Algunos docentes usan la literatura para que los chicos expresen sus temores; otros se ven obligados a acompañar a los alumnos en el dolor de despedir a compañeritos que fueron asesinados; mientras buscan reconstruir la esperanza, también explican la presencia de policías y gendarmes en las puertas de sus colegios
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Lunes, el cuaderno
Los alumnos y las alumnas de 3° grado se sientan en ronda en el aula. Las clases recién empiezan. Entran algo confundidos por lo que acaba de ocurrir en el patio. La bandera no subió hasta arriba de todo en el mástil. Quedó en la mitad, “a media asta”, les dijeron. Después la directora habló de la muerte de Máximo Jerez, un chico de 11 años.
Ellos tienen actividad este lunes en el barrio Cristalería, pero hay dos escuelas cerradas por duelo. La “Cacique Taigoyé”, una primaria bilingüe de Empalme Graneros, donde el 90% integra la comunidad qom, perdió a Maxi, uno de sus alumnos. En realidad no lo perdió, se lo arrebataron el domingo a la madrugada los disparos de una banda que disputa ese territorio de la zona noroeste para vender droga. En el otro extremo de la ciudad, al sur, unas horas más tarde, gatillaron una docena de veces contra el frente de la 6.430 “Isabel La Católica” y dejaron un mensaje mafioso. No hubo heridos pero los impactos quedaron en la puerta, la reja y hasta un pizarrón ubicado en la entrada.
Marcelo Vásquez, el docente del 3° grado que arma una ronda en el aula, pensó cómo abordar el tema de la violencia y eligió leerles un cuento. “El país de los miedos perdidos”, sobre un chico que le teme a los perros. El círculo invita a mirarse las caras, a contarse cosas. Después de escuchar la historia, todos empiezan a hablar. Alguien conecta la trama con lo que le pasó el otro día en el barrio, cuando hubo una balacera. Otro dice que está preocupado por la mamá o el papá.
La palabra circula y, como en los fogones de antaño, se crea el clima para sacar del pecho eso que pesa. Recién en ese momento los niños y las niñas van a sus bancos y empiezan a escribir. “Qué nos da miedo hoy? Las cosas grandes, los insectos, la altura, los tiros”, queda reflejado en uno de los cuadernos.
“La escuela vive la cotidianeidad, el día a día nos atraviesa. Tratamos de hacer un abordaje desde lo pedagógico y yo me apoyo en la literatura infantil. Ese día hablamos de qué es el miedo, cuándo y cómo lo sentimos. Ellos escribieron sobre sus angustias y aparece la violencia de las barriadas, que es muy despiadada y demasiado cercana”, afirma a LA NACION Marcelo, el maestro que realizó esa actividad.
A veces, esas vivencias traumáticas aparecen de forma explícita. “Te cuentan que hubo una balacera o un allanamiento y que no pudieron salir. Para cuidarlos, los padres tratan de que no estén en la vereda o en la plaza pero pasan mucho tiempo encerrados en su casa”, sigue.
Asoma así un riesgo adicional: el de anular la niñez. “Sí, eso está pasando. Ahora fue lo de Maxi, pero el año pasado tuvimos 30 pibes que en esta ciudad fueron asesinados por ese fuego cruzado entre bandas. Hay una niñez capturada que se va apagando y que queda entristecida. La escuela es vital porque ofrece un espacio y un tiempo en el que pueden jugar”, agrega el docente que lleva casi 20 años de trabajo en los barrios más conflictivos de la ciudad.
Miércoles, la carpeta y Luna
Máximo Jerez comía unas pizzas caseras en la casa de su tía en un pasillo del barrio Los Pumitas. Ya había pasado la medianoche pero nadie se duerme temprano debajo de los techos de chapa de un verano salvaje. Salieron con sus primos y vecinos a comprar una gaseosa al kiosco. Quedaron en medio de una emboscada de la banda que pelea con la familia de El Salteño por el control del narcomenudeo. Regaron de balas la esquina de San José y Cabal.
Maxi tenía que empezar séptimo grado en la escuela Taigoyé y estaba feliz porque además saltaba de categoría en el club de fútbol Los Pumitas. No llegó a clases ese lunes y su velorio se hizo en esa canchita. El dolor de la familia que migró desde Chaco en 1993, con Hugo Jerez, su abuelo, se convirtió en furia.
El país miró en vivo cómo los vecinos, el pueblo paciente y tranquilo de la comunidad qom, se levantaron contra el poder de los transas. Rompieron y prendieron fuego, otros se sumaron a los saqueos; en pocos minutos se devoraron una casa, después otra, y una más que era un kiosco de drogas.
Dentro de una vivienda de dos pisos destrozada quedó, abandonada y sobre los escombros, una carpeta abierta con sus hojas y ejercicios de inglés mirando a lo que fue un techo. Un crimen es, también, una cadena difusa de pérdidas sin sentido.
