Adalberto Cardozo creció en un barrio pobre donde seguir una carrera universitaria se sentía algo ajeno; encontró en la psicopedagogía la manera de lidiar con el duelo del mayor de sus hijos; fundó una ONG que ofrece contención a familiares de víctimas de accidentes de tránsito
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Cuenta Adalberto Cardozo que el barrio en el que creció era de expectativas acotadas. El mayor sueño que los jóvenes de Villa Centenario, en Banfield, se permitían tener en los setenta era lograr un trabajo estable que les permitiera esquivar la delincuencia y el consumo de sustancias. La universidad no entraba en esa ecuación.
“De chico, yo amaba leer. Pero si mi papá me enganchaba leyendo, me decía que era un vago”, recuerda este hombre de 65 años, hijo de un obrero metalúrgico y de una ama de casa. Pero cuando cumplió 51, Adalberto empezó a estudiar Psicopedagogía en la Universidad Nacional de San Martín. Actualmente está cursando la licenciatura. “Cada examen que rendía era una fiesta, pero el círculo no se redondeaba, porque me faltaba Matías”, se emociona.
Matías, o Pato, como le decían, era el mayor de sus tres hijos. Un chico lleno de proyectos: jugaba en Chacarita, estudiaba el profesorado de Educación Física y planeaba casarse. Pero el 16 de junio de 2008 murió al ser atropellado por un auto que corría una picada. Fue a pocas cuadras de su casa, en una avenida del partido de San Martín en la que el auto pasó a 100 kilómetros por hora.
Menos de un año después de la muerte de su hijo, Adalberto decidió convertirse en estudiante universitario. Muy dentro suyo sabía que, en ese momento de tristeza infinita, necesitaba aferrarse a algo muy fuerte para no coquetear con la muerte. “Cada día que pasaba, lo vívía como un día menos que faltaba para volver a encontrarme con mi hijo. De ahí a tener ideas suicidas, es solo un paso. Entonces quise estudiar para llenar mi cabeza con otras cosas”, explica.
Estudiar en la universidad era, para él, un sueño que le permitía conectarse con el joven que fue y dejar atrás, por fin, viejas frustraciones. “Cuando era chico, la universidad se sentía como algo completamente ajeno para mí y para los chicos de mi barrio, que era un barrio muy humilde. No era que no queríamos ser universitarios. Esa opción no estaba en nuestro plan de vida. Veíamos a un chico universitario y lo mirábamos con admiración, pero no creíamos que eso estuviera a nuestro alcance”, recuerda.
Después de una adolescencia rebelde, en la que abandonó la secundaria y tuvo, incluso, problemas de adicción, Adalberto logró salir adelante gracias a la ayuda de la parroquia de su barrio, que lo inició en el trabajo social. Con los años se casó, formó una familia y, a los 37 años, logró terminar la escuela mientras trabajaba en la industria gráfica.
A mediados de los noventa, y después de algunos emprendimientos fallidos, comenzó a trabajar como barrendero en Cliba. Allí sigue hasta el día de hoy. Todas las tardes, de 14 a 20, recorre con su cepillo las calles de Boulevard Chenaut, en el barrio porteño de las Cañitas. “Me faltan unos meses para jubilarme”, dice.
Sus inicios como universitario, mientras transitaba los primeros tiempos del duelo de haber perdido a Pato, no fueron para nada fáciles. “Me sentía en el infierno. Creía que nunca más iba a volver a sonreír”, recuerda. Por eso, trasladarse hasta la universidad y presenciar las clases fueron todo un logro. Pero no lograba concentrarse. “A veces miraba por la ventana y veía pasar a un chico igual a Pato. Me levantaba de la clase y salía a ver si era él. Otras, me enredaba pensando en mi hijo y me iba a llorar al baño”, recuerda.
Casi cuatro años después de la muerte de su hijo, el Tribunal Oral en lo Criminal N°3 de San Martín condenó a Víctor Hugo Altamirano, la persona que conducía el auto que atropelló a Pato y se dio a la fuga, a ocho años y cuatro meses de prisión. Fue un fallo ejemplificador que sentó jurisprudencia. Con la notoriedad del caso, a Adalberto y a Noe, su mujer, empezaron a acercársele otras familias, también víctimas de las picadas de autos. Por eso, tiempo después crearon la ONG Malditas Picadas, que brinda contención, asesoramiento y ofrece capacitaciones en prevención.
