Alicia Avilés tiene 62 años y se recibió recién a los 57; aprovecha su experiencia personal para ayudar a adolescentes y jóvenes que tienen pensamientos y conductas obsesivas en relación con la comida y su imagen corporal; “es mi oportunidad para poder hacer lo que siempre quise”, dice
- 13 minutos de lectura'
Durante muchos años, Alicia Avilés no pudo ponerle nombre y apellido a eso que le estaba pasando: un padecimiento que empezó cuando tenía 20 años y que se extendió, al menos en su etapa más crítica, hasta sus 25.
Recuerda patente esa sensación de “angustia, ansiedad y soledad” que empezó a adueñarse de su cabeza. “No tenía manera de canalizar todo lo que me estaba pasando y me volqué para la comida. En cortos períodos de tiempo, comía todo lo que encontraba: agarraba dos potes de dulce de leche y en un instante me los comía. También era devoradora de alfajores. Lo que tuviese a mano. Eran momentos de mucho descontrol”, reconstruye hoy.
Alicia detalla que viene “de una familia con obesidad” y que aunque ella siempre fue “muy menuda”, en ese momento empezó a subir mucho de peso. “Llegué a pesar 118 kilos”, cuenta. A cada uno de esos episodios de descontrol, le seguía una sensación de culpa y vacío que le cuesta dimensionar con palabras. Era un sufrimiento que la iba consumiendo por dentro.
Hacía poco que había llegado a la ciudad de Buenos Aires desde un pequeño pueblo en Jujuy y trabajaba cama adentro en casas de familia. Finalmente, se acercó a un hospital público para pedir ayuda. “Eran otras épocas (los años ochenta), había mucha menos información y faltaban herramientas. Me dieron un montón de dietas que nunca podía cumplir y el efecto rebote era peor. Jamás me dijeron que lo que tenía era un trastorno de la alimentación ni que necesitaba ayuda psicológica”, asegura Alicia.
Pasarían años hasta que supo que lo que atravesaba era un trastorno por atracón. Según los especialistas, aunque tiene “poca prensa”, se trata del trastorno de la conducta alimentaria (TCA) más habitual, y su característica distintiva es que, al tiempo que siguen dietas restrictivas, las personas experimentan con frecuencia una compulsión a comer grandes cantidades de alimentos hipercalóricos en cortos períodos de tiempo, con una sensación de pérdida de control absoluta. Cuando el episodio compulsivo llega a su fin, aparecen los sentimientos de culpa y vergüenza.
Actualmente, Alicia es enfermera, tiene 62 años y hace 38 que vive en la villa 21-24 de Barracas. Desde 2020, trabaja en el Centro de Salud y Acción Comunitaria (Cesac) N° 8 de ese mismo barrio, que conoce como la palma de su mano. Con frecuencia se topa con personas que están atravesando un TCA o que, por los síntomas que presentan, corren el riesgo de desarrollarlo. En un contexto donde se potencian las dificultades de acceder a equipos especializados (en el barrio, que habitan más de 70 mil personas, no hay un sólo psiquiatra), Alicia se propone trabajar en la prevención, detección temprana y derivación.
En América Latina, el trastorno por atracón tiene una prevalencia de 3,54% en la población. “Es tres veces más común que la anorexia y la bulimia nerviosas juntas y más frecuente que el cáncer de mama”, señala la mexicana Eva Trujillo, reconocida especialista a nivel regional y expresidenta de la Academy for Eating Disorders (la Academia de Trastornos de la Conducta Alimentaria). Esta problemática se desarrolla sobre todo en quienes tienen sobrepeso, con una relación de 2 a 1 en mujeres respecto a varones.
“Ayer tuve que hacerle una aplicación de hierro a una chica que estaba con anemia y picos de estrés. Me contó que tiene bulimia y que estuvo internada en un hospital. Uno se pone en su lugar y busca hacerle entender que no es su culpa lo que le está pasando, e intentamos que pueda acceder a la ayuda que necesita”, cuenta Alicia, que en el Día Internacional de Lucha contra los Trastornos Alimentarios elige compartir su historia. “Si no hubiese pasado por estas situaciones, no podría ayudar desde mi vivencia. Con solo mirar a las personas que están sufriendo, puedo ponerme en su lugar y entender cuánto necesitan una palabra o un abrazo”, agrega.
