trans al día de hoy
La entrevista que Carmen Barbieri le hizo a Amalia Granata encendió las redes sociales y puso sobre la mesa la enorme desinformación que sigue existiendo sobre las travestis y mujeres trans; Betiana Valenzuela cuenta su experiencia
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“Les pagan por ser trans. Tienen un sueldo. Decime si estoy equivocada” y “A ver, sos trans. No tenés ninguna incapacidad para ir a trabajar”, fueron solamente algunas de las frases que se dijeron durante una polémica entrevista que Carmen Barbieri le hizo a Amalia Granata a comienzos de esta semana, en un programa de televisión. La conversación encendió las redes sociales, provocando una ola de repudio y poniendo sobre la mesa la enorme desinformación que sigue existiendo sobre cuál es la realidad que atraviesan las travestis y mujeres trans en la Argentina.
Aunque en los últimos años se lograron varios avances desde lo normativo, continúan siendo parte de los grupos más violentados y excluidos. Diferentes informes dan cuenta de la vulneración histórica a sus derechos en todos los ámbitos de la sociedad, desde la familia, hasta las escuelas y el sistema de salud. En promedio, fallecen a los 35 años (por eso, las travestis y mujeres trans que tienen más de esas edad son consideradas sobrevivientes), y la principal causa de muerte es el VIH o enfermedades asociadas, como la tuberculosis, neumonía o pulmonía (64%), mientras que la segunda son los trans y travestidicios (15%). Por otro lado, seis de cada 10 abandonan sus estudios secundarios a causa de la discriminación y el 83% fueron víctimas de graves actos de violencia y discriminación policial.
La exclusión que sufren desde edades muy tempranas, el estigma y la imposibilidad de acceder a un empleo formal, empuja a la inmensa mayoría (el 70%) al trabajo sexual como principal medio de subsistencia, muchas desde niñas: casi el 30% comenzó entre los 11 y 13 años; el 46% lo hizo entre los 14 y los 18 y un 24% luego de los 19. De adultas, el 87% dejaría la prostitución si tuviese acceso a otro empleo, pero las puertas se les siguen cerrando. Los datos se desprenden del informe La Revolución de las Mariposas, elaborado por varias organizaciones que trabajan en la temática.
La trayectoria de vida de Betiana tiene puntos en común con la de muchas travestis y mujeres trans del país. Es trabajadora sexual y empezó parando en el Camino de Cintura, a un costado de la ruta, expuesta a todo tipo de violencias. Tenía 15 años y los primeros pesos que ganó, se los gastó en golosinas. En ese tiempo, no se llamaba Betiana ni estaba “armada”: para las lolas, la cola abultada, los pómulos redonditos, los labios carnosos y el lunar tatuado a un costado, a lo Marilyn, todavía faltaba.
Hoy, a los 53, trabaja en el mismo monoambiente donde vive, sobre la calle Corrientes. El servicio suele durar una hora y el precio se amolda al bolsillo del interesado. Los nuevos la contactan por páginas web y los mejores días, puede atender a tres o cuatro. Pero eso pasa muy cada tanto y lo habitual es que llegar a fin de mes sea una odisea. “El verano fue bravo por las vacaciones y el bicho este”, dice Betiana sobre el Covid, mientras invita un vaso de gaseosa. Cuando le pregunto si eligió ese trabajo, responde en una frase: “Fui lanzada”.
La primera exclusión
Entrando al monoambiente de Betiana, hay una pequeña cocina donde está el teléfono de línea al que la llaman sus clientes. Más adelante hay una mesa, un televisor y una cama. El acolchado es naranja y los almohadones violetas. En la mesita de luz tiene un puñado de preservativos de distribución gratuita y sobre las paredes dos cuadros de Marilyn Monroe. Una heladera, algunos adornos y fotos de sobrinos, completan el espacio. Todo está muy ordenado. Ella se siente cómoda en ese departamento luminoso y bien ubicado, pero pronto va a tener que mudarse, porque los costos se fueron por las nubes. Conseguir un alquiler para una travesti, no es fácil.
