La red nacional de centros de tratamiento de las adicciones está fuertemente orientado a varones; en 16 provincias, las mujeres que necesiten tratarse por un consumo problemático deben abandonar su ciudad para conseguir una vacante
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Las mil vidas de Celeste dejaron marcas en su piel. Desde que a los 7 años huyó de su casa para escapar de su abusador, su historia tuvo tanto de sufrimiento y excesos que cuesta creer que quien la cuenta tiene solo 18 años.
“Que la vida me lleve adonde quiera”, dice que pensó de chiquita, cuando las calles de su ciudad, Viedma, en Río Negro, las sintió menos amenazantes que su propia casa. Enseguida, unos transas del barrio le ofrecieron marihuana y alcohol. También pastillas. Aquella primera vez fue gratis. Las que vinieron después fueron “a cambio de sexo”, como dice ella, como si todavía no pudiera convencerse del todo que eso que relata fue, lisa y llanamente, explotación sexual.
Ahora habla en un salón pequeño donde suele hacer terapia. Está a 900 kilómetros de su ciudad. Exactamente en el centro Madre de Lourdes, en el barrio porteño de Villa Soldati. Es un espacio que depende de la iglesia católica y es parte de la red de Hogares de Cristo, como le llaman a una red de centros orientados al tratamiento de adicciones para personas de bajos recursos.
“Llegué en marzo, gracias al padre Luis, un cura de Viedma. Lo fui a ver después de mi última sobredosis y me habló de este lugar. En Viedma no hay nada parecido”, explica. Después de aquella conversación, recuerda, fue a centros ambulatorios de su ciudad durante los siguientes tres días. De noche, dormía en una parroquia. Así hasta que le consiguieron la vacante y el pasaje en micro para la ciudad de Buenos Aires.
“Me vine sola. Fue la primera vez que viajé en micro”, dice, como remarcando su proeza y mientras acaricia el rosario negro que se pierde sobre su musculosa.
El hogar Madre de Lourdes está dentro de un predio parquizado donde funcionan varios clubes. Queda en la zona sur de la Ciudad, la más crítica, cerca de algunos de los barrios porteños más afectados por la pobreza, la falta de infraestructura y de personal policial, lo que los vuelven peligrosos, como por ejemplo la villa 1-11-14.
“La mayoría de las chicas llegan muy rotas. El consumo les saca todo, hasta los hábitos. Llegan sucias. Cuando las recibimos, son cuerpos sin conciencia”, dice con tristeza Carla Vázquez, coordinadora del espacio. En el Madre de Lourdes es frecuente que reciban mujeres de otras provincias, que llegan por falta de espacios en sus ciudades. “El desarraigo lo sufren mucho -agrega-. En los días de visitas las ves solas, nadie las viene a ver. Eso hace difícil y duro el tratamiento”.
Entre quienes vienen de otras provincias, Carla dice que el crack es una de las sustancias más consumidas. “También cocaína aspirada, pastillas, marihuana, mucho alcohol. Algunas consumen nafta o pegamento”, enumera. La falta de una red familiar cercana no solo hace más cuesta arriba el tratamiento, sino que es todo un desafío cuando avanzan en el tratamiento y comienzan a salir. “Acá no conocen nada ni a nadie. Eso las vuelve vulnerables”, reconoce.
16 provincias sin centros de internación
Si bien las estadísticas muestran que el porcentaje de varones y mujeres que consumen drogas es cada vez más parecido en sustancias como alcohol y marihuana, a las mujeres que atraviesan consumos problemáticos les cuesta más pedir ayuda para sí mismas que a los varones. La estadística de llamadas a la línea 141 para personas en consumo exponen que cada tres hombres que se comunican para pedir ayuda, solo lo hace una mujer.
Por un lado, quieren evitar la condena social, sobre todo si tienen hijos. En ese caso, se suma el miedo de que la Justicia intervenga y queden a cargo de otro familiar o de una institución de abrigo hasta que logren rehabilitarse. Pero la red de espacios de tratamiento para hacerlo parece decirle, de muchas maneras, que no merecen ayuda.
Según una investigación de LA NACION, los hombres ocupan la mayoría de las vacantes en los espacios de internación y son quienes más acceden a tratamientos ambulatorios. Además, el sistema nacional para quienes no pueden pagar un tratamiento ni tienen obra social o prepaga parece decirles que ellas no merecen ayuda: hay solo 13 centros de internación preparados específicamente para recibir mujeres y están en apenas ocho provincias. Mientras que hay casi cinco veces más espacios exclusivos para varones: 63.
La red de la Secretaría de Políticas Integrales sobre Drogas de la Nación (Sedronar) está compuesta por espacios públicos y privados que cuentan con subvención estatal, es decir son accesibles para las personas que no pueden pagar un tratamiento o que no cuentan con obra social o prepaga. Actualmente, según los datos informados por el organismo, en Santiago del Estero, Jujuy, Formosa, Tucumán, Entre Ríos, Corrientes, Misiones, Chaco, San Luis, Mendoza, La Pampa, Río Negro, San Juan, Catamarca, Santa Cruz y Tierra del Fuego no hay dispositivos de internación para mujeres.
