Vera y Sofía pertenecen a distintas generaciones, pero sus historias tienen puntos en común; el 19 de noviembre es el Día Internacional para la Prevención del Abuso en la Infancia y Adolescencia, y ellas buscan visibilizar los principales desafíos frente a una problemática social más frecuente de lo que se cree
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En la casa de Vera Iuguenburg, ninguna puerta se trababa. Su padre había roto todos los pestillos, incluso de la del baño, que tenía uno de esos vidrios granulados que impiden ver con exactitud a la persona que está adentro, pero sí advertir que está ocupado. Vera se recuerda muy chiquita, saltando del inodoro para cerrar la puerta con su rodilla, y a su padre forcejeando del otro lado. “Pensé que no había nadie”, decía él después. Hasta que un día, la puerta se abrió. “Me violó cuando tenía ocho años”, cuenta hoy Vera, a los 85.
Sofía Rubino cumplió los 18 hace poco y vive en Tucumán. La primera vez que le hicieron una Cámara Gesell, cuando el psicólogo le preguntó por qué estaba ahí, respondió con una frase similar a la de Vera: “Porque mi padre me violó”. Tenía 13 años. Hoy no habla de “papá”, sino de “progenitor”: con ese hombre que espera ser juzgado, nunca existió un vínculo de amor ni cuidado. Aunque Vera no usa ese término, siente exactamente lo mismo: “No sé lo que es tener un papá”, dice.
Más allá de la diferencia generacional, las historias de Vera y Sofía tienen puntos en común. El 19 de noviembre es el Día Internacional para la Prevención del Abuso contra Niñas, Niños y Adolescentes y ellas comparten sus testimonios para generar conciencia sobre una problemática social mucho más frecuente de lo que se piensa. La revictimización constante, las falsas creencias que alimentan el silencio de los chicos y protegen a los agresores, y la dificultad para acceder a la Justicia, son para ellas algunos de los desafíos que tenemos por delante. Pero también que se refuerce la necesidad de hacer siempre la denuncia. Hablar y romper tabúes −aseguran−, es apenas el primer paso.
Los testimonios de Vera y Sofía forman parte del libro Somos sobrevivientes, crónicas de abuso sexual en la infancia (Alfaguara), que acaba de publicarse y donde ocho reconocidos escritores y escritoras -Claudia Piñeiro, Gabriela Cabezón Cámara y Sergio Olguín, entre otros- cuentan historias reales cruzadas por la violencia. Juan Carlos Kreimer y Fabián Martínez Siccardi fueron los encargados de llevar al papel los relatos de las entrevistadas para esta nota.
La niñez y adolescencia de Vera estuvieron cruzadas por los abusos. Con 13, 14 o 15 años, su agresor la llamaba desde una pieza oscura en el fondo de la casa. Ella no iba. Todo eso lo recordó más de medio siglo después, cuando era una mujer de 60. Después de la violación, su padre y madre buscaron silenciarla y le recetaron tranquilizantes. “Inmediatamente me empastillaron. Me hice adicta a los sedantes desde que era una niña hasta que entré en Narcóticos Anónimos. Estuve 46 años como zombie y tuvieron que pasar casi cinco de estar ‘limpia’ hasta que pude recordar los abusos”, cuenta Vera. Ponerlos en palabras tampoco fue fácil.
Puertas adentro
Según los especialistas, el abuso sexual en la infancia y adolescencia es uno los delitos más silenciados, menos denunciados, y más impunes que existen. Las estadísticas muestran que el 80% de los casos son intrafamiliares: los agresores son padres, abuelos, tíos, hermanos. A partir del confinamiento por la pandemia, aseguran, las consultas en los servicios de salud explotaron. Pero los referentes también sostienen que son pocos los pediatras, psicólogos y psiquiatras con la especialización necesaria para dar una respuesta adecuada. Muchas veces los síntomas de las chicas y los chicos pasan inadvertidos o, peor aún, sus relatos no son creídos.
La Vera niña daba señales todo el tiempo. Pero nadie podía o quería verlas. No podía estudiar, le resultaba imposible concentrarse, lloraba mucho. En la escuela, decían que tenía “trastornos de conducta”. Ella tenía un guardapolvo con el cuello amplio, que siempre buscaba con la mano y tironeaba para abajo: sentía que se ahogaba.
Su infancia transcurrió en la ciudad de Formosa. Se acuerda de una bicicleta y de esa búsqueda constante de salir corriendo de su casa. Su padre era gerente de una empresa algodonera. Don Simón, le decían. A los ojos de todos, él y su esposa eran “dos personas importantes, honorables”. A su madre, Vera la recuerda así: “Era una mujer perversa, cómplice. Los abusadores son terribles intrafamiliarmente y una belleza para afuera. Mi mamá es querida hasta hoy”. Y se acuerda de cómo le insistía: “Papá es bueno y te quiere muchísimo”. Cuando tenía 19 años, el padre de Vera murió. Al miedo, le siguió el alivio.
