Discurso de odio en la Argentina: muy usado en la política, también afecta a comunidades pobres, migrantes y mujeres
El sociólogo e investigador del Conicet Ezequiel Ipar señala que estos mensajes promueven, incitan o legitiman la discriminación y la deshumanización; destaca que las personas con mayor nivel educativo son menos propensas a multiplicar estos discursos; y reconoce que si bien hay una ciudadanía dispuesta a desarmar estas manifestaciones, existe un gran temor a enfrentarlas por la violencia de las discusiones
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Si por estas horas alguien desde la Argentina pone en el buscador de Google el concepto “discurso de odio”, el resultado ofrecerá decenas (ahora quizás ya sean cientos) de notas, editoriales, análisis y entrevistas que relacionan el concepto con el atentado contra la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner. Hay contenidos de sitios argentinos y de agencias o medios internacionales.
Esa catarata de resultados se explica porque el término “discurso de odio” fue el más citado por el oficialismo para intentar explicar la supuesta génesis del intento de asesinato de la expresidenta. Eso significó señalar a la oposición, a la Justicia y a los medios como promotores de ese tipo de mensajes, particularmente aquellos que, según esa hipótesis, ayudan a construir un “odio” por la presidenta del Senado. La respuesta de la oposición no se demoró y fue en el mismo sentido: le adjudicaron al oficialismo aprovechar el intento de magnicidio para alentar el odio contra referentes opositores.
Las declaraciones y pronunciamientos cruzados alimentaron el motor de búsqueda de Google de manera tal que se puede producir una idea equivocada: que el término “discurso de odio” está estrictamente limitado o asociado a espacios políticos.
Los más afectados
El sociólogo e investigador del Conicet Ezequiel Ipar es una de las personas que más ha investigado el tema en la Argentina. De hecho relevó cómo se han amplificado prejuicios odiosos que recaen sobre “los pobres”, los migrantes latinos, “los judíos” o las mujeres. LA NACIÓN habló con él sobre el origen de estos mensajes y, particularmente, sobre cómo podemos operar para desarmar esos discursos. “Lo que sucede hoy es que la actitud de reprobación o la que encuentra la necesidad de poner algún límite frente a determinadas expresiones no deja ningún rastro en la trama de las propias redes, porque se retrae a la condena moral privada o porque tiene miedo de participar debido al grado de violencia que adquieren las discusiones”, afirma Ipar, que encabeza el Laboratorio de Estudios sobre Democracia y Autoritarismos (LEDA) de la Universidad Nacional de San Martín.
–Desde el atentado que sufrió la vicepresidenta la semana pasada, se repitió tanto el concepto “discursos de odio” que podríamos caer en una naturalización. En términos sociológicos, ¿a qué se denomina discursos de odio?
–El concepto tiene varios significados relevantes, ya sea que lo pensemos desde el campo jurídico, moral, sociológico, lingüístico o psicológico. Para el debate público, sin dudas la dimensión normativa es tal vez la más importante y aquí aparecen en primer lugar todos los esfuerzos por derivar de los tratados de derechos humanos estrategias para prohibir la “promoción del odio racial, nacional y religioso que constituya una incitación a la discriminación, la hostilidad o la violencia” (Plan de Acción de Rabat de las Naciones Unidas). Desde un punto de vista más sociológico podemos entender a los discursos de odio como aquellos que se pronuncian públicamente para promover, incitar o legitimar la discriminación, la deshumanización o la violencia hacia una persona o un grupo de personas en función de la pertenencia de las mismas a un grupo religioso, étnico, nacional, político, racial o de género.
–En los últimos años se investigó mucho sobre la vinculación de los discursos de odio y su relación con la crisis de las democracias y el “debilitamiento de valores y consensos democráticos” a nivel global, como lo describieron ustedes. Pero los discursos de odio no empiezan con esa crisis que desde el LEDA identifican a partir de la crisis financiera de 2008. ¿Cuándo surge el concepto?
–Habría que pensar aquí varios momentos del concepto, vinculados a esfuerzos por superar tragedias históricas o, en el sentido contrario, a procesos de ampliación de derechos. En el primer caso, sin dudas, está la preocupación por lo que provocó la conjunción de ideologías totalitarias y nuevos medios de comunicación de masas en el siglo pasado. Me refiero especialmente a la promoción que hizo el nazismo del odio racial a través de un empleo muy poderoso de los nuevos medios de comunicación de la época, que eran el cine y la radio. Luego se podría mencionar la discusión que se genera en torno al concepto de discursos de odio a partir de las luchas por los derechos civiles de las minorías y contra todas las formas de discriminación contra las mujeres y las diversidades sexuales. Esto termina en una fuerte y muy interesante discusión en torno a este concepto entre autores como R. Dworkin y C. Mackinnon, donde el derecho a la libertad de expresión es confrontado con la necesidad de proteger los derechos de las mujeres y minorías étnicas en el espacio público y privado. Diría que hoy, con la irrupción de las redes sociales, estamos frente a un tercer momento de esta discusión.
