El celular no para de sonar. Caen como piedras mensajes y llamadas perdidas de usuarios impacientes que reclaman por el servicio. Son las 9 de la mañana. Hayder se sienta en su escritorio, prende la computadora y suspira. "Seguro se fue la luz en algún sector o se cortó un cable", especula.
Hayder Armin Flores (29), que junto a dos amigos armó un emprendimiento para brindar conexión a Internet a familias de la villa 21-24, nunca tiene un día igual a otro. Siempre pasa algo que impide el aburrimiento y evita la rutina.
Una vez que chequea la red, advierte que hay anomalías en un tramo. "¡Qué mierda!", suelta. Se levanta, toma las herramientas, se carga al hombro la escalera negra, abre la puerta y empieza su travesía en busca de una solución urgente. Sabe que tiene sobre su espalda una gran responsabilidad: sus clientes no están pudiendo conectarse a clases, sacar turnos, mandar mails, pagar cuentas y recargar la tarjeta Sube. Por estas horas, se tienen que conformar jugando al "Dino T-Rex", el popular juego del dinosaurio que aparece en las pantallas cuando no hay conexión.
Hayder camina, con paso seguro y derecho, por los pasillos de la villa que tan bien conoce. Lleva la barba desprolija y sus manos son grandes y ásperas. Autodidacta y siempre dispuesto a saludar a todas las personas que lo van cruzando. Le molesta el barbijo –se lo despega de la nariz constantemente– y avanza esquivando los pozos de cloacas. Se detiene y mira para arriba: "Seguro es acá", afirma. Apoya la escalera en una pared a medio revocar y sube hasta alcanzar y abrir una caja gris llena de cables conectados. Revisa uno por uno y encuentra que hay un cable que está quemado. "Este es el que provoca interferencias y eso hace que nadie tenga Internet", explica. Cambia la ficha, se baja el barbijo, cierra la caja. Agarra el teléfono, llama a un cliente.
–¿Qué hacés? Es para saber si levantó la señal.
Le dice que sí. "Bien", completa y se seca la transpiración de la frente. Baja y se coloca el barbijo. Se calza de nuevo al hombro la escalera –su fiel compañera– y emprende el regreso a su cuarto-oficina. No se da cuenta, pero está sonriendo. Algunos volvieron a navegar y dejaron atrás al "Dino T-Rex".
Hayder creció en la villa 21-24 y padeció en carne propia los problemas de conectividad. En su tiempo, visitaba mucho los cibers, esos locales comerciales con docenas de computadoras que fueron furor en 2005. Su experiencia lo animó a querer romper con la brecha digital en el barrio, donde ninguna compañía grande ofrece servicio y ni siquiera entra. "Siempre quise que mi familia tuviera mejor acceso a Internet. Mis hermanas sufrían cada vez que necesitaban buscar información para algún trabajo práctico", cuenta.
Sin tener muchos conocimientos de redes, empezó a investigar para lograr una mayor velocidad de navegación. Al darse cuenta de que podía hacer algo más, se aventuró a conectar a los vecinos y familiares: unos 200 hogares contrataron su servicio. Hay otros tres emprendimientos que hacen algo parecido.
Todos los días, se topa con realidades muy duras. "La mayoría de las familias son numerosas. Y a veces, solo tienen un celular que usan todos. Además, se necesita crédito y es bastante caro en estos momentos, más cuando no tenés un trabajo fijo", remarca.
"En una familia –relata–, había un chico que desde que comenzó la pandemia no tuvo ningún vínculo con sus docentes. Lo pudimos conectar y cuando entró a la clase de Zoom, se emocionó".
Según datos del Observatorio de la Deuda Social Argentina (ODSA) de la UCA, en 2019, el 23% de los hogares de los estratos marginales no accedía a ningún tipo de conexión a Internet, ya sea fija en la vivienda o a través de dispositivos móviles.
La mayor parte del día, Hayder se la pasa contestando preguntas de los usuarios sobre temas vinculados a routers, wifi, repetidores, Google, Netflix y cables de red, entre otros asuntos. Son todos términos que, hasta hace unos años, las personas de estos barrios populares nunca habían escuchado nombrar. Con la pandemia, y la consecuente necesidad de sostener las clases a distancia y los trabajos virtuales, se intensificaron las falencias que siempre existieron en la conectividad para los sectores más vulnerables. Ahora también ponían en jaque el derecho a la educación y a un trabajo digno, a gran parte de los casi 100.000 habitantes de este barrio popular del sur de la Ciudad.
Hayder cuenta que cuando conectan Internet en una casa por primera vez, las personas los llenan de preguntas: desde si tienen que enchufar el celular al aparato o si cuando se van de la casa se desconecta, entre muchas otras dudas similares.
El emprendimiento
El centro de control del emprendimiento, que los amigos bautizaron Simple Wifi, está en el segundo piso de la casa de los padres de Hayder. Desde ahí, él y sus socios armaron la red hacia varias zonas del barrio, una gran telaraña de conexión. Cada usuario tiene un router que recibe la señal y se conecta a los aparatos inalámbricos de la casa. Simple Wifi compra el servicio de Internet a una empresa mayorista que se encarga del tendido de fibra óptica hasta la villa.