“A veces terminaba vomitando”
Alicia nació en Ingenio La Esperanza, en Jujuy, y pasó su infancia en la casa que compartía con sus padres y cinco hermanos. “Mis viejos eran zafreros: se dedicaban a la cosecha, riego y cultivo de caña. Eran trabajadores golondrinas, muy humildes”, explica. A los 18 años, casi 19, huyendo de una pareja violenta y en busca de un trabajo que le permitiese ayudar a su familia, sacó un pasaje en tren (solo de ida) a la ciudad de Buenos Aires.
Llegó con lo puesto: un pantalón y una remera. Nada más. Era la primera vez que dejaba su pueblo. Cuando salió de la estación del ferrocarril Belgrano, en Retiro, se encontró con un grupo de mujeres de la Cruz Roja. “Con mi inocencia de pueblo, les pregunté dónde podía conseguir trabajo. Me preguntaron de dónde venía y si estaba sola. Cuando les conté, se miraron entre ellas y me hicieron sentar”, recuerda. Le dieron un diario y le dijeron que marcara en los clasificados todos los que dijeran “se busca empleada doméstica con cama adentro”. Después, le indicaron el domicilio que quedaba más cerca y cómo llegar. Así consiguió su primer trabajo, al que le seguirán otros, siempre en casas de familia. Al tiempo, se pudo alquilar una pieza y tener su propio espacio.
Pero el desarraigo y la soledad empezaron a pesarle. Eran un agujero sin fondo en medio del pecho que, de alguna forma, pedía ser tapado. “Me había venido de Jujuy pesando 48 kilos y en poco tiempo subí a 72. Toda la comida que siempre había carecido en mi casa, cosas que nunca había comido, las encontraba en los lugares donde trabajaba. Ahí empecé con el desborde: fui aumentando a pasos agigantados: 70, 80, 90 kilos. Comía sin parar y a veces era tanto lo que devoraba, que no daba más y terminaba vomitando”, recuerda.
Finalmente, se acercó a un hospital a pedir ayuda. Tendría 21 o 22 años. “No me hablaron de un trastorno de la alimentación. Simplemente me indicaron hacer dieta. Probé todas las habidas y por haber, pero era una lucha diaria: de padecer, de ponerme metas y boicotearme. Empezaba y siempre lo dejaba, no había forma, no lo podía lograr”, detalla.
Y agrega: “Sentía mucha culpa. Pedía un adelanto en el trabajo y me iba a comprar comida. Constantemente me autocastigaba pensando: ‘soy una estúpida que no puede parar’. Hubo momentos horribles de llanto y angustia. Uno busca aplacar eso que siente por dentro: en mi caso, el desarraigo familiar y la violencia de todo tipo que había sufrido con esa pareja y que nunca quise que mi familia se entere”.
“Empecé a leer y fui siendo más consciente”
Cuando Alicia tendría 25 años, empezó a trabajar en una familia de médicos. Fue el dueño de casa quien vio que estaba sufriendo y se acercó para ofrecerle ayuda. “Me sentía una fracasada. Él me abrazó, me hizo sentar y me contó que veía a muchas personas con problemáticas como la mía. Me acuerdo que me dijo: ‘Nunca más vas a volver a hacer dieta, borrá esa palabra de tu vida, vamos a hacer un cambio en la forma de comer y en otras cosas’”.