A la vuelta de ese punto, la última vivienda consumida por la pueblada está sobre San José y Cabal, a metros de donde cayó el chico de 11 años y otros tres primos heridos (dos de 13 y una nena de 2 años) por la ráfaga de una vieja ametralladora. Al lado vive Luna, que tiene 10. Ella tampoco fue a la escuela y dos días después, el miércoles, todavía tiene miedo de salir. El humo de al lado se le metió en su pieza y recuerda el pánico de no poder respirar. De escuchar en la tele a alguien que dijo que se iban a llevar a su mamá. No termina de entender por qué su familia, vinculada a Los Salteños (los transas que dominan esa cuadra), terminó enfrentada a la de Maxi, a quien conocía de la escuela y de tomar la leche en su casa.
Jueves, el problema en el pizarrón
Después de dos días de paro docente, una de las escuelas cerradas reabre el jueves. En la 6.430 “Isabel La Católica”, del barrio Tablada, al sur, realizan un abrazo solidario. Todavía quedan las marcas del ataque mafioso del domingo anterior.
La comunidad reflexiona sobre lo que pasó y piensan cómo seguir. “Nuestros niños escuchan balas todos los días. El oído está acostumbrado pero eso no puede hacerse cotidiano”, propone una maestra que también es vecina y pide a las autoridades “un plan social”.
Atrás, con tiza blanca sobre un pizarrón verde, no hay una cuenta matemática ni una oración dividida en sujeto y predicado. Como resumen de lo que las escuelas deben incorporar, permanece escrito un problema de la calle, una explicación de la violencia que origina el narcomenudeo, la usura y las armas. “Manuel debe 6.000 pesos”, dice el planteo inicial. Una flecha lleva a la siguiente frase que está rodeada por un círculo: “Plata o plomo”.
Esa ecuación narco para pibes, una imagen inverosímil para otros tiempos, se completa con un orificio de bala real a un costado. El hecho siguiente no tiene nada que ver y está muy lejos pero a alguien se le ocurre escribir sobre el piso y frente a otra escuela, la Tomás Espora de Parque Casas (zona norte), una reversión de la amenaza narco: “Clases o tiros”.
A las 6.30 del jueves las porteras avisan a la directora, que a su vez hace la denuncia. Se activa el protocolo desde Fiscalía. Aíslan el lugar donde está la inscripción para investigar y mandan policías. A una madre le llama la atención ese movimiento, le saca una foto a la ¿amenaza, broma de mal gusto? y la comparte en un grupo de WhatsApp. Todo ocurre muy rápido y antes de que las autoridades puedan contener y canalizar, el miedo hace su parte. Otras madres corren a retirar a sus hijos e hijas de la escuela, se enojan porque nadie les advirtió que estaban en riesgo. El chico asesinado en Empalme, la escuela baleada en Tablada, todo se mezcla en una breve psicosis colectiva en la que nadie tiene en claro qué ocurre en verdad.
“Nosotros no suspendimos las actividades. Fueron los padres y madres que vinieron”, aclara Carolina Jeandrevin, la directora, a LA NACION. “Acá no hubo un tiroteo ni había riesgo concreto. Los chicos estaban tranquilos y es el mejor lugar para ellos. Nos quedamos angustiados porque perdieron un día y además no vinieron al comedor al mediodía que también es importante”, agrega.
El establecimiento tiene unos 500 alumnos y entre otras actividades aprovechan un taller de radio para abordar problemáticas complejas. Se hacen preguntas, discuten, elaboran y después graban el programa. El próximo será sobre la inseguridad. El episodio de la pintada refleja que la tarea de contener y dialogar excede a los niños y es necesaria para toda la comunidad educativa.
Viernes, sahumada y mariposas
Después del estallido en Los Pumitas emergió el miedo, porque llegaron las amenazas de venganza de los transas que se vieron desafiados. El luto se estiró 12 cuadras, hasta la escuela bilingüe Taigoyé. Es viernes, día del regreso a clases, y apenas la mitad vuelve al aula: unos 170 de los 330 alumnos del nivel inicial y primario. Los directivos, aconsejados por el Consejo de Ancianos qom, abren la jornada con una sahumada espiritual, un rito ancestral para limpiar malas energías. El humo de las hierbas invade las aulas y baña a los alumnos y alumnas. Piden que Maxi a suba al cielo y se transforme en una estrella
“Estamos muy dolidos. Conocemos a la familia Jerez hace mucho tiempo. Yo fui maestro del papá y de los hermanos. En nuestra escuela, por la cercanía, más que alumnos tenemos familia, los chicos son como sobrinos”, comparte Manuel Moure, director de la Taigoyé desde 2007 y docente desde 1997. Pide aclarar que el lugar en sí nunca fue violentado y pretende conservarlo como un espacio de paz.