El proyecto arrancó hace cuatro años. "Como todos los comienzos, no fue fácil", confiesa Hayder, y remarca que muchas veces tuvieron que pedir financiamiento a sus familiares. Noches sin poder dormir, fines de semanas sin descanso y mucho riesgo de perder lo invertido.
Hoy tienen todo armado: paneles solares con baterías y hasta un generador por si se corta la luz, junto a la pequeña oficina desde donde monitorean todo el movimiento de la red. "Nuestra meta es seguir llegando a más familias. Si conseguimos ayuda de alguna empresa o del Estado, sería mucho mejor. Apuntamos a una conexión igualitaria para todos", sueña.
El trabajo es muy complejo y a la vez peligroso, por todas las conexiones irregulares de electricidad que existen. "Somos del barrio, conocemos las necesidades. Cobramos un porcentaje necesario para poder seguir pagando el servicio mayorista que se nos da y comprar nuevos aparatos para ir mejorando día a día", aclara. Y agrega: "No pretendemos ser millonarios con esto".
Una conexión necesaria
Ya de regreso en su casa, Hayder deja la escalera apoyada en la pared y va a la cocina a servirse un vaso de agua. Son las 11:30 y la temperatura sube. Se acomoda la visera, mira el reloj. Revisa los mensajes en el celular. "Otra vez tengo que salir", se lamenta. Si bien no suelen ser más de cinco o siete salidas al día, o a veces ninguna, la demanda de reclamos aumenta cuando llueve.
De nuevo, a caminar por los laberínticos pasillos, con calles de tierra salpicadas por el agua turbia que sale de los pozos ciegos. Empieza a subir una escalera caracol despintada, como casi todas las del lugar. Toca la puerta y del otro lado lo saluda Gladis Mereles (25). Es enfermera, está terminando la Licenciatura en Enfermería en la Universidad Favaloro y vive con su mamá y hermano.
–Vengo a revisarte el router.
–¡Al fin! Porque me estoy perdiendo la clase de Gestión de los Servicios de Enfermería II.
Hayder se pone alcohol en el gel. Gladis sonríe. Tiene la mano apoyada a la mesa-escritorio, el pelo atado y los ojos delineados. Al costado, el sol entra por la ventana y hace brillar el piso de cerámica azul. También hay apuntes viejos y nuevos; libros, pinceles y restos de pintura en el piso. Dos perros corretean como si fueran los dueños de casa.
"Muchas veces pensé en posponer materias. Sin la conexión de Internet, de ninguna manera hubiese podido seguir estudiando en cuarentena", cuenta y agrega: "La triste realidad es que acá, en el barrio, no todos contamos con este servicio y así muchos fueron, indirecta y automáticamente, excluidos del sistema educativo".
Hayder reinicia el router –la baja tensión hace que el aparato deje de funcionar–. Espera a que enciendan las luces: rojo, verde, rojo. Se conecta al wifi, coloca unos códigos, se rasca la cabeza. Son 10 minutos luchando con la conexión. Hasta que lo logra.
"Te lo dejo funcionando. Perdón por las molestias", dice. Es casi el mediodía. Gladis lo acompaña y bajan la escalera caracol con cierta dificultad. Caminan por el pasillo y se despiden. Gladis vuelve a su casa y se sienta frente a la computadora para retomar la clase.
Hayder solo piensa en comer antes de seguir. Sube los veintitrés escalones hasta llegar al segundo piso. En su casa, sus padres y dos hermanas lo esperan con la mesa servida. El olor a entraña y chinchulines asados inunda el barrio. Él se sienta al lado de la parrilla humeante, sin dejar de atender o contestar las consultas por celular. Lo pone boca abajo para darse un mini recreo y prueba su primer bocado. El aparato llama la atención, haciendo todo tipo de ruidos. Finalmente, atiende, escucha y da indicaciones: "Bueno, apagá y prendé el router. Esperá un rato y conectate de nuevo".
El que habla del otro lado es Esequiel Gómez (30), que cuenta con el servicio desde marzo. Vive con su novia y sus dos hijos, y trabaja en el departamento de compras de una medicina prepaga. Frente a la computadora, Esequiel se sienta encorvado, apoya los dedos en las teclas, trata de conectarse al Wifi para mandar un mail pero la página nunca termina de cargar.
Cuenta que trabajar desde su casa fue una experiencia "rara" y difícil. Para llegar a un equilibrio entre lo familiar y lo laboral, tuvo que "remarla": al poco espacio se sumaba que no tenía conexión de red ni tampoco una notebook. "Gracias a la instalación de Hayder y a la máquina que me dieron, pude seguir trabajando. Si no, jamás podría trabajar desde casa. Tengo conocidos que perdieron el laburo por la falta de conectividad", relata. En su habitación-oficina, hay fotos de la familia, dos camas grandes pegadas, juguetes ordenados y varios libros infantiles. Mientras que la pantalla de la computadora ilumina su rostro, Esequiel agarra el celular.
–Hayder, hice lo que me dijiste. Empezó a funcionar mejor, loco. Gracias.
Del otro lado de la línea, la parrilla ya no humea, solo quedaron restos de grasa y cenizas calientes, y la mesa con platos vacíos. Hayder se acomoda la visera y se arremanga. Todavía le queda todo el resto del día de trabajo y su celular está casi sin batería. Vuelve a quejarse, pero sigue adelante.