En la cárcel se convirtió en escritor: "La educación me ayudó a ser libre"
"El Negro necesita botines". A Martín Bustamante, la frase lo hace saltar de la cama. Tiene 13 años y "el Negro", es él. Juega al fútbol en las inferiores de un club de primera división y algunos dicen que tiene pasta, que puede llegar. Está en el cuarto de la casilla que comparte con su familia en José León Suárez y la que habla, del otro lado de la puerta, es su mamá. Martín agudiza el oído y la respuesta paterna le llega como una revelación, el baldazo inesperado que lo despabila: "Si le compramos los botines, los otros cinco no comen por una semana".
Entonces, Martín entendió que su papá, el que se levantaba a las cuatro de la mañana y se deslomaba laburando, apenas podía mantener a sus seis hijos. Al día siguiente, se instaló en el boliche de la esquina de su casa, donde paraban "los malandras del barrio y alrededores, que iban y venían en autos robados". Se subió al primero que pudo y, por primera vez, salió a robar: "Tengo que ayudar a mi viejo", les dijo a los otros pibes, que intentaron bajarlo. Ahí empezó a gestarse lo que hoy llama su "identidad falsa". Ahí, en ese tugurio del conurbano, dio el primer paso de su "carrea sistemática del delito".
Martín Bustamante, 55 años, "exchorro", escritor, poeta, estudiante de tercer año de sociología y docente, nació en Landeta, Santa Fe y se crio en José León Suárez. Dos de sus hermanos murieron en enfrentamientos con la policía. También dos de sus hijos, ambos a los 16, y con cuatro años de diferencia. Hoy, lleva 14 años y siete meses detenido en la Unidad 48 del Complejo Penitenciario San Martín. La persona en la que se convirtió, no se puede entender sin su paso por la universidad.
"La educación me ayudó a ser libre", asegura. Y no es una muletilla. "La identidad falsa que había adquirido para existir, se empezó a desvanecer y a emerger el que siempre fui y no había podido desarrollar antes. Dicen que soy poeta y escritor", cuenta Martín, que ya lleva publicados dos libros, uno de cuentos, El personaje de mi barrio, y un poemario, Agua quemada.
En la sede del Centro Universitario San Martín (Cusam), un espacio educativo creado por la Unsam en la Unidad 48, todos los martes, de 14 a 17, Martín da un taller de poesía y narración oral, el mismo del que él fue alumno hace un par de años atrás. La tarde en que LA NACION lo visita, 11 varones y dos mujeres, todos detenidos en el mismo complejo, comparten sus letras. En una mesa larga y en otros bancos sueltos a los costados, los cuadernos se abren como las ventanas en verano.
"El silbido de los vientos, destinados a vivir loco, por un infierno de almas, por un juego iluminado de sueños", lee Sabrina. Los versos forman parte de uno de los poemas a los que viene dándole forma en el taller. "Yo escribía mucho tipo Tarzán. Sin conectar. Hoy en día puedo buscar formas de unir las palabras. No te digo que sea una poeta, pero...", dice después la joven.
Martín la incentiva. Y la reta: "Sabrina vos sos una gran poeta. ¡Pero tenés que laburar! Escribir y corregir. Escribir y corregir". Sabrina se ríe. Asiente con la cabeza. Le toca leer a alguien más. Uno de los jóvenes carraspea. Es alto y desgarbado. Está nervioso: "¿Puedo pedir un mate antes de empezar?", pregunta. Después, se larga. Lee despacio. Se traba a veces. Vuelve a empezar. Termina. Lo aplauden. Martín hace la devolución: "Me gusta mucho la imagen del ‘guerrero de cobre’, pero nos caemos en la rima. Saquemos la rima y el gerundio sí o sí: mata el sentido, lo alarga", comenta. Enseguida, agrega: "‘En el bosque de tus manos perdidas’ es una imagen muy fuerte, hay que defenderla. Tenemos que laburar para sacarle la cabeza a la gente cuando lo lea. Estructura, música y contenido: eso es un poema".
Otra música con ritmo de cumbia llega de los pabellones vecinos. Afuera, es una tarde brillante y las cortinas de colores convierten al aula en una cueva cálida, amarilla, roja y azul. "Acá hay una sola regla: no hay reglas. Tratemos de volar, después vemos a dónde nos lleva -sigue Martín-. Nuestra materia prima es el silencio. Después, lo empezamos a llenar de imágenes. Escribir un poema o contar un cuento no es fácil".
Del fútbol a las armas, de las armas a las letras
De joven, el padre de Martín trabajó en el campo, en Santa Fe. Ya en Buenos Aires, en una empresa textil y como entrenador de caballos en los hipódromos de San Isidro y Palermo. No sabía leer ni escribir. Su mamá, en cambio, estuvo a punto de recibirse de maestra y era ama de casa.
