El torito furioso que se convirtió en Di María: el deporte como receta para un niño hiperactivo que quería jugar
A los cuatro años, un pedíatra le aconsejó a su mamá que fuera a fútbol; Diana le había contado que en su casa rompía todo; hoy, desde Rosario, su primer técnico resignifica lo que vivió con Angelito desde que tenía seis años
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–Una pelota inflada. Un arco. Un pase de gol. Las escondidas. Un mimo en la cabeza.
La enumeración, pausada y sentida, es de Ángel Di María y termina con una idea que le resuena:
–El juego empieza en la infancia. Los derechos también.
La reflexión del delantero de la selección se puede escuchar y ver, porque en verdad es un video, en su cuenta de Instagram. Lo publicó el día que arrancó Qatar 2022, el 20 de noviembre. Ese domingo fue el Día Mundial de la Infancia. Y Unicef Argentina anudó esa coincidencia con una campaña para generar conciencia sobre la importancia del juego. La pelota creció tanto que a veces el negocio hace perder de vista esa raíz.
El jugador no necesita que nadie le explique el valor de lo que plantea en la locución. Lo sabe en su cuerpo, en su historia, cuando era un chico hiperactivo que rompía todo en su casa de la zona norte de Rosario. Su mamá pidió auxilio a un médico y le recomendó una salida mágica: “Que haga deporte”.
Angelito empezó a jugar al fútbol en El Torito. Rubén Tomé fue su primer entrenador en la mítica categoría 88. El DT, que volvió al club durante la pandemia después de 24 años, recuerda cómo esa explosión interna del niño de 6 años se canalizó.
Di María no fue un paciente prematuro, no lo acompañó una sigla de algún trastorno, su síntoma fue el inicio de una carrera. Hoy su rostro gigante gira sobre un mural en la entrada de esa institución que lo tiene como emblema. Pero no lo hizo solo, ni fue fácil.
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Las historias de Ángel y Rubén se cruzaron a inicios de 1994. El entonces joven técnico arregló con el presidente del club El Torito armar una nueva categoría infantil. Y salió a buscar chicos por el barrio.
Una tarde pasó por la cuadra de Perdriel al 2000 y lo vio: flaco, estirado y manchado de negro. Ángel ayudaba a Miguel, su papá, a embolsar en el fondo de su casa las bolsas de carbón que vendía en el barrio.
–Hola pibe, ¿cuántos años tenés?
–Seis.
–Llamala a tu mamá.
Obediente y tímido, Ángel se metió en su casa que alguna vez tuvo paredes blancas pero mutaron y quedaron como una mina en medio del barrio El Churrasco. Al rato salió Diana y le dijo que el chico ya iba al club.
Le contó la historia que repetiría con los años. Ya no sabía qué hacer con su hijo. No era malo pero sí muy inquieto, demasiado. No paraba nunca. Un pediatra le “recetó” que lo mejor era que hiciera un deporte. Con 4 años, todavía no había un equipo para él pero Angelito se las arregló para dar batalla en la 86, con compañeros dos años mayores.
Rubén se puso de acuerdo con la madre y al otro día pasó a buscar al niño con su bicicleta. La rutina en la cancha se repetiría todo ese año: inflaban las tres pelotas y Ángel esperaba a sus compañeros mientras hacía jueguitos en el círculo central. El arquero y el 4 llegaban descalzos: eran pibes de la calle.
Di María encontró su lugar en ese grupo. La hiperactividad se convirtió en otra cosa cuando empezó a jugar, a conectar con sus pares. Se destacó rápido. Era veloz pero sabía frenar. Era flaco y fibroso: cuando trababa parecía que se iba a partir pero no. Sacaba fuerzas de un motor interno que no se apagaba.
En un partido de fin de semana, Rubén le tuvo que pedir que parara un poco.
–Ya hiciste cuatro goles en el primer tiempo, vamos a tener la pelota un rato, si hacemos seis suspenden el partido –le suplicó en el entretiempo de una goleada.