Aunque no pudo acceder a un tratamiento especializado, con la contención de ese médico poco a poco sintió que empezaba a salir del pozo. Además, comenzó a caminar todas las tardes en Barrancas de Belgrano, lo que la ayudaba a controlar la ansiedad. “Fui relacionándome con otras personas, viendo amigos que venían del Norte, armamos un grupito de gente y eso fue una contención importante. Ahí alcancé mi peso ideal, acorde a mi estructura física”, cuenta. “Nunca nadie me había hablado de un trastorno de la alimentación. Solamente ese médico, que me explicó que lo que yo tenía era una enfermedad y que se podía sanar. Las nutricionistas que había visto antes, aunque hice muchísimas consultas, nunca me explicaron lo que tenía”.
Como le pasó a Alicia, son muchas las personas que no pueden acceder a un tratamiento especializado para su trastorno de la alimentación, sobre todo en contextos de pobreza. Jesica de los Santos, nutricionista del Cesac N°8 de la villa 21-24, explica que estas problemáticas no diferencian clases sociales, y que son sobre todo las adolescentes y preadolescentes las más vulnerables. “La presión de los estereotipos de belleza que circulan en las redes sociales y en la sociedad general, no le es ajena al barrio. Atiendo a muchas niñas que empiezan, cada vez más chiquitas [algunas con menos de 10 años] con el miedo a engordar y dicen que no quieren tener panza”, explica de los Santos.
El Cesac se dedica a la atención primaria de la salud y, por eso, no suelen recibir casos avanzados de TCA, pero lo que ve con frecuencia de los Santos son chicas que presentan síntomas del desarrollo de estas enfermedades. “Todo el tiempo me derivan mis compañeros pediatras o psicólogos a alguna chica con un signo de alerta. Sobre todo trabajo en el abordaje de la imagen corporal y en fortalecer el vínculo de la persona con su cuerpo para que la autoestima no dependa del peso y la figura. Es empoderarlos frentes a los estereotipos”, señala la profesional.
En la villa 21-24, como en otros barrios populares de toda la Argentina, la dificultad de acceder a profesionales de la salud mental es alarmante, sobre todo ante el incremento de estos padecimientos que hubo en los últimos años.
“Si veo que un paciente se perfila hacia un TCA, lo tengo que derivar, porque en el Cesac no tenemos un equipo especializado. Es todo un tema el acceso, porque los lugares de referencia que tengo son privados o atienden por obra social, y en el sistema público hay muy pocos. Uno es el del Hospital Borda, que se dedica específicamente a estas problemáticas, pero por la demanda tienen meses de espera y además atienden a partir de los 14 años, cuando cada vez la edad de consulta está bajando más”, advierte de los Santos.
“Mi sueño siempre fue estudiar”
Desde chica, el sueño de Alicia siempre había sido estudiar. Seguía trabajando en casas de familia cuando un día su padre, que estaba enfermo, llegó a Buenos Aires para hacer un tratamiento. Ahí, ella le dijo: “Voy a estudiar, aunque sea para curarte a vos”. “¿De grande, para qué?”, le preguntó él. Alicia sentía que era una deuda pendiente.
A los 29 años había conocido a su esposo, a los 30 quedó embarazada de su hijo y trabajaba en tres casas por día hasta que al cumplir 50 pensó: “Ahora me tengo que ocupar de mí. Voy a hacer 7° grado”. Disminuyó las horas de trabajo para poder estudiar y terminó la primaria como abanderada. Sintió que algo se encendía dentro de ella, que ya no había quien la detuviera. Estudió un secundario con orientación en salud, luego se formó como auxiliar de enfermería y más tarde hizo la carrera de enfermería profesional. Se destacó como mejor compañera y por sus promedios. Pero no se quedó ahí: después se anotó para hacer la licenciatura en enfermería en la Universidad Maimónides, que terminó en 2019 con 57 años. Hoy está a punto de finalizar su diplomatura.
“Había trabajado siempre en casas de médicos y en los horarios que me quedaban libres me comía los libros: si hay algo que amaba de esas casas, eran las bibliotecas. Siempre buscaba libros vinculados con la alimentación, hasta que me tocó trabajar en lo de una psicóloga. Fue allí que leí por primera vez que estos trastornos se deben a un montón de situaciones que no pueden ser elaboradas”, cuenta.