–En distintos trabajos del LEDA identifican discursos de odio en la Argentina sobre minorías: personas pobres, migrantes de países latinos, judíos, mujeres. ¿Por qué el discurso de odio suele recaer sobre estas comunidades?
–Algunos de esos grupos se destacan porque han sido víctimas de los genocidios más trágicos de la historia humana. Me refiero especialmente a la inhumanidad que adquirió la persecución y el intento de exterminio de los judíos durante el nazismo o a las infinitas formas -en general nada sutiles- que tuvo la explotación y la violencia racializada contra la población negra en la historia de la modernidad. Algo de esas violencias, lamentablemente, persiste en la actualidad y se hace visible en el espacio público a través de esto que incluimos entre los discursos de odio. El caso de las mujeres y los migrantes nos enfrenta a un problema similar, de sedimentación de violencias históricas en nuestra cultura y de actualización de determinados prejuicios xenófobos o misóginos a partir de un contexto social y político que los hace volver a circular. El caso de la aporofobia u odio a los pobres implica un problema más reciente, donde lo que se hace sentir son los efectos de un tipo de relación con la exclusión económica en la que las desigualdades sociales van construyendo muros de separación entre las poblaciones integradas y excluidas cada vez más violentos.
–Hay muchas afirmaciones que promueven el odio y que están realmente muy extendidas. En algunos informes, ustedes citan algunas. Por ejemplo, que “los pobres no quieren trabajar” o que “los extranjeros se aprovechan de las fronteras permeables de la Argentina para disputarle el trabajo a los argentinos nativos”. Sobre muchas de estas ideas hay desinformación y prejuicios. ¿Pero cómo es la génesis de estas afirmaciones?
–Es muy difícil contestar a la pregunta por el origen de los elementos culturales o directamente de los textos que le dan forma y hacen circular a los prejuicios discriminadores. Existen desde viejas mitologías que se acumulan en lo más profundo de nuestra historia hasta construcciones que surgen al calor del momento. El mito referido a la no laboriosidad de los pobres lo podemos remontar hasta los comienzos de la sociedad capitalista, sobre todo en el pasaje a las sociedades industriales, donde la productividad del trabajo empieza a volverse un tema clave para la organización de la economía. Esa afirmación en el siglo XVIII en general estaba asociada al intento por llevar la jornada de trabajo hasta el límite. Entonces alguien cuyo rendimiento bajara luego de 10 o 12 horas de trabajo podía ser catalogado y estigmatizado como alguien que no tenía una verdadera voluntad para cumplir sus obligaciones laborales. Esos mitos resisten en la historia y llegan hasta nosotros, obviamente en un contexto económico y jurídico diferente. En las posiciones que se tomaban en esas luchas sociales están las huellas de muchos de los prejuicios contemporáneos.
–Cuando alguien inicia o reproduce un discurso de odio, ¿suele reconocerlo como tal? ¿Registran arrepentimiento?
–Esta es una pregunta importante, porque finalmente refiere a la posibilidad de reflexionar sobre una transformación o un proceso de aprendizaje. Diría que el primer problema es el del no reconocimiento del daño, en algunos casos muy profundo y duradero, que pueden producir los discursos de odio por parte de quienes los enuncian. La normalización o la banalización del daño y el sufrimiento de los afectados sería un segundo asunto relevante, porque ahora no se trata de que no registran el daño sino que ese daño que reconocen no les parece relevante desde el punto de vista moral o del cuidado que le merecen los otros en los intercambios sociales. Estas dos situaciones están muy extendidas en las sociedades contemporáneas: no veo que mi discurso sea violento o si lo veo no lo considero importante. Para que esas posiciones cerradas se modifiquen en general no alcanza con la exposición o el señalamiento del contenido de odio. Lo que abre una oportunidad ahí es la discusión y la conversación pública sobre todo lo que implican esos prejuicios, también para quienes los sostienen.
–Otros estudios que encararon hacen foco en el perfil de quienes más promueven los DDO en la Argentina. ¿Qué generación es más propensa a promoverlos? ¿Cómo influye qué grado de educación tiene o dónde vive?
–Curiosamente en nuestros estudios encontramos una mayor disposición a compartir o aprobar discursos de odio entre los centennials (16 a 24 años) y los millennials (25 a 40 años) que en las generaciones más grandes. Una explicación puede estar, obviamente, en la mayor espontaneidad para el uso de tecnologías digitales y los nuevos formatos de comunicación. Sin embargo, este dato también podría estar reflejando problemas más asociados al mundo económico, me refiero muy especialmente a la precarización o las infinitas fricciones del mundo del trabajo actual. En este caso, los prejuicios y los discursos de odio en el espacio público son como un emergente de ese malestar y esa frustración de los jóvenes. En general en este tipo de estudios aparece que la educación cumple algún papel positivo, porque a mayor nivel educativo hay una menor disposición hacia los discursos de odio.