En la segunda etapa, Fideo aprendería a hacer control del balón. Conocería la virtud de hacer jugar a los demás.
En otro encuentro, Rubén le habló de Emanuel. La temporada estaba cerca de cerrarse y su compañero todavía no había hecho ningún gol. Allá fue Angelito entonces, trepó por la izquierda como si fuera hoy y en lugar de patear al arco tiró un centro atrás para que Ema gritara desaforadamente su primer tanto.
Un pase de gol.
La leyenda daba sus primeros pasos.
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La hiperactividad o el Trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH) es “una problemática de este tiempo que afecta a cada vez más chicos y chicas, sobre todo después de la pandemia, pero al síntoma hay que ponerlo en contexto, no patologizar”, explica la psicóloga Ana Bloj.
Bloj, al igual que otros pares, reconocen la virtud del caso Di María. Aquel pediatra que en lugar de medicar al niño, de etiquetarlo con alguna sigla que puede reemplazar su nombre propio (“es un chico con ADD, por desorden de déficit de atención, o con TGD, por trastorno generalizado del desarrollo”, por ejemplo) propuso transformar “su inquietud” de forma positiva en el deporte.
“Vivimos en una sociedad violenta, muy ansiógena, donde los adultos no paramos y estamos a las corridas, con una vida difícil pero a los chicos les pedimos calma. Y si no paran, se cae en la solución de los psicofármacos que tanto nos preocupa”, agrega la docente en la Facultad de Psicología de la Universidad Nacional de Rosario (UNR).
Si bien hay casos que pueden ameritar la medicación, Bloj analiza que “ese hipermoverse no es en sí una enfermedad y puede estar generado por múltiples causas, a veces puede ser la angustia por la llegada de un hermanito, o un efecto traumático: desde un abuso sexual a un exceso de imágenes violentas que ven por internet o el celular”. “Las pantallas logran lo que nadie: dejarlos quietos”, resume.
La especialista señala que la hiperactividad si no se trabaja a tiempo puede derivar en problemas en la adolescencia o con “desajustes del aparato psicológico”, como fobias o adicciones. “La pastilla como solución también es un mensaje a futuro”, explica.
El aire libre, hacer deportes, ir a un club, realizar alguna actividad barrial o cultural son salidas para esas inquietudes pero no alcanza. “No es solo moverse, es crear lazos, encontrarse con los demás, eso da placer. Y debe estar acompañado por adultos, con cuidado amoroso para que ellos puedan proyectar un futuro. Y sobre todo es vital encontrar tiempos de juego”, dice Bloj.
FUERZA ANGELITO!! Diana, la mama de Angel esta muy preocupada porque no puede controlarlo, Angel va y viene, no se queda...
Posted by Enzo Messina - Psicólogo on Saturday, July 5, 2014
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La tarde se calienta de golpe. El sol de las cuatro y media se hace difícil pero en la canchita de El Torito empieza la acción. Un pibe con la 10 de Messi del Barcelona, otro con la camiseta de Central y uno más de negro se dan pases con una pelota. Al rato asoman otros tres y se arma un picadito. Frente a ellos, por la calle Ludueña y cruzando la avenida Boedo, el mural que recuerda a Di María.
El naranja impecable que caracteriza al club, el rostro del zurdo que parece mirar como si alguien le hubiese gritado “Fideo” y su firma resaltan con los rayos a pleno, sin nubes. Del picado de enfrente se escuchan alaridos. Como si alguien hubiera tirado un caño o un sombrero. La diferencia con el grito de gol es sustancial. Uno es seco, eficiente; una descarga. El otro, el que premia el lujo no siempre útil para el trámite, incluye sorpresa, belleza inesperada, algo de burla también.
Nadie recuerda el resultado de un picado pero sí una bicicleta que se dibuja perfecta por arriba de una cabeza impotente o un gol de mitad de cancha que infla la red; eso sí se narrará por décadas, se agrandará y refinará con el tiempo, como el olímpico que clavó Angelito Di María en la final contra Rosario Central aquel cierre de 1994 con la casaca del Torito.