Una vez, esa misma psicóloga tuvo que viajar al exterior y le pidió a Alicia que fuera a la Facultad de Psicología a grabar unas clases: “Justo estaban hablando de trastornos de la alimentación y específicamente de los atracones, de ese sentimiento que no podés descifrar, de la culpa, de ese querer sacarte el estómago para afuera. Ahí fui dándome cuenta de qué era eso que me pasó a mí”.
Ni bien se recibió de enfermera, Alicia fue hablar con el párroco de la Iglesia Virgen de Caacupé, en su barrio, y le preguntó si sabía de algún trabajo. Él la contactó con una monja que también era enfermera y empezaron a ver pacientes en la villa. Luego, se sumó otra estudiante de la carrera y juntas formaron el equipo de enfermeras voluntarias de la parroquia. Durante la pandemia, ya eran seis profesionales, todas del barrio, y jugaron un rol central: fueron convocadas por el Ministerio de Salud porteño para trabajar en las postas de vacunación y lo hicieron sin descanso, destacándose por su compromiso y conocimiento del territorio.
Finalmente, en mayo de 2020 Alicia entró a trabajar en la planta transitoria del Cesac 8 y, dos años después, se presentó a concurso y pasó a integrar la planta permanente. “Tengo la alegría de muchos pacientes con trastornos de la alimentación que fueron mejorando. Las enfermeras estamos muy vinculadas con las nutricionistas del barrio y si necesitan ayuda psicológica los orientamos. Estos trastornos se vinculan con otras problemática como la depresión y los intentos de suicidio, que es algo que se ve mucho, por eso hay que estar muy atentos”, subraya.
Respecto a los desafíos en la atención, reflexiona: “Lo que se necesita es contar con más equipos especializados. Desde la enfermería podemos hacer detección y trabajar en la prevención, pero es necesario la atención interdisciplinaria. Yo hago mucho territorio y encuentro muchos pacientes que necesitan ya la atención, pero faltan profesionales y esa es la parte más frustrante”. Por otro lado, destaca que hay muchas personas que no saben leer y escribir, y que por ende también es clave el acceso a la información, para que sepan que son enfermedades que requieren de un tratamiento.
En esa línea, de los Santos, agrega: “Es clave trabajar en la prevención porque muchas veces los profesionales de la salud son los mismos que van poniéndole fichas a los pacientes de cuánto tienen que bajar de peso o de que hay que restringir alimentos. Es fundamental no ser nosotros los que podamos llegar a disparar un trastorno. Debemos fortalecer el vínculo sano de la persona con su cuerpo y con la comida, trabajar este tema desde un lugar más respetuoso y amable”.
Para Alicia, su trabajo es su pasión. “Cuando estoy de vacaciones, no veo la hora de que se terminen. Esta es mi oportunidad para poder hacer lo que siempre quise. Aunque me jubile, voy a seguir trabajando en territorio porque en cada casa hay una familia y en cada familia hay cientos de problemáticas más comunes de lo que te podés imaginar y muchas veces naturalizadas. Eso hay que cambiarlo”, concluye.
Más información
- En la guía “Hablemos de trastornos de la alimentación” de Fundación La Nación podés encontrar más información sobre señales de alerta, dónde pedir ayuda o cómo acompañar a una persona con estas problemáticas.
Señales de alerta para identificar un trastorno por atracón
- Ingesta de grandes cantidades de comida en períodos de tiempo cortos y en episodios aislados.
- Sensación de pérdida de control sobre la conducta alimentaria.
- Sentimientos negativos hacia uno mismo que desencadenan el comportamiento y que al mismo tiempo se generan como consecuencia de este.
- Compulsión a comer incluso cuando no se siente hambre.
- Voracidad y desmesura al comer que motivan hacerlo en secreto.
- Atracones en momentos de dietas excesivamente restrictivas, ansiedad, estrés, depresión o aburrimiento.
- Culpa, vergüenza y enojo después del atracón.
- Ausencia de conductas purgativas (como los vómitos, por ejemplo) para compensar las sobreingestas.