En el incendio murió una persona y otra resultó gravemente herida; las familias que viven allí hablan de habitaciones extremadamente pequeñas, problemas con los matafuegos y carencia de una salida de emergencia
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El fuego sorprendió a David mientras dormía en la habitación que comparte con su mujer y su hija en el cuarto piso del hotel ubicado en Lavalle 930 en el Microcentro. “Cuando me asomé por la ventana, una llamarada infernal salía de la ventana del segundo piso. Entonces, justo veo salir al senegalés, todo incendiado. Caminaba tranquilo, como en shock. Esa imagen no me la voy a olvidar en mi vida”, asegura este hombre de 36 años que se gana la vida vendiendo repasadores por Recoleta y hace unos tres años vive ahí. En el incendio perdió la vida Ana, una vecina que vivía en el segundo piso y un hombre terminó con quemaduras en el 70% de su cuerpo.
Tanto David como varias decenas de personas, habitan este hotel que pertenecería, según aseguran los damnificados, a la Iglesia del Obelisco, una iglesia evangélica cuyo pastor es Guillermo Ferres. Mientras algunos cuentan que el lugar funcionó como albergue hasta la pandemia y que, desde entonces, se transformó en vivienda de muchas familias por un pago “a voluntad”, otros aseguran que funciona como un hotel familiar en el que la habitación oscila entre los 600 y los 700 pesos por día. Que tienen baño compartido y que no hay cocina. Que la mayoría de las habitaciones son de 2 metros por 1,5. Que no hay salida de emergencia y que los matafuegos no funcionan.
El de Lavalle 930 es apenas uno de los tantos hoteles que funcionan como vivienda permanente de familias y personas solas. La mayoría está ubicada en la zona sur de la Ciudad. Vivir en un hotel (o en una pensión, o en un inquilinato) es una de las caras de la crisis habitacional que padecen miles de personas en la Ciudad. Allí viven quienes, por diversas razones, no pueden pagar un alquiler. En muchos casos, reciben un subsidio habitacional por parte del Gobierno de la Ciudad para pagar estos lugares.
Los aportes oscilan entre 8000 pesos (si se trata de una persona sola) hasta 13.000 (para una familia de cuatro o más integrantes). Pero las habitaciones arrancan, por lo general de los 16.000 pesos. Fuentes del Ministerio de Desarrollo Humano y Hábitat porteño estiman que, en la actualidad, el universo de beneficiarios a esos subsidios (se otorga uno por grupo familiar) se ubica entre los 15.000 y los 20.000.
“Al tomar conocimiento del incendio ocurrido, el BAP (N. de la R.: el programa de la Ciudad que se ocupa de asistir a personas en situación de vulnerabilidad extrema) se hizo presente de inmediato. Se realizaron entrevistas personales con cada uno de los damnificados y se realizó un análisis de lo ocurrido en cada vivienda. Al mismo tiempo, se ofreció hacer un traslado a uno de los Centros de Inclusión Social de la Ciudad, pero las personas optaron por esperar a que el personal de Bomberos y Defensa Civil se retirara con un diagnostico preciso para poder volver a ingresar a su vivienda”, explicaron fuentes del mencionado ministerio.
Cercanía, escuelas y hospitales
David paga 20.000 pesos mensuales una habitación grande. Está convencido de que vivir en ese hotel es la mejor decisión para él y su familia. “En algún momento nos fuimos a vivir a José C. Paz. Alquilábamos una casa por 7000 pesos. Pero yo tenía dos horas y media de ida y otras tantas de vuelta para venir a trabajar. Además, nos robaron todo. Acá es una linda zona. Ayer fuimos a desayunar a Puerto Madero. A la nena la atiendo en el Fernández, un hospital excelente. Y tengo buenas escuelas por acá. A un alquiler no llego. Necesito adelanto, depósito y como no tengo garantía, un seguro de caución. Unas cien lucas para empezar a hablar, y nosotros vivimos al día”, explica.
Sin embargo, no todo es color de rosa. “Lo malo de vivir en un hotel barato es compartir el baño… y ver a cierta gente, que no querés cerca de tu hija. Acá vienen parejitas que pagan por el día para drogarse y tener sexo. Al otro día se van y dejan todas sus porquerías en la habitación. No es lo adecuado para una nena”, reconoce.