Fue victoria por 4 a 2, con dos del Fideo. Central hizo lo que hacen los poderosos en el fútbol: compró al verdugo. Era, es cierto, apenas un niño de 6 años. Pero ese talento claro y los 64 goles que había marcado esa temporada fueron decisivos. El archivo habla de una transacción a cambio de 25 pelotas, otras versiones lo estiran a 26.
Rubén Tomé, el primer entrenador de Angelito, sale al cruce con su propio relato.
–No, fueron diez pelotas y por dos pibes. Porque Central también se llevó a Walter Almeida, otro de la 88 que jugaba muy bien y llegó a Atlético Tucumán. Teníamos un gran equipo ese año y salimos campeones. Igual, las pelotas nunca las pagaron.
Desde 1995, la rom de Di María, Diana, lo llevará hasta la Ciudad Deportiva canalla en Granadero Baigorria en una bicicleta amarilla oxidada, cada práctica, cinco kilómetros de distancia, durante años. Debutará en Primera en 2005.
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La casa y carbonería de Perdriel 2066 se transformó en una vivienda y depósito amplio con portón negro. Ya no están los Di María ahí, solo queda la abuela en la otra cuadra. La gente camina por la calle, que tiene pavimento pero no cordón cuneta. Escrito en tiza sobre una pizarra de un kiosco: “Vamos Argentina”. Del otro lado del domicilio famoso, la columna de madera del alumbrado tiene la base con los colores de Central. Los hinchas delimitan y conquistan los sectores de la ciudad a base de pintura. Eliana, una vecina, señala a Jorge, un joven de 34 años, los mismos que Ángel. “Él lo conoce”, dice y el muchacho cuenta.
–Esto era un terreno, acá jugábamos a la pelota –dice sobre la casa de Perdriel 2044–. O nos saltábamos a la cancha de los mormones. O en Torito. Él jugaba todo el día. Andá a sacarle la pelota.
Jorge recuerda el día que pasó con un Peugeot 206 y regaló camisetas de la selección. Pero hace años que no lo ve. A tres cuadras, por Perdriel 1741, está el Colegio el Buen Samaritano, donde estudió el crack. Es otro de los puntos del circuito turístico Di María que armó la Municipalidad. En la puerta se juntan los docentes que cierran la jornada.
–Cualquier cosa que él encontraba la hacía un bollo y lo transformaba en pelota –recuerda Graciela, la portera.
–En el recreo armaban partidos mezclados pero lo difícil era hacerlo parar cuando tocaba el timbre. Me gritaba “gol gana, gol gana” para que no lo terminara –se suma Juan Pablo, que fue su preceptor en los antiguos 8° y 9° año.
–No, pero él no era lanzado, era muy respetuoso. Yo lo amo. Pasaron los años y un día vino en un auto negro al barrio. Me vio y se bajó a darme un abrazo. Me acuerdo y me emociono –relata y cumple su promesa: se le quiebra la voz y se le humedecen los ojos.
El resto de las maestras aclara que no lo conocieron y parecen pedirle, como también sus viejos vecinos: “Nos gustaría recibirlo algún día”.
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Rubén saluda a los chicos en la cancha oficial de 7 antes de empezar la práctica en la institución de la Asociación Rosarina de Fútbol. A medida que se acercan, el técnico habla de Di María y también de otros problemas con las infancias vulnerables en el barrio. Algunos de sus jugadores llegan sin comer y por eso hicieron un acuerdo con el Banco de Alimentos Rosario (BAR).
Después del entrenamiento se llevan un yogur o un jugo más galletitas o un sandwich. Es un universo de más de 400 chicos y chicas de la zona, calcula Germán Angel, presidente de El Torito. “También llegamos a cocinar para 2.500 personas del barrio en la pandemia”, agrega.