A la par de toda esta actividad, y con el alivio de saber que la muerte de su hijo no había quedado impune, el Adalberto universitario pudo conectarse con el estudio. Cursar rodeado de jóvenes, algunos de la edad de su hijo, se convirtió en su salvavidas. “Me rescató su alegría”, asegura. En 2020 logró terminar la carrera de grado y ahora se encuentra cursando la licenciatura.
Con 65 años, es uno de los 78 alumnos mayores de 60 que cursan actualmente en la UNSAM. Desde los inicios de la universidad, esa población suma 282 inscriptos. Según datos de la institución, el 77% cursa carreras de pregrado y grado y el resto, carreras de posgrado. El 72% es primera generación de universitarios de sus familias progenitoras.
“Siento que hoy tengo más proyectos que cuando tenía 20″, dice este hombre que encontró su vocación por la Psicopedagogía un poco por casualidad. “Yo quería estudiar Psicología. Había hecho terapia cerca de mis 30 años y había sido tal la transformación en mí, que recuerdo que pensé: ‘Esto tiene que llegar a mucha gente’, pero tanto la Psicología como la Psicopedagogía son servicios por lo general caros, que no llegan a las comunidades más vulnerables”, afirma.
Al descubrir que la UNSAM no tenía Psicología, optó por la Psicopedagogía. “Pero mi estilo es más de la escucha, no tanto de los tests”, explica. Actualmente es parte del Programa Psicopedagógico para Adolescentes (PPA) que funciona en la universidad y brinda atención a adolescentes de la comunidad. “Hacemos clínica, diagnóstico e investigación”, agrega.
Cuando se ve con el guardapolvo blanco o exponiendo en un simposio, Adalberto no puede evitar emocionarse por el largo camino recorrido. “Pienso en los amigos de mi juventud que perdí, producto de las malas decisiones que tomaron. También pienso en cómo pude cambiar mi propio destino”, dice con emoción.
Hoy en día, cuando recorre el barrio de su infancia, Adalberto percibe el progreso en sus calles. “Llegó el asfalto, el agua de red, las cloacas. La mayoría de los vecinos tiene auto. Pero gran parte de los chicos sigue pensando lo mismo que hace casi cincuenta años: que la universidad no es para ellos”, se lamenta. “Está lleno de centros que capacitan para oficios, pero no ves presencia de la universidad en los barrios. Es como si el propio sistema educativo los encasillara y les dijera que sólo pueden aspirar a ser plomeros, o albañiles”, se indigna.
Según un informe del Observatorio Argentinos por la Educación, difundido en 2022, en los sectores más vulnerables, apenas 1 de cada 10 chicos y chicas asiste a la universidad, cuando en el segmento de mayores ingresos, accede el 46%. “Es una pena, pero las universidades públicas no están pudiendo cumplir la función social con la que fueron soñadas. Es la clase media alta la que asiste a sus aulas. A los chicos de las barriadas más pobres los contás con los dedos de una mano”, sostiene Adalberto.
Cuando mira hacia atrás, no tiene dudas: la universidad fue la puerta por la que pudo salir del infierno de perder a su hijo. “Estudiar me salvó”, asegura. Por eso, cada vez que puede, habla con sus compañeros de trabajo e, incluso, con los jóvenes con los que se cruza. Les pregunta si no pensaron en ir a la universidad. “De una u otra manera todos me responden lo mismo: ‘No me da la cabeza’. Pero yo les respondo: ‘Si yo pude, vos también podés’”.
Más información:
- Hablemos de suicidio: En esta guía elaborada por Fundación La Nación junto con destacados especialistas, podés encontrar información sobre señales de alerta, cómo acompañar a una persona en riesgo de suicidio, dónde pedir ayuda y mucho más.
- Para contactarte con el Programa Psicopedagógico para Adolescentes, podés escribir a: ppaunsam@gmail.com
- Para contactarte con la ONG Malditas Picadas podés hacer click acá