Tiene 59 años y en marzo de 2020 perdió su empleo; como no cuenta con familiares, desde entonces no tiene dónde dormir; lo que más quiere es volver a ejercer su profesión: cuidar adultos mayores en casas de familia
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En las pupilas de María Antonia Arriola −59 años, correntina de nacimiento y crianza, bonaerense por las vueltas de la vida− titilan las luces de una ambulancia. Está parada frente a la guardia del Hospital Rivadavia, la mole verde sobre la avenida Las Heras. Una rampa corta y tres escalones, llevan a la entrada. María es enfermera, pero no está trabajando.
“Esta fue mi casa −dice junto a la puerta−. Sentada en la sala de espera, dormí mi primera noche en la calle”. Era marzo de 2020. Con la cuarentena recién estrenada y cuando todos nos sentíamos atrapados en una película de ciencia ficción, ella se quedó sin empleo y sin techo.
Al costado de la rampa, un chico que no debe tener 20 años duerme sobre un cantero. Un poco más allá, plegado como un matambre, están los restos de lo que alguna vez fue un colchón. “Las drogas…”, comenta María en voz baja, señalando al joven con un gesto de la cabeza. Más tarde dirá que por ese “ambiente pesado”, dejó de dormir en la guardia de los hospitales. La gota que rebalsó el vaso fue cuando un joven en el que confiaba le robó el bolsito en el que apretaba sus únicas pertenencias: su DNI, una muda de ropa, la SUBE. Hubo algo en ese acto de pobres robándose entre pobres que la dejó desahuciada. Se sintió más sola que nunca. “Acorralada”.
Buscando resumir el derrotero de sus últimos dos años, María asegura: “Yo no soy de la calle. Estoy en la calle”. Y enseguida pregunta: “¿Sabés lo que más extraño?. Se me ocurren tantas cosas que no me sale ninguna. Tener una llavecita”, se responde ella misma. Con la mano derecha, hace el gesto de abrir una puerta invisible.
María Antonia Arriola tuvo otra vida. Una en la que estudió enfermería, en que vivió con su familia en el semipiso de una esquina en Villa Devoto y más tarde con Oscar, su marido, en un departamento “chiquito pero al que no le faltaba nada”. Siempre fue una laburante: trabajó en geriátricos, en neuropsiquiátricos, cuidando adultos mayores. Iba a tomar café y a fumar a un bar literario detrás del Botánico. Dormía en camisón entre sábanas limpias (eso también está entre lo que más extraña). Y tenía una llave.
900 días y 900 noches, con algunos intervalos breves en el medio, son los que lleva sobreviviendo en las calles porteñas. Hoy intenta dormir (“porque en la calle no se duerme”) en Aeroparque, entre pasajeros que van y vienen de todas partes. Pero antes de eso pasó por las guardias de los hospitales Rivadavia y Fernández; y, los días en que la lluvia y el frío le calaba los huesos, daba vueltas y vueltas arriba de un colectivo de la línea 60, sin ningún destino, solamente buscando descansar un rato las piernas.
Cómo podés ayudar a María
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- Colaborando para que consiga un lugar para vivir.
- Donando dinero a la Fundación Sí, la organización que la está acompañando.
¿Cómo llega una mujer como María a vivir en la calle?
“Lo único que quiero es trabajar como lo hice toda mi vida”, suelta María en un suspiro. Pero, ¿en qué momento todas las redes de contención se rompen, todas las puertas se cierran, todas las pertenencias se esfuman?
María pasó gran parte de su infancia y adolescencia en Monte Caseros, Corrientes. Su mamá, Felicitas, era profesora de Ciencias Sociales, pero nunca ejerció y se dedicó a cuidar a sus siete hijos (al mayor, Francisco, le seguían María y su melliza Jaquelin). Además era Dama Rosada, como la abuela de María: visitaban los antiguos leprosarios, geriátricos y cárceles. Su papá, Archivaldo, estaba en el Ejército. Por eso la familia iba de acá para allá, donde lo trasladaban a él. Los chicos lo sufrían, menos María: le gustaba eso de conocer lugares nuevos. Su sueño era ser cardióloga.
“Pero en mi casa éramos mucho y estudiar era caro. Entonces, hice enfermería. Desde los 17 hasta los 21 años estudié en el Hospital Escuela de Corrientes capital. Lo que no hice fue la licenciatura, que en esa época no existía, pero me dieron el certificado de la Cruz Roja Internacional −cuenta con orgullo−. Estábamos preparadas para la guerra: inclusive hicimos pruebas en las cataratas de cómo bajar y subir personas en un helicóptero y esas cosas”. Ella estaba entre los tres mejores promedios de su promoción.
