Queda en Lima, partido de Zárate; hace dos semanas, dos mujeres con hijos estrenaron dos nuevas unidades; el compromiso es que estudien, aprendan oficios, hagan trabajo comunitario y ayuden a levantar nuevas viviendas
- 8 minutos de lectura'
“La esperanza” y “La libertad” no solo son los nombres de las primeras casas a las que accedieron en toda su vida Mariana Molina, de 31 años, y Karina Galeano, de 47, sino también un símbolo de sus enormes esfuerzos para superar sus durísimas historias de vida.
Las dos mujeres llegaron a la comunidad Akamasoa Argentina en la ciudad de Lima, provincia de Buenos Aires, para escapar de la pobreza. Y Karina, además, de un marido golpeador. Las dos terminaron la escuela secundaria, consiguieron trabajo y desde hace tiempo colaboran en la construcción de las casas, dos de las cuales finalmente se convirtieron en suyas.
Con la idea de replicar el trabajo del sacerdote argentino Pedro Opeka en Madagascar, apenas llegó de África en enero de 2019, Gastón Vigo Gasparotti fundó Akamasoa Argentina con el objetivo de rescatar a las personas de la pobreza, pero sin asistencialismo. Para eso, con el aporte de empresas y ciudadanos privados, compró un terreno donde había un basural de cuatro hectáreas en Lima, al que luego se le sumaron otras tres.
Enseguida, entre las primeras familias que se acercaron (hoy ya son 50 que viven de manera permanente, pero habrá lugar para 2 mil personas en total) y unos 4.000 voluntarios empezaron a levantar un barrio con un jardín de infantes, una escuela secundaria, huertas y un comedor.
Todos las personas que se suman deben completar los estudios obligatorios (primaria y secundaria), colaborar en la construcción de las casas y hacer los trabajos necesarios para crecer de manera individual y como comunidad.
El 23 de diciembre se entregaron cuatro casas (ya llevan hechas 12 de las 69 planificadas) y María Molina y Karina Galeano fueron las que por sus esfuerzos se ganaron dos de ellas. Este año entregarán dos más y se sumarán otros cuatro módulos de acogida a los ocho que ya hay disponibles en contenedores especialmente acondicionados.
“Empecé a trabajar desde el primer día”
Mariana Molina llegó desde el pueblito de Las Moscas, en Entre Ríos, en el año 2000. Con su familia –sus padres y 10 hermanos– se instaló en un lugar prestado en Lima, pero cuatro años después su mamá consiguió un terreno.
Allí hicieron de manera precaria una casilla de chapa, hasta que pudieron levantar la casa familiar, de ladrillos y cemento. Era una sola habitación con cocina, donde compartían los días y las noches sus padres y tres chicos, ya que los hijos más grandes se habían ido.
“La pandemia fue un momento muy duro para todos, por eso me acerqué a Akamasoa en febrero de 2020. Acá me ofrecieron ayudarme con mercadería a cambio de mi trabajo y, cuando vi de qué se trataba, empecé a venir todos los días”, cuenta Mariana desde su nueva casita de color beige con techo a dos aguas. La comparte con sus hijas Xiomara, de 15 años, y Morena, de 10; las tuvo a sus 16 y 21 años, pero no quería que ellas repitieran su historia.
“Empecé a trabajar desde el primer día, armando el invernadero hidropónico para el cultivo de frutillas, que se venden a una empresa para poder comprar los materiales de construcción. Y acá descubrí que esto me gustaba. Yo no sabía para qué era buena hasta que conocí la hidroponía. Es el cultivo de frutas y verduras sin tierra. Por ejemplo, las frutillas en fibra de coco y la lechuga, con agua y nutrientes”, explica con pasión.
“Además acá terminé la secundaria, que era algo que tenía pendiente, porque no tenía quién cuidara a las nenas. Pero mientras ellas iban a la escuela primaria a la mañana en Lima, pude estudiar. En esta zona, de octubre a enero se trabaja con el arándano, y ahora trabajo en una cámara de selección de fruta y gano mi propio sueldo”, relata con merecido orgullo.
También cuenta que está feliz de haber ayudado a construir su casa y las de las familias vecinas. “Fue una experiencia única, porque vas aprendiendo a manejar máquinas, como amoladora, atornilladora y percutora. Después, podés arreglar tu casa, porque la hiciste vos”, asegura.
“Vivía de prestado”
“La esperanza es aquella que se nutre de horizontes apresuradamente clausurados. Es la que camina aún con tristezas y tragedias. Es la que nos saca de la agonía más insoportable, porque no se rinde, siempre está dispuesta a pelear un poco más. ¿Quién es capaz de proyectar cuando nos han dicho que ya no hay futuro posible? Solamente alguien esperanzado por un porvenir desconocido. Esa es Mariana Molina, ejemplo de entereza para sobrevivir contra viento y marea”, anunció Gastón Vigo Gasparotti el 23 de diciembre pasado. Y llenó a Mariana de emoción y alivio al reconocer que esa casa que había ayudado a levantar era finalmente de ella.