Moure cuenta que trabajaron de forma especial con los compañeritos de Maxi por el impacto del banco vacío en el aula. “Tratamos de que los chicos puedan expresarse, alivianar, evitar que eso se convierta en un problema psicológico. En general ellos asimilan más rápido las situaciones trágicas que los adultos, conviven mucho más con eso y se naturaliza algo que no debería”, dice el director y afirma que, como Marcelo en su clase de tercer grado, también acuden a la literatura para acercarse a los conceptos profundos del duelo y la resiliencia.
En el cuento “Qotoxon Lamaxat Ana Lauoxopi” (La mariposa dueña de las flores) las plantas, sus colores y fragancias, desaparecen del monte un día de forma repentina. El Cacique Taigoyé y la comunidad se ponen tristes y se sienten desesperanzados. Se dan cuenta que falta Qotoxon, la mariposa. “¿Qué fue lo que pasó? ¿De mariposa a oruga?”, se preguntan sin entender.
Hasta que un día las flores renacen y la mariposa regresa. Un viento fresco los renueva. “Desde ese momento, qotoxon anuncia que junto con las flores, llegan para alegrar nuestros días. Nos recuerdan que nos vamos transformando, que necesitamos ser pacientes y que no debemos perder las esperanzas ante cualquier situación”, cierra la fábula.
Además de Máximo Jérez, dos de los chicos heridos de 13 años también son alumnos de la escuela. Se preparan para su regreso. “La noticia desaparece de los medios pero la escuela sigue ahí. Esto ocurre no solo en Rosario, en el conurbano bonaerense es común. Quedamos nosotros, los clubes, las iglesias, algunas organizaciones y los centros de salud como amortiguadores, las únicas instituciones que estamos de pie”, concluye el maestro llegado de Corrientes en 1991, cuando la ciudad era otro mundo.
Apenas una semana
El caso de Máximo Jerez y los hechos registrados entre el lunes 6 y el viernes 10 de marzo conmovieron al país. En parte, porque los medios nacionales estaban en el barrio y se quedaron. Días antes habían baleado un supermercado de la familia Rocuzzo y dejado un mensaje que mencionaba a Lionel Messi. La Rosario rota ganó la centralidad y el presidente Alberto Fernández tomó nota, con un anuncio vinculado a la seguridad y el envío de más agentes federales. Pero hubo muchos crímenes antes.
El año 2022 cerró con 287 homicidios y con una tasa que fue cinco veces el promedio nacional, según el Observatorio de Seguridad Pública (OSP) de la provincia. El 70% de los asesinatos se explica en disputas de organizaciones criminales. Una de cada cinco víctimas tenía menos de 19 años (13 eran bebés, niños o niñas de hasta 14).
“La situación es insostenible. La violencia protagonizada por las bandas narco-policiales se ha adueñado de la región”, denunció Amsafé Rosario, el gremio de los docentes, y compartió una carta para ser leída en las escuelas que empieza: “Basta de matar a nuestros alumnos y alumnas”. Ese grito tampoco es nuevo, nació hace 10 años con otra serie de crímenes. La situación se agravó y la nueva crisis, pidió el sindicato, no debe ser utilizada para el desembarco de militares que multipliquen las muertes y el dolor, en lugar de atender las profundas causas sociales.
“Cada escuela elabora el tema como puede, con los recursos y la creatividad que tiene, porque estamos ante una situación tan brutal, donde los chicos y chicas quedan en cercanía de la muerte”, afirma Juan Pablo Casiello, secretario de Amsafé local. Los cuestionaron por el tono de la carta pública, porque era demasiado cruda para la primaria. De fondo, asomó otro de los problemas estructurales de la ciudad. La distancia cada vez más grande, el abismo que se abrió, entre el centro y la periferia.
“Hay lugares donde los alumnos se ufanan porque un familiar tiene un arma grande, «no sabés la pistola que tiene mi tío», te dicen, o cuentan que saben reconocer el calibre de las armas por el ruido del disparo. No sé si eso es cierto pero que se ufanen de eso es tremendo. En el centro todo eso no está naturalizado. Hay realidades distintas, consecuencia de tener espacios tan desiguales”, analiza.
Antes de Cristalería, Marcelo Vásquez fue docente en Ludueña y Las Flores. Observa en estos 19 años “un deterioro de las condiciones materiales y subjetivas que es evidente, se ha profundizado la marginalidad en la mayoría de los barrios de Rosario; hay pibes que están absolutamente fuera de todo”.
