Héctor Rojas vive con sus hijas Rocío (12) y las gemelas Sheila y Jaqueline (10) en una pieza precaria; teme volver a quedar en situación de calle; trabajó en el Mercado Central, haciendo fletes o en tareas de limpieza; sueña con volver a tener un trabajo formal
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Ese día sus hijas no tienen clases y Héctor Rojas llega al banco más temprano de lo habitual. Se sienta junto a la puerta con Rocío, de 12 años, y las gemelas Sheila y Jaqueline, que tienen 10. Las chicas abren sus mochilas y sacan los cuadernos para completar la tarea que les dejó la maestra. Después, unas revistas de historietas con hojas gastadas para pasar el rato.
El banco está en pleno centro de Don Torcuato. A esa hora, es un hormiguero de gente que entra y sale de los cajeros. Héctor levanta la vista y el sol del mediodía se derrama sobre su cara como un jugo espeso. De vez en cuando, alguien pasa y estira una mano con un billete. “Me da vergüenza contar lo que hago”, suelta de pronto. Pausa. Suspiro. “Venimos acá y saludamos a la gente. No pedimos nada, solo saludamos: así como se escucha. Y la gente nos ayuda con lo que puede. Con eso, sobrevivimos”. Otra pausa. “Porque esto es eso: sobrevivir”.
Hace menos de dos años, Héctor (49) quedó viudo y vive con sus hijas en la habitación de una casa que funciona como pensión. En la pieza prefabricada donde duermen, apenas entran las dos cuchetas. En medio de las camas, queda un pasillo estrecho para circular. Sobre los colchones, hay unas frazadas. En los rincones, algo de ropa. Nada más. La cocina la comparten con los otros 15 integrantes de la vivienda y el baño, con algunos de ellos. “Pago 12.000 pesos por mes, más los 3.000 para la garrafa. Hay meses en los que cuesta mucho juntar esa plata. No nos alcanza y tengo miedo de que cualquier día de estos, volvamos a la calle”, cuenta.
Quedarse sin un techo no es un imposible para él y su familia. Les pasó en distintas ocasiones, cuando los vaivenes de la economía golpeaban los empleos precarios de Héctor y no alcanzaba para el alquiler. Jamás tuvieron casa propia y el único ingreso que tienen actualmente es lo que reciben en la puerta del banco.
Cómo podés ayudar a Héctor y sus hijas:
- Ofreciéndole un trabajo a Héctor.
- Ayudando a que las chicas puedan a ir una escuela doble jornada y a que Rocío reciba los apoyos que necesita.
- Colaborando para que consiga un lugar donde vivir.
- Donando dinero a Lumen Cor, la fundación que los está asistiendo.
“Muchas veces la gente anota mi número y me pregunta si quiero buscar un trabajo. Les digo que sí, que por supuesto. Pero tengo un problemita: ¿con quién dejo a las chicas? Ellas van a la escuela solo cuatro horas y no tengo a nadie que me ayude”, detalla Héctor. Sonia, la mamá de las nenas, falleció el 21 de enero de 2021, con 44 años, y él quedó a cargo. “Puedo laburar de limpieza, de ayudante de pintor, de podar, de barrendero. Tengo esa experiencia. Pero necesito saber a dónde van a quedar ellas esas ocho o 10 horas. Quiero que estén bien, sino no puedo estar tranquilo. Si fueran a una escuela con jornada completa, sería distinto”, agrega.
Mientras habla, las chicas piden mostrar sus cuadernos. Las tres tienen los ojos castaños, el pelo lacio y hoyuelos en el mentón. Las gemelas están en 3° grado y Rocío, que es hipoacúsica, en 4°. Héctor cuenta que no tiene certificado de discapacidad y que si bien cuando era chica la llevaron al Hospital Gutiérrez para hacerse unos estudios, la situación de calle en la que muchas veces se encontraba la familia y las distancias, hicieron que no pudieran sostener esa atención fundamental.
En otras palabras, Rocío nunca recibió la estimulación para desarrollar todo su potencial. No tiene implante coclear, ni audífonos, ni maneja aún la lengua de señas. Se comunica en un lenguaje que ellos mismos fueron improvisando, compuesto de gestos con las manos y el cuerpo. Una especie de “dígalo con mímica” impuesto por la necesidad extrema.
“Roci tiene 90% de sordera. Nos dijeron que si le consiguieran un audífono, no va a poder escuchar bien o hablar, pero sería para educar el oído. Ella dice algunas cosas: papá, mamá, agua”, asegura Héctor. Hace un tiempo, desde la escuela (va a la misma pública que las gemelas) la llevaron a hacerse una audiometría. “Además, hace un mes empezamos a ir los viernes para que nos enseñen la lengua de señas. Estamos recién empezando, nos falta un montón. Es como si estuviéramos en primer grado”, aclara Héctor. Sheila muestra la tapa de su cuaderno, donde tiene pegada una fotocopia con algunas señas: “¿Querés que te diga mi nombre?”, pregunta mientras despliega lo que fue aprendiendo.