Muchos años después, parada frente a la vidriera de una casa de telas en Once −el barrio porteño donde aún vive−, Vera se acordó de todo. Ahí estaba, contra los azulejos del baño, apretando los ojos, deseando desaparecer. “Quedé desesperada queriendo ir a buscar a alguien para contarle: no podía tener semejante secreto. Eso me había pasado: no era una fantasía. Una vez se lo había insinuado a una psicóloga y ella me dijo muy suelta: ‘Nooo, todas las niñas sueñan con que su papá tuvo un asuntito con ellas’”, recuerda.
Para Sofía cargar con el silencio también fue como tener un elefante pendiendo del cuello. Es una belleza con ojos grandes, del color de la noche. Vive en Trancas, una pequeña localidad tucumana a una hora de San Miguel, con su mamá, Cecilia, y sus hermanos, Eugenia (14) y Nacho (10). Cuando tenía ocho, sus papás se separaron y Sofía se fue a vivir con su padre. Era un hombre violento, y ella se crió presenciando los maltratos hacia su madre. Ahora puede entender por qué tomó, empujada por el miedo, la decisión de irse con él: buscaba proteger a sus hermanitos y su mamá. A solas con su padre, los abusos se volvieron cotidianos.
Hubo un hecho que para Sofía fue clave: el femicidio de la joven tucumana Paulina Lebbos. Ver en los medios al padre de la chica pidiendo Justicia y el amor que transmitía hacia ella, despertó en la pequeña Sofía una certeza: “Yo no tengo un padre”. Una tarde, ese silencio que había empezado a resquebrajarse con una compañera del colegio, terminó por romperse del todo: le contó a su mamá, y esa misma noche hicieron la denuncia. Tenía 13 años. Juntas empezaron un camino que continúa hasta hoy.
“La Justicia te revictimiza todo el tiempo. Yo le preguntaba a mi mamá cuántas veces más lo iba a tener que contar para que me creyeran. Me hicieron estudios ginecológicos que definitivamente mostraban que había habido abuso. Tuve que contarle a fiscales, a la policía, a psicólogos, una y otra vez”, detalla Sofía. Después de la Cámara Gesell, a su agresor lo dejaron más de un año en prisión preventiva. Para Sofía duró un suspiro. Actualmente está en libertad, aguardando un juicio que se espera comience pronto. A la joven le da pánico cruzárselo por la calle.
Juntar los pedazos
A los 36 años Vera pudo dejar la casa de su madre y se fue a vivir a un departamento que compró desde el pozo. Recuerda ese día como un cumpleaños. Ya se había recibido y trabajaba como partera. Hay otra fecha que también le quedó grabada: el 8 de abril de 1990, cuando entró a Narcóticos Anónimos. En el grupo le decían “tira bombas”, porque iba de frente. Hablar por primera vez del abuso sexual, sin embargo, no fue fácil. Lo describe como sacar un corcho roto de adentro de una botella: por partecitas. Cuando lo contó, en ese silencio se sintió abrazada. Enseguida supo que le creían.
Romper con la culpa, la vergüenza y el estigma social, son enormes desafíos para las víctimas de abuso en la infancia y adolescencia. ”Sobre todo para los varones”, advierte Sofía. Pero primero está el ser creídas: hay estudios que indican que se escucha sólo al 20% de las chicas y los chicos que pueden poner en palabras la violencia.
Hoy Sofía integra distintas organizaciones que acompañan a niñas y niños víctimas de violencias, como Tramarte y Adultxs por los Derechos de la Infancia, fundada por Sebastian Cuattromo y Silvia Piceda. Estudia Comunicación Social y se convirtió en una vocera de la causa: “Cuando conocí a otras personas que habían pasado por lo mismo, entendí que no era la única. Ahí le dije a mi mamá: quiero que todo el mundo sepa mi historia”, cuenta. Para ella no hay que quedarse solo en hablar. “Escuchando, ya estás dando una ayuda gigante. La empatía es algo que no se ve ni se toca, pero se siente en el corazón. Hay mucha gente que todavía está en el silencio y hay que ofrecerle nuestra ayuda: desde estar a su lado hasta ir a hacer la denuncia, sin señalar ni juzgar”.
Vera también integra Adultxs por los Derechos de la Infancia y es una referente del grupo de pares. En los testimonios de otros, pudo ir reconociéndose así misma. “Al día de hoy sigo sintiendo que están hablando de mí, incluso la gente más joven. Me ayudó a ir entendiendo mis cosas”, dice la mujer. Que esta problemática se esté instalando cada vez más, es para Sofía y Vera un avance. Pero aún queda mucho. Vera lo resume así: “Como decía un compañero, hace falta cambiar nada más que todo”.
Más información
- En la guía “Hablemos de abuso”, un proyecto de LA NACION, podés encontrar información útil sobre señales de alerta, cómo hablar con las niñas y los niños de esta problemática, qué hacer frente a una sospecha o develación y dónde realizar la denuncia.
- La tercera semana de noviembre acaba de ser declarada por una ley de la legislatura porteña (el proyecto fue presentado por la diputada Gimena Villafruela y contó con un amplio consenso), como de Prevención del Abuso contra las Niñas, Niños y Adolescentes en el ámbito de la ciudad de Buenos Aires. El objetivo es impulsar acciones de visibilización y prevención para proteger los derechos de las chicas y los chicos.