"Cuando llegamos a José León Suarez, vivíamos en una casilla de madera al fondo de la casa de mi abuela", recuerda Martín. "Un día -continúa-, mi viejo le dio a mi vieja plata para que pagara el fiado del almacén. Pero mi abuelo le dijo que jugara un número a la lotería. Yo tendría tres años y me acuerdo patente cuando mi papá estaba discutiendo con ella por esa plata. En eso, vino mi tía diciendo: ‘¡Piba, salió!’". Con esa plata, los Bustamante se compraron el primer terreno propio en un bañado a dos cuadras de Villa Corea, y trasladaron la casilla. "Me crie en esa cárcel perimetral que te pone la sociedad, con un gran resentimiento", asegura Martín.
Jugó al fútbol hasta que a los 17 y en un robo, le pegaron un tiro en la panza. Antes, había caído detenido dos veces en institutos de menores. Siempre por robos. Las dos, se escapó. De la primera, todavía se acuerda que dio un nombre trucho. El episodio lo reconstruye en su charla TED, como si estuviese viendo el alambre perimetral, de un metro y medio de altura, del instituto de La Plata. Lo metieron en una jaula de 3x3 con otros jóvenes. Al rato apareció un maestro, gordo y pelado: "Escuchen bien pedazos de ratas, si alguno tiene intención de irse, ahora es el momento. Después de que crucen ese portón, es mi responsabilidad y no van a salir hasta que los vengan a buscar sus padres", les dijo.
Martín se dio vuelta y empezó a correr. Los primeros metros esperó un tiro en la espalda que no llegó. Saltó el alambre, se lastimó un dedo. "Cuando se enteren mis viejos, me matan", pensó. Llegó a su barrio a la noche. Los pibes de la esquina lo festejaron. "Hoy, a la distancia, puedo ver que ese fue el primer eslabón para construir la columna delictiva en la que estuve sumergido toda mi vida", admite.
Los primeros años de los más de 14 que lleva preso, Martín miraba los muros de la cárcel y decía: "En cualquier momento, los salto". Un día, tuvo que admitirse que eso no iba a pasar. Necesitaba un plan B: "La educación me iba a ayudar a saltar el muro antes. Estudiar iba a ser la llave para encontrar mi libertad", pensó. Volvió a estudiar. De adolescente, había hecho el primer año del secundario y enseguida le agarró el ritmo. En la cárcel, terminó la escuela con 9 de promedio.
Pero quiso ir por más. Insistió en su tribunal durante dos años para que lo trasladaran a la Unidad 48, donde funciona el Cusam. Justo el año que logró el traslado, no había curso de preparación universitaria. Para aprovechar el tiempo muerto se anotó en los talleres de poesía y narración oral, en ese momento a cargo de Cristina Domenech y José Luis "El Mono" Gallego. Después, empezó la carrera de sociología. "Cuando elegí la carrera, no sabía ni lo que era, pero hoy la volvería a elegir: creo que fue un antes y un después, me limó un montón de neuronas y me hizo ver cómo funciona el mundo. Eso es lo que hace la educación, te hace preguntarte: ¿dónde vivía antes, en un termo? Vivía en un mundo equivocado, en un submundo", reflexiona.
De alumno, a maestro
Martín tiene salidas transitorias. Desde las 12 de los viernes hasta las 18 de los lunes está en la calle. Los viernes a la tarde da un taller de narración oral en el campus de la Unsam. Los sábados con Domenech, uno de poesía en el Barrio 31, en el marco del proyecto Scholas.
"La educación empezó a molestarme e hizo que necesite enseñarles a otros los que me enseñaron a mí. Voy a tercer año de sociología, tengo 17 materias aprobadas, en mi vida pensé tener una: creo que nunca había pasado ni por la puerta de una universidad", sostiene Martín.
En el taller que da en la cárcel busca plantar una semilla. "Los que vivimos en el submundo, en los márgenes, siempre pensamos que todo es blanco o negro, y nos perdemos un montón de matices. Busco mostrar a través de la metáfora y de la escritura, que hay muchos matices y maneras de ver el mundo, de experimentarlo", subraya. "Desde mi humilde lugar, creo estar aportando para que un muchacho se pregunte si puede vivir de otra manera que no sea delinquiendo. Después vendrán las instituciones intermedias y harán su laburo. Pero mi misión es instalarles preguntas a las personas olvidadas", agrega.
"Todo el mundo habla de un puente social roto, yo creo que el puente social nunca se rompió: siempre llegó hasta una cuadra antes de las villas. Ahí tenemos una gran oportunidad de poder trabajar nosotros, los egresados de la Unsam, porque somos escuchados, porque nos reconocen", Martín Bustamante.
Además de los que lo criaron, Martín tiene otros padres, los "literarios": Domenech y Gallego son quienes le pusieron fichas cuando su futuro era incierto. "Un día, Martín escribió un poema y yo le dije: ‘Ahí hay poesía’. Ese fue un momento de quiebre. Después dimos juntos una charla TED y eso le empezó a dar perspectiva de cómo se construye un futuro", rememora Domenech, escritora, filósofa y quien coordinó durante ocho años talleres de escritura y lectura en la Unidad 48.