En el colegio, la mayor de las hijas de Héctor no tiene maestra integradora y la única docente del aula, dice su papá, hace lo que puede. Preocupado, cuenta que la dirra le insiste en que, antes de fin de año, tienen que cambiar a Rocío a una escuela especial: “Le pedí que por favor esperaran al menos hasta el año que viene. Me la quieren anotar en San Miguel. No sé cómo voy a hacer para llevarlas a dos colegios distintos”.
“Siempre hice laburos pesados”
Héctor empezó a trabajar cuando era un nene. Nació y se crio en Arcoíris, un barrio de Merlo con nombre pintoresco, algunas calles de asfalto y muchas de tierra, al que en aquellos años entraba solo un colectivo. Hacer la secundaria era un lujo que casi ninguno de los pibes podía darse. Había que ayudar a parar la olla y, ni bien terminó la primaria, él se fue con su papá a una zona de chacras de Pilar donde cultivaban frutas y verduras. Dormían amontonados en piezas con otros chicos y hombres que llegaban de provincias como Santiago del Estero y países limítrofes como Bolivia. Su papá, Jesús María Rojas, era chaqueño. Su mamá, la santiagueña Marcela Díaz, limpiaba en casas de familia.
Siempre hizo trabajos pesados (“de romper, pala y pala, maza y cortafierro”). Años después sería ayudante de albañil y también haría pozos para piletas: “Tenés que cavar y cavar. Empezás a las 8 de la mañana, al mediodía parás para comer y a la media hora seguías hasta la tarde. Con lo que ganaba, siempre nos alcanzó justo para comer, no podíamos darnos lujitos. Y eso que no había una inflación como la de ahora”.
Con los años, el cuerpo empezó a pasarle factura. Le salió una hernia y tuvo que buscar otros trabajos sin tanto esfuerzo físico. Fue oficial de pintura, changarín en el Mercado Central, ayudante en un flete y trabajó en limpieza, entre otras tareas. Además, durante muchos años, unos 15 con idas y venidas, fue cartonero.
Su situación era siempre precaria, inestable, pero con la pandemia y la crisis económica, llegó el cimbronazo más grande. “Fue lo peor que me pasó”, resume Héctor. Cuando la consigna era “quedate en casa”, él se quedó sin sustento para su familia. Comían en las ollas populares que improvisaban los vecinos en las esquinas del barrio y, ni bien pudo volver a la calle, pidió un carro prestado y retomó el cartoneo.
Una tarde, casi dos años atrás, se sentó a descansar en la puerta del banco. Estaba con Rocío y Alex, su hijo mayor, de 15, que actualmente vive con una hermana suya en la ciudad de Buenos Aires. “La gente nos empezó a ayudar y yo podía ir con las nenas cuando no estaban en la escuela”, cuenta. Así fue que comenzaron a sentarse, cada tarde, en el mismo lugar. ¿Cuánto logran juntar por día? “Es a suerte y verdad, qué te voy a decir. Los primeros días del mes es cuando la gente nos ayuda más, pero después del 28 son los peores días”, detalla.
Héctor cuenta que nunca gestionó un plan social y, desde que Sonia falleció, sus hijas no reciben la Asignación Universal por Hijo. “Estoy haciendo los trámites, porque antes la cobraba Sonia, pero me siguen poniendo trabas. Fui a la ANSES y al registro civil de Grand Bourg, me pidieron que lleve el certificado de defunción, pero está incompleto”, se lamenta. Muestra una hoja impresa que lleva en la mochila, con varios puntitos en blanco. Falta el domicilio de Sonia, entre otros datos.
“La calle no es futuro”
La rutina de Héctor es así: levanta a sus hijas, las ayuda a prepararse y las lleva en col
ivo a la escuela. Se despiden allí al mediodía, para que puedan almorzar en el comedor antes de entrar al aula, y vuelve al cuarto de la pensión, donde aprovecha para limpiar un poco. A las 16.30 sale a buscar a las chicas, que van a clases media jornada: esas cuatro horas, entra la ida y vuelta en col
ivo, a Héctor se le pasan volando. A las 17.30 están en la puerta del banco. Así todos los días, de lunes a viernes.
La primera vez que Héctor durmió en la calle con Sonia, todavía no eran padres. Eran vecinos, se pusieron de novios y durante un tiempo convivieron en la casa de familiares. Después, decidieron ir a buscar trabajo a CABA. “El barrio donde vivíamos era jodido, había mucha pobreza, usted habrá visto cómo son estos barrios cuando los muestran por la tele −dice Héctor−. Toda la gente de la provincia de Buenos Aires, del AMBA, va para Capital a buscar trabajo. Ahí fuimos nosotros también y empecé a cartonear. Como tardábamos mucho en ir y volver a Merlo, nos empezamos a quedar y dormíamos donde podíamos”.
