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Los Santillán viven, o sobreviven, en la miseria. Lo hacen entre la chatarra, en un rancho levantado con ladrillos, palos y plásticos en el paraje Los Tigres, en el monte santiagueño. Sobre el piso de tierra, sin puertas ni ventanas, pasan sus días expuestos al calor, al frío, a las picaduras de arañas y víboras, al Chagas y a todas las enfermedades de la pobreza.
Este matrimonio, sus 13 hijos y tres nietos, son la imagen de la indigencia extrema. Les falta de todo. Y ya no pasa por no tener luz, ni agua ni baño. Sino por no llegar a fin de mes, por dormir dieciocho personas en siete camas en un revoltijo indomable de colchas o por tener que colgar la ropa de ganchos en el techo porque no hay armarios.
"Lo que yo necesito es una casa", dice Nolasco "Palito" Santillán, el padre de familia que se dedica a hacer carbón y postes de madera por lo que le pagan migajas. También tienen algunas pocas chivas, ovejas, vacas y gallinas. En los momentos más críticos, carnean un cabrito para suplir sus necesidades.
Si bien su realidad es de las más vulnerables, no es muy diferente a la del resto de las familias de la zona. El 94,59% de los hogares de Los Tigres no cuenta con acceso a agua de red o bomba a motor, ni con baño de uso exclusivo ni con cloacas. Además, el 45,95% no tiene heladera y el 51,35% consiste en una vivienda precaria.
"La mano está muy dura y no nos alcanza para vivir ni para comprar la comida y mandar a los chicos a la escuela. Hay que aguantar", agrega Nolasco. Los precios subieron mucho en los últimos meses y ellos lo sienten en productos tan básicos como la harina, el azúcar y la yerba.
La imagen duele. La casa de los Santillán parece más un basural que un lugar en el que se crían chicos de todas las edades. Ver a un padre desesperado por darle un futuro un poco mejor a sus hijos, también duele. Porque Santillán pasa muchas horas haciendo lo único que sabe hacer: hachar y poner maderas en el horno. "Yo no entregué a ningún hijo. Los crié a todos con lo que pude", dice con la mirada en alto.
Nolasco sabe de heridas, de desilusiones y de contratiempos. Está acostumbrado a las promesas incumplidas de los políticos y a trabajar de lo que haga falta para llevar el pan a la mesa. Incluso estuvo preso durante un año porque lo encontraron llevándose unos durmientes de las vías para darle de comer a sus hijos. "Ellos no vieron la necesidad mía. No se dan cuenta de que somos pobres y no nos alcanza el trabajo. Estamos sufriendo", explica con lágrimas en los ojos.
Claudia (26), Agustina (16) y Lucía (14) Santillán están sentadas frente a un segundo rancho, todavía más deteriorado, que funciona como cocina. Acaban de terminar de almorzar un guiso cocinado a leña en un balde de obra. El resto de los hijos están a dos kilómetros y medio, "bañando" los hornos. "Después de apagarlos, durante seis días hay que tirarles barro con agua para que se enfríen. Recién después se puede sacar el carbón", explica Nolasco.
Su hijo más chico, Alejandro, tiene 6 años. A sus tres nietos (el más chico de 4) directamente los llama "hijos" porque los está criando él. Todas sus hijas son madres solteras. "Todos viven de mí. Por eso yo lo único que pido es que alguien nos ayude a hacer una casita. Yo puedo comprar algunos ladrillos y poner la mano de obra. Mientras tanto quiero tirar abajo el rancho y armar otro de tierra porque se vienen las tormentas y el plástico no es seguro", explica Nolasco.
Los hijos que están en edad escolar van a la escuela primaria de Los Tigres. Lucía, que quiere ser policía y Agustina, que sueña con ser abogada, van todos los días a Monte Quemado en moto para cursar la secundaria. "Lo que me gusta de las abogadas son los trajes que usan", dice Agustina con timidez.
Los otros hijos varones ayudan a Nolasco en las tareas pesadas del monte: limpiar el campo, voltear y cortar los árboles, cargar la leña en el camión y después descargarla en el horno. Todos los días del año. No hay descanso. "Cuando te toca sacar el carbón es un esfuerzo tremendo, te la tenés que rebuscar como sea. El trabajo es muy duro y el gobierno no nos mira, no nos ayuda. No les interesa la gente del campo", se queja.