La genialidad del Cusam son los sujetos sociales que produce y produjo: se apropian de un espacio nuevo, que les estaba vedado: la educación universitaria
La oferta curricular del Cusam, que nació en 2008 en el penal de San Martín, está compuesta por las carreras de Sociología (al día de hoy, ya hay ocho egresados) y trabajo social, además de un abanico de talleres artísticos y de oficios. Junto a los estudiantes mujeres y varones que están detenidos, concurren agentes del Servicio Penitenciario Bonaerense. Todos comparten el aula.
Martín empezó a dar suplencias en los talleres del Cusam cuando Cristina y "El Mono" no podían ir a la cárcel. "Me empezaron a enseñar el oficio de ser profesor", asegura. Gallego recuerda el primer día de Martín en clase como si lo estuviese viendo: "Llegó afeitado, prolijo, con un cuaderno abajo del brazo. Nos encontramos en una isla en medio del océano carcelario, en nuestro taller para inventar y contar cuentos", describe. "La segunda vez que lo vi, estaba como asombrado, ya no tenía la mirada recia o esa forma de estar distante y simpático al mismo tiempo, sino que estaba admirado, entusiasmado me contó que cuando se fue del taller, se dio cuenta de que nunca nadie le había contado un cuento, y que tampoco él se lo había contando nunca a su hija. Cuando esa semana, lo fue a visitar, le contó uno: fue un momento transformado para toda la familia", resume "El Mono".
A partir de ese momento, Martín no faltó nunca más al taller y no paró de producir. "Esa birome y el papel fueron como el contrapunto de la violencia, de afilar una faca. Empezó a tipear en la computadora todas sus historias", dice Gallego.
"Las cárceles están llenas por las faltas de oportunidades. El que tiene medianamente educación no elige robar, se puede ganar la vida de una u otra manera. La educación en mí hizo eso: poder ver el lugar donde puedo ser útil, hacer lo que me gusta y ganar plata con eso", Martín Bustamante.
Martín se acuerda patente de cómo el día, antes de que le den por primera vez una salida transitoria, estaba seguro de que iba a salir a robar. "El Mono" se había llevado sus cuentos para corregir y, en la imprenta de unos amigos, sacó los primeros 50 ejemplares de El personaje de mi barrio. "Yo siempre iba con el verso de que no tenía oportunidad de elegir otra cosa que chorear: era mi caballito de batalla para justificarme. Unos días antes de que me den la transitoria, apareció 'El Mono' con el paquetito de libros y me dijo, delante de todo el taller: ‘Negro, la semana que viene te vas. Tengo algo para decirte: ahora, podés elegir’. Me mató", recuerda Martín, y la voz, por primera vez en la entrevista, se le quiebra.
La única alternativa pragmática frente a la violencia es la educación como forma de inclusión. El arte nos da la libertad de poder ser distintos y diseñar el camino hacia el cual queremos dirigirnos
Dice que eso es lo que busca en los pibes y las pibas que van a su taller: que elijan. "Lo que siempre les digo es que escriban su amor, su desamor, su bronca, que después vemos cómo hacemos para que eso se convierta en una obra literaria. Yo no les voy a enseñar a escribir, pero sí a que intenten corregirse –describe–. Busco que tengan otra mirada del mundo. La metáfora hace que se pongan en otro lugar y vean otra cosa, y que tengan una herramienta para lo que sea".
Dando el taller no busco que la gente cambie, sino que se pregunten si pueden hacer algo diferente a lo que hicieron
Martín tiene tres hijos (dos "varones grandes" y la "nena", de 16), además de dos nietos. El 2 de junio del año que viene se cumple su condena: cuando lo detuvieron el 23 de febrero de 2005, lo condenaron por robo calificado. También pesó la reincidencia, el ser considerado "proclive al delito".
"Hoy soy un hombre grande: el paso del tiempo a muchos los hace viejos, a mí me hizo grande. No fui un buen esposo, no fui un buen papá, y lo que me gustaría ser es un buen tipo. Que el día de mañana digan ‘qué buen chabón’. Con eso me puedo ir tranquilo", confiesa.
Hay algo que tiene en claro: cuando salga, sueña con vivir de lo que le gusta: escribir y dar clases. "Hace un tiempito escuché a un amigo decir una frase que yo repetí durante muchos años: que nosotros nos íbamos a morir arriba del asfalto. Pero yo no me voy a morir más arriba del asfalto. Antes era 'El Negro', el que vivía en el submundo y se ganó el respeto de los demás a las trompadas o a los tiros. Hoy, soy Martín Bustamante", asegura mientras ordena las sillas que dejaron sus estudiantes hace minutos. Son las 17.30 y, en media hora, tiene que volver a su celda.
Cómo colaborar
Quienes deseen contactarse con Martín, pueden escribirle a: mbustamante.escritor@gmail.com