“Yo estaba viviendo de prestado en la casita de mis padres, pero la habían vendido a otros familiares y estaban esperando para que mis hijas y yo nos mudáramos. Mi gran preocupación era darles una casa a mis hijas. Y lo logré”, cuenta.
La casa tiene una sala con cocina, un baño y tres habitaciones. Una es para ella y las otras dos, de colores celeste y lila, para sus hijas. Tiene algunos muebles, cortinas y sábanas, pero a Mariana y las chicas todavía les falta mucho, porque llegaron con las manos vacías.
“Yo no tenía nada, por eso me preguntaron qué necesitaba y me prometieron que me lo van a conseguir –agrega llena de ilusión–. Me siento identificada con el nombre de la casa, ‘La esperanza’, porque tuve un pico de estrés y se me paralizó la cara, pero nunca paré, hice las cosas bien y sabía que me iba a tocar. Es mi primera casa y estoy feliz porque sé que lo logré con mis méritos, mis esfuerzos y el de todas mis compañeras. Sola no la hubiera podido construir”.
“Karina jamás dejó de perseverar”
El mismo día previo a Navidad, Vigo Gasparotti también anunció para quién sería la casa La libertad: “¿Para qué sirve el progreso si no es para ser más libres? Las cadenas más pesadas son las que nos quitan años de vida. A veces son invisibles para todos, menos para nuestra alma. Hay personas que se pasan décadas soñando con lo que les parece inalcanzable; pero aún así, tienen la intuición de los que ven la luz en medio de la oscuridad. Esa es Karina Galeano, una mujer que jamás dejó de perseverar para sostener su humanidad.”
Karina Galeano, de 47 años, nació en Campana, pero siempre vivió en Lima. Con sus padres y sus hermanos vivían en una casa de material de dos espacios separados: el comedor, donde todos dormían, y la cocina.
“Cuando conocí al padre de mis hijos, a los 18 años, se habían muerto mis padres y nació mi hija mayor, Yanina, que tiene 24 años. Entonces nos fuimos a vivir a un campo por dos o tres años y después a un terreno en Lima, donde pasaron cosas lindas y otras tristes”, cuenta Karina, que tiene otros siete hijos: Antonella, de 23, Camila (21), Agustina (18), Matías (15), Juan (11) y las mellizas Valentina y Katrina (8).
En el terreno había una casa de madera con dos ambientes: el comedor y living, y una habitación. Por eso con el tiempo, viendo cómo trabajaba un vecino en su casa, Karina también levantó su casita de ladrillos con piso de material. Pero la tuvo que dejar hace dos años.
“Ya no dependo de nadie”
“Yo me separé por violencia de género, porque mi marido me pegaba mucho y no me dejaba salir de mi casa. Fueron más de dos décadas de maltrato, humillación y órdenes de lo que tenía que hacer, pero a una mujer no se la trata mal. Entonces vine a Akamasoa, porque me habían hablado del lugar, pero todavía no había nada, era un campo vacío. Gastón nos dijo que iba a hacer una escuela para que los chicos terminaran la escuela y la hizo, con un comedor y huerta”, recuerda.
En ese momento se quedó protegida en el barrio, donde la alojaron en una casita armada en un contenedor con Juan y Agustina, mientras el resto de sus hijos se quedaron con el padre. “Muchas compañeras me apoyaron, cuidaron y no me dejaron ir, porque ya probé varias veces y nunca cambia. Además, terminé la primaria y la secundaria. Ya tengo mi diploma”, asegura.
Desde su llegada a Akamasoa, Karina se dedicó a levantar las casas, sin saber si alguna le tocaría a ella. “Me gusta ayudar, enseñarles a las otras mujeres a construir y usar las distintas herramientas. Yo construí las casas, como todas, sin saber para quién era, pero pensando que me la podía ganar, por eso dejaba mi corazón, mi sudor y todo de mí. Yo sabía que lo iba lograr”, cuenta feliz y orgullosa.
La casa que le tocó es igual a las otras, con living-comedor y tres habitaciones (ella, Juan y Agustina tienen cada uno la suya), pero de color celeste. Mientras planea decorarla con plantas, asegura: “La casa es mi sueño. Y el nombre ‘La libertad’ me encanta porque a mis 47 años finalmente soy libre, ya no dependo de nadie”.
Más información
- Para contactar a Akamasoa o colaborar con su obra se puede donar dinero, tiempo de trabajo o materiales de construcción. Todos los datos necesarios están en su sitio web.