En la periferia de Rosario, la ciudad más violenta del país, la hiperactividad puede ser apenas una capa más de una trama de complejidades. “En algunos barrios, por las balaceras y el narcotráfico, hay pocas posibilidades de movilizarse, no es tan fácil sociabilizar”, aclara Fernanda Felice, fonoaudióloga que integra un equipo de profesionales que trabaja con niños, niñas y adolescentes de Ludueña (el grupo “Desde el pie”).
“Incluso ir al club o salir por la calle puede ser difícil, porque no tienen acceso a bienes culturales, tampoco es sencillo acceder a tratamientos sin obra social o prepagas. Esa es otra forma de la falta de oportunidades”, agrega.
En caso de superar esas barreras, Felice advierte sobre el peligro de que niños y niñas como Angelito terminen con una batería de tratamientos o medicación, y advierte: “Siempre hay un intento de domesticación sobre la infancia”. Cita un apartado del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (de la Asociación Estadounidense de Psiquiatría) donde está descrito el síndrome por déficit de atención e hiperactividad que tipifica: “Se mueve demasiado o permanece muy quieto”. Y sentencia: “No tienen que molestar al mundo adulto o corren el riesgo de ser diagnosticados”.
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10 de julio de 2021. Final de la Copa América. Van 21 minutos y Di María pica por la izquierda. Rodrigo De Paul lo ve y saca un pase largo a las espaldas de Renan Lodi, el defensor brasileño. Angelito controla la pelota con el costado del botín y le queda bien delante de él. Si algo demuestra en ese instante es paciencia, control de su cuerpo y de su ansiedad, porque se da el tiempo justo para medir al arquero Ederson y definir preciso por arriba.
#CopaAmérica 🏆
— Copa América (@CopaAmerica) July 11, 2021
¡TREMENDA DEFINICIÓN! Ángel Di María recibió el pase de Rodrigo De Paul y la tiró por arriba de Ederson para el 1-0 de @Argentina
🇦🇷 Argentina 🆚 Brasil 🇧🇷#VibraElContinente #VibraOContinente pic.twitter.com/OuFUmqipVA
“Esa es una marca de él, tirarla por arriba del arquero”, dice Rubén y jura que ya lo hacía en El Torito. El DT disfruta del buen momento del exjugador de Benfica, Real Madrid, Manchester United y Paris Saint-Germain (PSG), ahora en Juventus. Se enojaba con la gente que lo criticaba, cuando era resistido sobre todo por perderse la final del Mundial de 2014 y las de la Copa América, 2015 y 2016, por lesiones.
Como su mamá cuando era muy chiquito, Angel recurrió a un especialista. Hizo psicoanálisis por ese trauma de las finales. Volvió a la selección y tuvo su revancha. Junto a Messi son las figuras del equipo, los preferidos por los más chicos. Son, también, dos muestras del potrero rosarino.
En Torito también anhelan una visita de Di María. El presidente recuerda que la intentaron organizar sin éxito después de la Copa América cuando aterrizó en Rosario junto a La Pulga. Cada tanto aparece una foto de Angelito con la 7 naranja o una casaca firmada que alguien le acercó y esas imágenes circulan como un tesoro colectivo.
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–Centro, centro, levantala Colo, dale –grita Rubén con el silbato colgando de la mano en el inicio del entrenamiento y la pintada orgullosa de fondo: “Pasión de barrio que alcanza el mundo”.
El Colo es la figura de la 2015. El técnico teme que los padres atraviesen “la puerta maldita” de ingreso a la cancha. En general, cuando hacen eso es para decirle que se llevan al pibe que él formó a Newell´s o a Central. Le pasó con cinco este año y tantos otros en su vida.
–¡Dale Maxi que te corren! –indica Rubén ahora y parece que habla en clave, como si les enseñara algo más que su relación con una pelota. Dice por ejemplo: “Parala para que lleguen todos” o “guarda que quedó uno atrás”. De pronto grita: “Bien, vamos de nuevo”. Y todos rearman el ejercicio como en una coreografía, un juego en grupo.
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