De noche se arreglan con un mechero o con una luz de emergencia que compraron hace unas semanas y cargan durante el día en la casa de los vecinos. No tienen heladera ni freezer por lo que todo lo consumen en el momento. Tampoco cuentan con baño y hacen sus necesidades en el monte.
El agua la sacan directamente del canal que tienen enfrente pero no es segura para el consumo humano. En la época de sequía, se quedan sin agua y la sed desespera. En esos casos, un camión de la municipalidad, va de forma esporádica, a cargarles bidones de agua. "Tenemos una represa pública pero que está sin agua y queda a 500 metros. Cuando hay agua, nadie se molesta por echarnos un tacho de agua para tomar, y no les importa el contagio. Hay que ir a rogarles para que te manden un camión", reclama Nolasco.
Ya con 62 años, y un cuerpo sobre exigido, Nolasco está cansado. "Ya no tengo fuerzas para seguir laburando y necesito ayuda", dice. Su mujer, Norma Visgarra, tiene Chagas y cobra la pensión por madre de siete hijos. Ese es el único ingreso fijo de la familia, y después está lo que Nolasco puede sacar de sus trabajos en el monte.
A Visgarra la plata se le esfuma de las manos. Hace una compra de mercadería, consigue unas zapatillas para uno de sus hijos y ya se quedó sin nada. "Cobro el plan, pago lo que debo y en un día ya no me queda nada. Ayer la bolsa de harina estaba $1000", dice esta mujer analfabeta, de 52 años y que también viene de una familia numerosa: es la mayor de 16 hermanos.
Ella es parte de la estadística que muestra que el 35,71% de los hogares tiene una madre o responsable sin primario completo. La cara de Norma está curtida por el sol. Se crió trabajando en el campo, cuidando animales. Cada surco en su frente es la huella de una vida al aire libre y en la que su principal preocupación siempre fueron sus hijos.
Norma dice que para ella no fue difícil criar a 13 y ahora sumar tres nietos más. "Les doy el pecho, los cambio y los dejo ahí. Como no son molestos, no hay problema. Los sábados y domingos me pongo a hacer comida y hago dos para tener en la semana", explica esta mujer que casi se muere por una picadura de araña. Como en la salita de Los Tigres no la pudieron atender, se tuvo que ir de urgencia a Monte Quemado. La vida de todos pende de un hilo en estos parajes alejados y abandonados.
La infancia de Nolasco fue muy dura. Sus padres no sabían leer ni escribir y él, con mucho esfuerzo, pudo terminar 7mo grado. Empezó a trabajar a los 13 años a la par de su padre en la cosecha y recuerda los días en que iba al monte a cazar conejos, chanchos y aves. "Mi viejo nos contaba cuánto sufría para criarnos, que tenía un solo pantalón y que la vida de antes era muy tremenda. No teníamos qué comer, hermanita. Si teníamos harina era una gloria y sino mate y tortilla", cuenta.
Nolasco está a cargo de la Iglesia Evangélica del lugar y le pone especial empeño a educar a sus hijos en cómo tratar siempre bien a la gente. "El respeto, el cariño y el amor a las personas se los enseño siempre. No me importa el color que sea", explica.
Más allá de las necesidades, Norma cree que sus hijos son felices. Lo que sí sufre, es no poder darles más comodidades. "Lo poco que tengo, se los doy a ellos. Mis dos hijas más grandes ven como van sus amigas bien vestidas al colegio y ellas no. Yo quiero hacerlas estudiar para que no tengan que andar criando chivas como yo y salgan mejor que yo", cuenta.
Para los cumpleaños de la familia, venden un cabrito para poder hacer una torta. Norma recuerda el suyo de este año como una fecha especial porque pudieron comer guiso de arroz. "Fue una fiesta", recuerda Norma con una sonrisa.
PARA AYUDAR:
Los Santillán necesitan juntar plata para poder construirse una casa de material con baño, camas y un panel solar. Las personas que quieran ayudarlos, pueden ponerse en contacto con la oficina de Haciendo Camino al 011-5199-6482. Gracias a la ayuda de la audiencia de LA NACION ya juntaron $10.000.