Este mediodía, la entrada del hotel permanecía vallada y, en su interior, trabajaban los bomberos para tratar de determinar las causas del incendio. El lugar es una vieja casona de unos 5 pisos, con una puerta de entrada que pasa inadvertida entre los locales de la cuadra. Pegado en la pared del pasillo de ingreso, un cartel dice: “Bienvenido a la Iglesia del Obelisco”. Desde allí logra divisarse un ascensor con puertas tijera, cercado por una escalera que va hacia el primer piso.
Por la calle van y vienen empleados, turistas y algunos “arbolitos”. Frente al hotel, una veintena de personas, entre adultos y niños, está sentado en la vereda. David permanece con su mujer, su hija y otros tantos vecinos que, como él, debieron salir con lo puesto ante la urgencia del fuego y el humo negro. Esperan a que los bomberos terminen con su labor y los efectivos de la Comisaría Vecinal 1 D de la Policía de la Ciudad les permitan reingresar.
“Los que tenían familiares que los recibieran, se fueron. Acá quedamos los que no tenemos a donde ir”, explica Omar, el encargado de romper vidrios con sus manos para que unas quince personas –algunas de ellas, niños– saltaran por el techo al edificio de al lado. El fuego en el segundo piso obstaculizaba la salida de quienes estaban en los pisos superiores. Omar tiene las manos vendadas. Le dijeron que las heridas requerían sutura, pero no sabe por qué no se las cosieron.
María está entre quienes debieron salir por el edificio vecino. “Me asusté mucho. Vivo sola, con mis nenas de un año y de tres. La más grande no paraba de llorar. Nos llevaron al hospital Argerich pero estábamos bien, así que volvimos. Acá está todo lo que tengo”, explica la mujer de 38 años, que cuenta que paga 20.000 pesos mensuales por una habitación diminuta, en la que apenas cabe su cama, una cuna, un bolso, algo de ropa y un televisor. “El Gobierno de la Ciudad me da diez lucas. Para el resto y para comer, pido en la calle. Con dos nenas no puedo hacer mucho”, se lamenta.
La crisis habitacional que padecen estas familias, se complementa con otras vulnerabilidades. La mayoría de los que espera, trabaja en la calle, pide limosna o se dedica al cartoneo. Samanta vive sola y está desesperada por ingresar y corroborar que no le falte nada de sus documentos y sus pertenencias. Junto a ella está Laura, una amiga que se desplaza en silla de ruedas, con un perrito a cuestas.
“Hace tres meses que no sé lo que es dormir en una cama. Me echaron por mis animalitos. Duermo sentada, en mi silla, en un cajero. La semana pasada, en medio de la lluvia, la policía me quería sacar a eso de las cuatro de la mañana. Alguna vez había venido a averiguar a este hotel, pero tiene escaleras. La chica que me atendió me había ofrecido que me subieran a la fuerza. Menos mal que dije que no porque tal vez hoy no me hubiera salvado”, afirma mientras acaricia a su perrito.
Pasan las horas y el fastidio se apodera de los chicos y de los grandes. El calor y la humedad no simplifica las cosas. Mientras los bomberos siguen peritando en el interior del edificio, algunos de sus habitantes creen saber la causa del fuego: un accidente doméstico por parte de una vecina desaprensiva que desapareció de la escena. “Acá todo es de madera y durlock. Así que el fuego agarra como si nada”, explican.
De repente, llega el rumor de que, una vez que retiren el cuerpo y declaren algunos como testigos, podrán reingresar al lugar. Los hombres se van con unos efectivos hasta la comisaría. Las mujeres permanecen en el lugar, indignadas porque el supuesto dueño del lugar todavía no apareció. “Se supone que es pastor. Pero esto que está haciendo no es de Dios”, se queja, una de las damnificadas. “Vivo abajo del segundo piso, ya sé que mi casa se llenó de agua, que perdí la tele y la computadora. Pero no me importa. Es mi casa, ahí está todo lo que tengo”, finaliza.