La primera exclusión para ella, igual que para muchas de sus compañeras, fue de la casa de sus padres. Nació en Ingeniero Budge, que por aquellos años era más descampado que urbe. Eran seis hermanos y muchas veces pasaban hambre. Su papá se dedicaba a la construcción y era alcohólico. Betiana se acuerda que le pegaba mucho a su mamá, que trabaja por horas en una casa de familia en Once. “Mi madre siempre supo quién era yo y me aceptaba. Mi papá se enojaba mucho. Se enteraron de que trabajaba en la calle porque me cruzó un tío mío. Mi padre le dijo a mi mamá: ‘Me contó el Bubi que el gringo anda en pollera por la Recondo, ¿a vos te parece? ¡Vos tenés la culpa!’ Y la cagó a palos”, recuerda Betiana. Bubi era su tío y “el gringo” le decía a ella su padre, porque “era el más clarito de los hermanos”.
Desde muy chiquita Betiana sintió en la mirada de los otros que en ella había algo que estaba mal. En el colegio pupilo al que iba en Ezeiza, el cura la obligó a ir a una psicóloga cuando estaba en quinto grado. Ella le dijo cómo se sentía y la mujer le respondió con voz pausada, enfatizando las sílabas: “No, vos sos ne-ne. Y a los ne-nes le gustan las ne-nas”. Tiempo después dejó la primaria y a los 14 pegó el portazo en su casa. Se fue primero a Banfield y después a Villa Itatí, donde conoció a otras travestis más grandes. En la adolescencia empezó a tomar hormonas y a inyectarse siliconas. Al igual que muchas, se expuso a procedimientos riesgosos que se hacían entre ellas mismas, porque acceder al sistema de salud era un imposible. En la calle empezó a escuchar sobre el VIH. Ella no se contagió, pero varias de sus compañeras murieron.
En la asociación civil La Rosa Naranja hacen hincapié en un término que busca visibilizar las muertes de todas las que cada año fallecen expulsadas del sistema de salud y de las instituciones en general: travesticidos sociales. El año pasado, en nuestro país y según cifras de la organización, hubo 56.
“Otras la pasaron peor”
Sobre cómo le pesó durante tantos años la mirada estigmatizante de la sociedad y su familia, Betiana responde: “Sentía esa cosa de que no encajaba. En ese tiempo la gente estaba más cerrada y nos veían como bichos, no sé”. Se encoge de hombros y toma un sorbo de gaseosa. Después de una pausa, dice: “Pero bueno, mirá nena, hay chicas que han pasado peores, he visto cada cosa. La mayoría ya no está. Muchas por enfermedades, a otras las mataron”. En la calle se exponían a violencias de todo tipo, por parte de clientes y de la policía. Hasta hace unos años, ser una travesti era ser una criminal. Betiana se acuerda de Blanco, un oficial de una comisaría de Burzaco donde además de golpearla le cortaron el pelo y las uñas.
Hoy está cursando la primaria de la mano de La Rosa Naranja y muchas veces fantasea con tener otro trabajo. ¿Qué le gustaría? “A mí siempre me gustó el dibujo. Me gustaría pintar cuadros. Y vas a pensar que estoy loca, pero a veces me imagino de traje, trabajando en una oficina. ¡En serio, eh!”, responde. Cree que en parte la sociedad cambió, que ya “no se discrimina tanto”, y esa mirada que le recriminaba su existencia cuando caminaba por la calle, se fue desvaneciendo. Pero sí aparece de una forma más sutil, como cuando no consigue un departamento para alquilar o cuando al verla le piden precios desquiciados.
Más información
La asociación civil La Rosa Naranja despliega diferentes programas para restituir los derechos de las mujeres trans y travestis. Además, todos los años llevan un registro de los trans y travesticidios que ocurren en nuestro país. Para saber más, hacer click aquí o escribir a info@larosanaranja.org