Cuando terminó sus estudios, empezó a trabajar en hospitales. Tenía 22 años cuando su papá y su hermano mayor murieron en la Guerra de Malvinas. Ese fue el primer terremoto en la vida de María. Con el padre y el hermano muertos, su mamá se hundió en una depresión y empezaron los problemas económicos. La casa familiar se vendió en un suspiro.
“En esa época había un banco que se llama Alas. Mi mamá puso la plata de la venta y unas joyas suyas y de mi abuela ahí. Cuando encontró una casa que le gustaba en Belgrano para que nos volviésemos a vivir a Buenos Aires, fue al banco a retirar lo suyo y se encontró con que se había ido del país”, reconstruye María. Se instalaron en el campo correntino, en lo de la abuela materna: “Nos fuimos con una mano atrás y otra adelante, así, tal cual como se dice. Después de haber tenido todo: auto, semipiso, joyas”.
La depresión de su madre se fue volviendo cada vez más profunda y dejó de comer. “La cuidé hasta el final, pero murió de tristeza. Ahí se acabó la historia de mi mamá, mi papá, mi hermano y de nuestra herencia. Cuando mi madre muere, con todo el dolor del mundo, me vine para Buenos Aires. Fui hospital por hospital con mi título y me tomaron en el Pirovano”, cuenta María.
Al tiempo empezó a trabajar en un geriátrico y se capacitó en los Hospitales Borda y Moyano en la atención de pacientes con padecimientos psiquiátricos: “Siempre trabajé de lo mismo. Para esto hay que tener mucho amor y paciencia, qué te voy a decir, nena: te tiene que gustar mucho. A mí me encanta, sobre todo trabajar con las personas mayores. Me gusta sentir que me necesitan, que puedo cuidarlas”.
En el Pirovano, conoció a Oscar, que hacía carrera en el Banco Provincia. Estuvieron un año de novios y se casaron. “Fue el amor de mi vida, pasamos 10 años juntos. No pudimos tener hijos y murió de cáncer a los 54. Yo tenía 40″, detalla María. Él le propuso, en los primeros tiempos de casados, que dejara de trabajar. “Me dijo: ‘Es muy sacrificado lo que hacés, yo gano bien, no es necesario que lo hagas’. Le hice caso, pero fue un gran error. Cuando murió, terminé malvendiendo todas nuestras cosas al mejor postor, los muebles de caoba, todo. Y me volví para Corrientes con dos valijas, como si estuviese repitiendo la historia de mi madre”.
Pero al poco tiempo volvió a Buenos Aires. Extrañaba la enfermería. Se compró un diario y buscó en los clasificados. Fue entonces cuando comenzó a trabajar en casas de familia, cama adentro, en barrios como Martínez o San Isidro. “Hacía de todo. Era, como se dice, ama de llaves. Cuidaba a los adultos mayores, los bañaba, les cocinaba, hacía las compras, les daba la medicación, les hacía rehabilitación, kinesiología, todas esas cosas”, señala.
La última casa en la que trabajó de forma estable fue la de Beba y Alberto, un matrimonio al que María quiso muchísimo y se emociona cuando los recuerda. Estuvo allí cuatro años. Primero murió ella y luego él, en febrero de 2020. “Los hijos, que eran divinos, me pagaron un dinero importante por los años que trabajé y me fui a alquilar a un hotel de pasajeros en Constitución. Enseguida llamé a mi agencia para buscar trabajo, me dijeron que en ese momento no había, pero que no me preocupara, que ya iba a aparecer una oportunidad pronto.
Después se vino la hecatombe. Si hubiese tenido trabajo, me hubiese agarrado adentro, en una casa, y no en la calle”, dice María.
La hecatombe, la pandemia.
“Se me vino el mundo abajo”
En ese hotel de Constitución, en algo más de un mes, María se quedó sin un peso. Buscaba trabajo todos los días. Todos. Pero no encontraba nada. Cuando se fue, quedó debiendo ocho noches y el encargado del lugar le hizo dejar todas sus cosas hasta que pagase el saldo. Nunca pudo volver. Se fue con lo puesto y una bolsita de nylon con el equipo de mate. Sin tener la menor idea de a dónde ir, se tomó el 59. Y por esas vueltas increíbles que tiene la vida, por la ventanilla le pareció ver a Verónica, una mujer que había conocido en aquel bar literario al que iba a fumar y tomar café.
Se bajó y la vio entrar al Hospital Rivadavia. “La reconocí porque era una mujer muy paqueta, muy particular. Le dije: ‘¿Vero, sos vos?’. Ella me miró y me dijo: ‘¡Antoine!’ Hablaba francés y siempre me llamaba por mi segundo nombre. Le pregunté qué hacía ahí, si estaba yendo a un turno. Me dijo que se había separado del marido y que había quedado en la calle. Se bañaba y comía en lo de una hermana, pero como se llevaban muy mal, dormía en la guardia del Rivadavia. Me quedé con ella”, cuenta María. Sobre esa primera noche, recuerda: “Lloré sin parar. No lo podía creer. Sentía angustia, angustia y angustia”.