–Entiendo que las redes sociales amplifican discursos de esta naturaleza. Es sencillo lanzar nuevos mensajes o compartir los que circulan e impactar, de pronto, a miles de personas en minutos. Pero imagino también que las redes permiten desarmar prejuicios y discursos y en eso hay mucha gente trabajando. Esa tensión, ¿quién la está ganando hoy?
–Hoy en esta tensión están ganando los prejuicios y los mensajes violentos, fundamentalmente porque la percepción de este problema es muy reciente, diría que no tiene más de cinco años desde que han comenzado a tratar este tema. Hasta aquí las empresas que facilitan y controlan la comunicación a través de las redes sociales aparecían ofreciendo un servicio neutro, muy cómodo, abierto y sin riesgos. Muchos usaban la metáfora de la plaza pública virtual o el salón de café donde uno se junta a conversar con amigos. Eso cambió, por varios fenómenos que se dieron a nivel global, tal vez de un modo muy decidido por todo lo que antecedió a la violencia política que terminó en el asalto al Capitolio. Pero no hay ni muchos estudios ni muchos recursos para contrarrestar hoy los discursos de odio en la esfera pública digital, digamos nada que esté a la altura del problema. En Europa han avanzado en los últimos tres años con iniciativas legislativas interesantes, discutibles obviamente, pero que al menos abordan el problema. También hay propuestas pedagógicas interesantes que están apareciendo, en un aspecto que a mí me parece fundamental, que consiste en darles herramientas (psicológicas y de uso de las tecnologías) a los usuarios para estar mejor preparados en estos casos.
–¿Cómo se desarma o deja de existir un discurso de odio determinado? ¿Existe algún ejemplo?
–Pensar que dejen de existir es algo muy difícil, ni siquiera estoy seguro de que sea posible. Lo importante es que se los pueda transformar, limitar en los casos más violentos y, sobre todo, que no se transformen en lo que algunas autoras llaman la “instauración de un presupuesto conversacional no deseado”. Es decir, que los discursos de odio no se inscriban en las reglas de uso de la conversación pública que finalmente no es el modo en el que la enorme mayoría de la ciudadanía quiere discutir. Hay algunos casos interesantes en términos de violencia de género, racismo o antisemitismo, sobre todo a nivel internacional, pero exigen una amplia articulación de estudios, demandas por parte de los afectados, iniciativas políticas y educativas.
–¿Qué puede hacer el Estado para desarmar los discursos de odio? ¿Qué país puede ser destacado por su política pública en ese sentido?
–Los Estados democráticos tienen por delante un gran desafío en este tema y una enorme responsabilidad, que debería involucrar a todos los partidos políticos, porque finalmente lo que aquí está en juego es el recurso más importante de las democracias: la palabra pública que se puede expresar libremente en condiciones de igualdad. Mirando el panorama global diría que me resultaron interesantes las iniciativas y los debates que se dieron dentro de la Unión Europea. Sobre todo los debates que intentaron poner arriba de la mesa todos los intereses en conflicto involucrados acá: el derecho a la libertad de expresión, el derecho a no ser asediado, discriminado o violentado en el espacio público, el derecho a la privacidad y el control sobre los datos personales que registran las plataformas y, finalmente, el derecho a una comunicación abierta y pluralista, donde se puedan discutir los problemas sociales en algún marco de razonabilidad.
–Más allá de no replicar un discurso de odio, ¿qué puede hacer la ciudadanía para desarmar estos mensajes?
–El papel de la ciudadanía es importantísimo y es mucho lo que se puede hacer. En primer lugar, salir del lugar de la pasividad y la contemplación indiferente, sobre todo frente a los casos más graves de discursos de odio o frente a lo que desde el LEDA hemos llamado “escenas de discursos de odio”, en las que se asedia o discrimina a determinadas personas de una manera especialmente violenta. De hecho, un problema que encontramos es el de la falta de recursos o iniciativa por parte de los usuarios que repudian o sienten una solidaridad profunda con alguna víctima de discursos de odio. Hoy lo que sucede es que la actitud de reprobación o la que encuentra la necesidad de poner algún límite frente a determinadas expresiones no deja ningún rastro en la trama de las propias redes, porque se retrae a la condena moral privada o porque tiene miedo de participar debido al grado de violencia que adquieren las discusiones. Entonces no hay crítica, no hay denuncia de los mensajes, no hay contestación y no hay solidaridad. Quiero decir, hay crítica y denuncia pero muy inferior a la que realmente habría si la ciudadanía tuviera menos temor y tuviera más herramientas para frenar y contestar los discursos de odio más violentos.
Más información
- El Laboratorio de Estudios sobre Democracia y Autoritarismos (LEDA) de la Universidad Nacional de San Martín tiene un sitio web con contenido abierto a la comunidad. Se puede visitar en este link.
- A nivel nacional, existe el Observatorio de la Discriminación en Internet, que ya elaboró un primer informe sobre el discurso de odio. Se puede leer en el sitio oficial.
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