Flora Alvarado: "En la cultura audiovisual aparecemos como delincuentes o empleadas domésticas"
Fue en los años ochenta que los papás de Flora Alvarado emigraron de Bolivia hacia nuestro país. Aquí se conocieron, se casaron, con mucho esfuerzo estudiaron enfermería y tuvieron dos hijas. En la tierra del crisol de razas algo estaba claro para ellos: sus hijas tendrían la mejor educación posible.
Pero a medida que fue avanzando en la vida, esta estudiante de Arte de 24 años, egresada del Colegio Nacional Buenos Aires, descubrió con dolor que en la que fue tierra de oportunidades para su padres -su tierra natal-, existen estructuras y barreras invisibles. Que, en ocasiones, las mejores credenciales no son suficientes cuando quien las porta tiene la piel de color marrón.
Flora es de Villa Soldati, un barrio que, asegura, es particularmente hostil con los inmigrantes de ciertos países, como el de sus padres. No es de extrañar, entonces, que, para su escolarización y la de su hermana, sus padres escogieran una escuela situada en otro barrio, con la intención de mantenerlas a salvo del odio.
"Durante la primaria fui testigo de la agresión física, verbal y psicológica hacia niños inmigrantes o hijos de inmigrantes que tenían acento al hablar. Eso me hacía sentir vergüenza de mis orígenes. Yo me llevaba bien con la mayoría de mis compañeros, pero el último año sentí cierta marginación. Como si me dijeran: te hacemos a un lado por tus orígenes, por ser hija de bolivianos, no te incluimos en el grupo", recuerda.
Aunque no la agredieron físicamente, en aquellos años fue sintiendo cada vez con más fuerza esa estructura que la marginaba, que la hacía sentir un objeto no deseado y que obstaculizó su proceso identitario. Algo que se agudizó al comenzar la secundaria.
"El racismo estructural y el privilegio blanco operan de muchas maneras. También marcan que hay ciertos espacios a los que solo pueden acceder quienes cuentan con la información y con los medios económicos. En el caso del Nacional Buenos Aires, no todos pueden pagar las academias que te preparan para el examen de ingreso, eso ya te marca una barrera. Una vez adentro, el trato diferencial es evidente. La estructura se ve clara: no cualquiera llega a ser delegado, hay profesores que responden mejor una duda a ciertos alumnos, y hay alumnos que nunca van a poder ocupar un rol hegemónico, ni podrán llegar al Centro de Estudiantes. Lo que ocurre la mayoría de las veces es que las personas marrones estamos entre los que quedamos marginados", sostiene.
Flora recuerda claramente un episodio durante su último día de clases. Un profesor quiso saber qué iban a continuar estudiando los alumnos. "Una compañera no racializada comentó que quería seguir una carrera artística y él le respondió: Ay, ¡qué lindo! Cuando llegó mi turno, le conté que yo también quería estudiar Arte. Qué difícil..., me respondió. Son pequeñas cosas que van construyendo en qué dirección va la vida de cada uno", reflexiona.
El cierre del ciclo secundario coincidió con un viaje a Bolivia en el que Flora pudo tener un contacto profundo con sus raíces, que la marcó y afianzó su identidad. "Por aquella época reflexioné mucho sobre todo lo que había pasado durante la primaria y la secundaria y tomé conciencia de que todo lo que había sufrido, toda la marginación, las miradas raras cada vez que hablaba, eran producto de una estructura racista", recuerda.
Pero aun cuando comenzó a transitar el mundo del Arte, un ámbito que uno podría suponer progresista e inclusivo, descubrió que las barreras invisibles del racismo estructural persistían con una solidez difícil de franquear. "Si uno examina la historia del arte argentino, rápidamente puede ver que la mayoría de los artistas consagrados son blancos, que las obras que llegan a los grandes museos pertenecen a artistas blancos y que las representaciones de las personas marrones son muy estigmatizantes", afirma.
Hoy en día, asegura, ese racismo sigue operando de diversas formas, incluso, en la Universidad Nacional de las Artes, en donde cursa. Flora lo ve con claridad cada vez que un docente les pregunta a los alumnos de piel oscura y rasgos andinos de dónde son. "Me lo pregunta a mí, que soy hija de inmigrantes, pero también a compañeros salteños que son quinta generación de salteños. Por otra parte, las personas blancas son las que ganan los premios y acceden a las becas", asegura.
Desde principios de 2019, Flora es parte de Identidad Marrón, un espacio que busca visibiizar todas estas estructuras invisibles con las que opera el racismo hacia las personas de piel no blanca. Allí dicta talleres de arte que buscan cuestionar ciertas lógicas que imperan en el arte y la cultura. También coordina actividades con jóvenes. "¿Cuándo viste que a una persona marrón le den un protagónico? Si aparecemos es como delincuentes o empleadas domésticas."
Lo cierto es que el poder de estas imágenes trasciende el universo estético y opera sobre el inconsciente colectivo. Cada vez que Flora ingresa a un local con personal de seguridad, es moneda corriente que le quieran revisar sus pertenencias. "A veces me pregunto por qué me las piden a mí y no a las personas que están ingresando en simultáneo –se indigna-. Pero ya no cuestiono y las entrego."
Hoy se vale del arte, sobre todo del dibujo, para deconstruir todas esas representaciones culturales que van configurando la mente de las personas y hacen que ciertos rasgos y características se asocien con el miedo y la desconfianza. "Estamos en proceso de apropiarnos de nuestros espacios. Queda mucho por hacer, pero, por suerte, estamos despertando".