“El año pasado nos invitaron a una actividad de la Municipalidad en Puerto Norte (una especie de Puerto Madero). Fuimos con los chicos de 5° grado, unos 80 pibes. Cuando llegamos se fueron para el otro lado, hacia la baranda de la costanera y se quedaron mirando el río Paraná un rato largo, 15 o 20 minutos contemplando. Y la escuela no está muy lejos. Pero hay una ajenidad en la propia ciudad y eso también es muy violento. Si realmente nos preocupa, no podemos seguir con estas políticas con la infancia. Hay que cambiar antes de que se termine de deshumanizar y sea invivible”, relata.
Lejos de los bulevares del centro y de Puerto Norte, en el sur, el jardín Sapo Pepe despidió a dos nenas en 2022. En mayo, Auriazul, de 6 años, fue acribillada junto a sus jóvenes padres en uno de los triple crímenes del año. “Lamentamos profundamente tu partida, guardaremos siempre en nuestros corazones todos los momentos compartidos. Tus seños siempre vamos a recordarte”, escribieron desde el maternal. En diciembre, de nuevo: Candelaria, de 5, murió por una bala pérdida en Navidad. “Nos dejaste un vacío enorme... te vamos a extrañar hoy, mañana y siempre”, fue el mensaje. El muro de Facebook del jardín es una mezcla de fotos de niños jugando, sapos verdes y banderines de colores, con pedidos de justicia por homicidios y lamentos.
Licencia por miedo
La sangre no se detiene. Al contrario, febrero tuvo más velorios que días (fueron 31 homicidios en el departamento Rosario). La cantidad de heridos con armas de fuego en lo que va del año no tiene antecedentes. Más de tres por día en el segundo mes de 2023 (98 casos), muy por encima del promedio mensual (59), según el último informe del Observatorio de Seguridad Pública (OSP).
El delegado regional en Rosario del Ministerio de Educación provincial, Osvaldo Biaggiotti, asegura que los episodios de violencia vinculados a escuelas se profundizaron en los últimos dos años. Enumera “tres categorías que lamentablemente hay que distinguir”.
Las escuelas baleadas: Isabel La Católica de barrio Tablada fue la última de varias. Por hechos repetidos de ese tipo, el año pasado el Ministerio levantó paredes para proteger dos escuelas de Ludueña, como una forma de evitar que los tiros llegaran a las aulas sin barreras.
Otro rubro son las agresiones de los propios padres tras denuncias de abuso contra algún maestro. El funcionario las describe como “hordas” que se desataron sin pruebas. Un tercer ítem son los alumnos asesinados, los casos extremos “de un tejido social roto en los barrios y la escuela no deja de ser una caja de resonancia”, define.
La red de contención depende del caso. En Los Pumitas armaron un “corredor seguro” para que las familias puedan ir caminando las 10 o 12 cuadras hasta la escuela Taigoyé. En Isabel La Católica de Tablada montaron una custodia permanente de un patrullero, además de tres gendarmes en la puerta que parecen los porteros de esta era.
A las críticas contra esta gestión por haber desarticulado los pocos programas sociales activos y preventivos en el territorio (Plan Abre o Nueva Oportunidad), Biaggotti responde que existe un equipo socioeducativo de 40 profesionales solo para la región de Rosario. Hay, además, dispositivos de prevención de adicciones y de acceso a la Justicia.
Cuando una crisis se desata, muchos docentes quieren seguir trabajando, enfrentar la dificultad. Pero otros quedan atemorizados o amenazados o deprimidos. El reglamento contempla las licencias médicas por razones físicas o psicológicas. Pero el Ministerio tuvo que adecuar una nueva figura: el artículo 60 para “casos no previstos de carácter excepcional”.
En 2022, Educación usó ese comodín para 45 maestros y maestras de distintos niveles después de 15 hechos de violencia. Están de licencia superados por una realidad demasiado hostil.
En Villa Banana, otra zona compleja de Rosario, la escuela Marcelino Champagnat nació hace 30 años. Como una apuesta de la congregación religiosa Maristas, empezaron con un aula y crecieron. Después de las crisis de 2001, el narcomenudeo se extendió y las balaceras se daban en el patio. Los maestros se metían debajo de los escritorios y los chicos se tiraban al piso. Hablaron con los padres y madres, tomaron medidas de seguridad y en los últimos años el barrio se convirtió en sede de una importante urbanización que aún está en marcha.
“Cambió mucho todo. Cuando se abren calles y se ponen luminarias, se hacen cloacas y tendido eléctrico, empiezan a entrar las ambulancias y los taxis, las familias tienen una dirección en una calle y no un pasillo de tierra, o se puede salir de noche. Se reconocen derechos que estaban vulnerados y de esa manera se transforma la agenda del barrio y también la escuela. Se arma otra vida”, dice el director de la secundaria Roberto Fleba. Resume un largo proceso de convivencia coordinado con el Estado en sus tres niveles y bajo diferentes gestiones. No es un método, pero ante la amenaza de atajos punitivistas, marca una construcción colectiva y sostenida, un camino posible.
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