Hubo momentos en los que estaban mejor y podían pagar una pieza. Con los años, fueron naciendo los hijos. Tener que estar en la calle con ellos era lo que más le dolía a Héctor. Le quedó, sobre todo, el recuerdo de las noches sin dormir. Intentaba aguantar hasta donde podía, las tres o las cuatro de la mañana, para cuidar a su familia. Leía el diario de punta a punta intentando atajar sus propios cabezazos.
En CABA durmieron por la avenida Alem, en la zona del Obelisco y en Puerto Madero. Héctor cuidaba y lavaba autos, o cartoneaba. Guardaba cada moneda que no gastaba en comida intentando generar un ahorro que le permitiera pagar un futuro alquiler y le pedía a una señora que tenía un puesto de papas fritas frente a la reserva ecológica que se la guardara.
Cuando la pandemia desembarcó en la Argentina, Héctor se había separado de Sonia. Él, Rocio y Alex, se fueron a vivir a lo de una hermana suya. Sonia y las gemelas, a lo de un tío de ella. Poco tiempo después se enteró de que la madre de sus hijas había vuelto a quedar en situación de calle con Jaqueline y Sheila. “Sonia tenía diabetes y estaba medio anémica, muy flaquita. Cuando la encontré, se estaba muriendo. La traje para acá, estuvo una semana con nosotros, la llevé al hospital y falleció. Gracias a Dios las gemelas estaban conmigo”, cuenta Héctor. Se acuerda de que cuando fue a buscarlas, miró a Sonia y le dijo: “La calle no es futuro”.
En la cuadra del banco donde suelen estar Héctor y las chicas, se fue tendiendo una red de vecinos. Una señora que tiene un local de ropa, ayuda a las nenas con la tarea y, muchas veces, les lava la ropa. En la verdulería también los conocen y les dan frutas o verduras. En un café, les permiten usar el baño. Mientras la familia está sentada allí conversando con LA NACION, las gemelas piden pasar. “Yo les enseño siempre que la basura va al tacho y que a los baños los dejen limpios, para que nos dejen entrar de nuevo, porque sino nos vamos arruinando solos”, asegura Héctor.
Rocío le sonríe del otro lado de la mesa. “Ella es la que más me… Me…”, intenta decir Héctor, pero no termina la frase. Se calla para no llorar. Tocándose el pecho a la altura del corazón, finalmente agrega: “No sé cuánto voy a vivir y todos los días me imagino qué va a ser de ella cuando sea grande”.
¿Cómo hace para ocuparse solo de las chicas? “Canas no sé de qué colores me van a salir”, dice intentando aflojar un poco. “Pero jamás voy a tirar la toalla. Me gustaría trabajar y que las chicas tengan una jornada de ocho horas en la escuela: así, yo podría laburar seis horas y después viajar dos para ir y volver a buscarlas. Para nuestro futuro quisiera conseguir una casita para ellas, para que tengan algo el día que me muera, que les quede algo y no queden en la calle... Ya me estoy emocionado”, dice Héctor y, otra vez, calla.
Desde la Fundación Lumen Cor, empezaron a acompañarlos hace un tiempo y Héctor no pierde las esperanzas de salir adelante. Antes de despedirse, mientras las chicas guardan las cosas en sus mochilas y Jaqueline vuelve a alzar a Franco, un oso negro al que lleva a todas partes, su papá repite: “Si pudiera conseguir un trabajo y que las nenas estén en un colegio la jornada completa, podríamos vivir como una familia digna, tener un lugar propio donde vivir. Yo quiero una familia, digamos... normal. Va a costar, pero ojalá que nos ayude alguien”.
- Si querés ayudar a Héctor y a sus hijas, podés hacerlo de muchas formas desde este sitio.
Más información
La Fundación Lumen Cor tiene distintos programas para acompañar a personas en situación de calle y vulnerabilidad extrema. Entre ellos, las “Mañanas de caridad”, un servicio de desayunos en espacios públicos al aire libre. Se ofrece los 365 días del año, incluyendo feriados. Además, cuenta con la “Red del Posadero”, una iniciativa que ofrece, en varias parroquias porteñas, atención profesional interdisciplinaria con médicos, psicólogos, abogados y acompañantes terapéuticos. Para consultas hay que llamar al 11 2714 7078, escribir a fundacion@lumencor.org o ingresar a www.lumencor.org. Se los puede encontrar en redes sociales, en Instagram o Facebook.
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Esta historia es parte de un proyecto de la Fundación LA NACIÓN que busca visibilizar la vulnerabilidad en la que viven las personas que están en situación de calle, exponer la necesidad de reforzar las políticas públicas para atender a esta comunidad y orientar a la ciudadanía que busca comprometerse con las personas que están en esta situación.