Cuando se endurecieron los controles por la pandemia, se instalaron en la vereda frente al Congreso. “Verónica iba de vez en cuando a la casa de su hermana. Otras personas que estaban ahí tenían jubilación o pensión. Yo no tengo absolutamente nada ni a nadie”, asegura María. Varios de sus hermanos habían fallecido, otros tres viven en Estados Unidos y les perdió el rastro hace años.
Desde ese momento a esta parte, tuvo dos trabajos cama adentro que duraron unos pocos meses. El primero, en lo de un matrimonio donde se fue cansada de soportar los maltratos del hombre hacia su esposa. En el segundo, cuidaba a una señora a la que finalmente la hija decidió llevar a un geriátrico. Y María volvió a la calle.
Un tiempo durmió en un hogar del gobierno porteño para mujeres, pero no tuvo una buena experiencia y se fue: “Vos podés pensar: ‘Está loca, ¿cómo dejó un techo, un baño, las cuatro comidas diarias que tenía en el hogar?’ Pero era caótico, había mucha delincuencia y violencia. Me decían ‘gila’ y me hacían sentir sapo de otro pozo”.
En estos dos años, María pasó y continúa pasando, muchas veces, hambre y frío. Hubo días, durante la cuarentena más estricta, en los que sobrevivió tomando agua en estaciones de servicio. Hoy, de lunes a viernes, a las 5.30 de la mañana sale de Aeroparque y se toma un colectivo que la deja en una Iglesia en Larrea y Berutti. Ahí desayuna, se baña y almuerza: esa es su última comida del día. Después, vuelve a Aeroparque, porque no le gusta andar por la calle “sin hacer nada”. A la noche, toma mate.
Cuando paraba por el Hospital Rivadavia, conoció a los voluntarios de las recorridas nocturnas de la Fundación Sí. Dice que ese grupo de jóvenes veinteañeros, fue fundamental para ella. Belén, una chica de sonrisa amplia, y Daniel, el coordinador de esa zona, son sus referentes. “Lo que me salvó de la gran depresión fueron ellos”, asegura María.
Los sábados pasa la mañana en la sede de la fundación en Palermo, compartiendo con un grupo de psicólogas, trabajadoras sociales y otras personas en situación de calle: “No es por la comida o el café por lo que voy. No, no. Es por la contención, porque me siento muy bien con ellos”.
Para María, la pobreza es no poder tener todo lo que alguna vez tuvo. Y sentir que no hay salida. “La calle es pérdida”, define de pronto y, tras un silencio de acero, explica: “Perdés la noción del tiempo, perdés tus pertenencias, perdés el dormir y terminás perdiendo el sentido de la vida”. No se lo desea ni a su peor enemigo, aunque, aclara, no tiene ninguno.
Nunca pidió plata en la calle. Una vez, cuando al hambre le pateaba el estómago, entró en una panadería y consultó si tenían algo para darle: “La señora me miró y me preguntó por qué no iba a trabajar. Yo no paraba de buscar trabajo, como ahora. Me sentí tan pero tan mal, que nunca más lo hice. En mi vida, todo lo que tuve siempre, lo pagué. Y también fui de dar, como mi mamá y mi abuela, que eran Damas Rosadas. Lo que más me duele de la calle es la mirada de la gente”.
Mientras está sentada en la vereda del Rivadavia, sosteniendo el gran bolso en el que guarda todo lo que tiene, decenas de personas pasan apuradas a su lado. “Yo lo que quiero es conseguir un trabajo −repite María como un mantra−. Psicológica y físicamente me siento muy capacitada para hacer lo que yo sé hacer: cuidar a adultos mayor y tareas de enfermería. Y te aclaro algo: para mí, lo más importante no es cuánto gane: es el buen trato. Yo entrego mi tiempo, mi energía y todo lo que sé, y me gustaría que me traten bien, eso sí”.
No pierde las esperanzas de recuperar la vida que tuvo. “No quiero estar más a la deriva, como estoy ahora. Quiero tener una llavecita”, dice otra vez con los ojos negros encendidos, como si pudiese ver la puerta de esa casa a la que espera llegar algún día.
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Esta historia es parte de un proyecto de la Fundación LA NACIÓN que busca visibilizar la vulnerabilidad en la que viven las personas que están en situación de calle, exponer la necesidad de reforzar las políticas públicas para atender a esta comunidad y orientar a la ciudadanía que busca comprometerse con las personas que están en esta situación.