En esos lugares, si una mujer necesita internarse debe viajar cientos de kilómetros para conseguir una cama, como en el caso de Celeste. Tratarse en el desarraigo implica, de mínima, tener dinero para pagar el boleto. Pero además, si tienen hijos, muchas veces ese viaje deja de ser una opción: no hay quien los cuide si ellas se van.
El titular de la Sedronar, Roberto Moro, reconoce que faltan espacios específicos para mujeres y que el organismo que encabeza no cuenta con fondos para crearlos. “En lo inmediato, queremos mejorar la accesibilidad de los que ya existen, en su mayoría ambulatorios, articulando con provincias, municipios y organizaciones de la sociedad civil”, explica.
El plan de Moro es capacitar a los referentes de todos los dispositivos para que puedan tener mayor entendimiento sobre las complejidades con las que llegan las mujeres. Y potenciar el trabajo en red con las provincias y los municipios para mejorar los espacios, por ejemplo, al ofrecer alternativas de cuidados para quienes lleguen con sus hijos. Ocurre que la oferta de la red de la Sedronar se completa con hospitales y dispositivos que dependen de los gobiernos municipales y provinciales.
“A la mujer hay que salir a buscarla. Si esperamos a que pida ayuda, pasan muchos años. Muchas veces, recién se la detecta cuando va a parir “, reflexiona la directora general de Políticas Sociales en Adicciones del Gobierno de la Ciudad, Jésica Suárez, quien reconoce que muchas veces las mujeres no se acercan a los dispositivos territoriales ambulatorios por temor a ser señaladas por sus vecinos.
“Por eso, las propuestas en este tipo de espacios tienen que ser abiertas a todo público, tanto el que consume como el que no. Y una vez allí, desarrollar estrategias para detectarlas y poder trabajar con ellas”, explica Suárez.
“Las mujeres tienen la presión de la crianza”
Jésica Suárez reconoce lo que algunos responsables de comunidades terapéuticas no se atreven a decir en voz alta: los dispositivos para mujeres son más costosos en términos financieros que los de varones. “Requieren mayor personal y una propuesta terapéutica que incluya la articulación con otros actores, por ejemplo, con espacios sanitarios para que realicen sus controles ginecológicos”, explica. Si las mujeres tienen hijos, no solo se requiere mayor espacio físico sino mayor articulación para el cuidado de esos chicos: cuidados de salud, vacunas, vacante en escuelas, etcétera.
“Si no hay lugar para los hijos, les ponés una barrera”, dice, categórica, María Elena Acosta, coordinadora del área de Mujeres e Infancias de los Hogares de Cristo, que en todo el país suma más de 270 dispositivos, la mayoría ambulatorios y muchos dentro de la oferta subvencionada por la Sedronar.
“A nuestros espacios, primero vinieron varones. Venían solos. Cuando empezaron a venir las mujeres, llegaban con sus hijos”, relata la mujer sobre los inicios de la organización. Actualmente, su oferta está concentrada en el Área Metropolitana del país. “En las regiones Noreste y Sur todavía no tenemos espacios de internación para mujeres”, reconoce.
El Madre de Lourdes no solo recibe a mujeres de otras provincias sino que también pueden internarse con sus hijos. “No maternamos por ellas”, aclara Carla. “Como sabemos que es importante que tengan tiempo para su recuperación, cuando el chico tiene 45 días o más, le conseguimos vacante en un jardín de infantes de la zona”, explica. Esa es, dice, una gran diferencia con el tratamiento de los varones. “Ellos no tienen la presión de la crianza. Pero las mujeres, sí”, reconoce.
Los chicos duermen con sus mamás en alguna de las habitaciones que dan a un patio interno. “La convivencia no es siempre color de rosas. Hay niños y niñas que no conocen otra cosa que la violencia. Si alguno viene y muerde a tu hijo, vos no reaccionás de la mejor manera, sobre todo si la mamá no lo reta”, reconoce una de las mujeres en tratamiento.
“Mamá, no vuelvas”
Mariana tiene cuatro hijos de entre 15 y 9 años, que por la edad quedaron en la casa de su hermana, la tía de los chicos. Hace una semana que llegó desde Gualeguaychú, Entre Ríos, para su tercera internación. . Necesita hablar para exorcizar demonios, pero pide hacerlo con otro nombre y sin posar para las fotos.
Entonces dice que tiene una edad que no aparenta y cuenta que hasta los 27 fumaba un porro cada seis meses. Cuando su hermano mayor le convidó crack, o la pipa, como le dicen en su provincia, no pudo pensar en nada más que en consumir. Hasta ese momento, Mariana se perdía en el consumo mientras sus hijos estaban en la escuela. “Quería mantener la apariencia de madre y ama de casa frente a mi mamá, mis vecinos y hasta mis hijos”, explica.
Pero eso cambió abruptamente. “Empecé a perder la paciencia con facilidad. Era como que los chicos presentían ese ambiente turbio y se desesperaban, se ponían nerviosos y yo me ponía más nerviosa. Me encerraba a consumir en el baño y los tenía afuera, preguntando: ‘Mamá, ¿por qué estás en el baño?’ Eran chiquitos pero se daban cuenta”, recuerda.
Fue entonces cuando vino a Buenos Aires por primera vez. “En donde yo vivo, solo hay espacios ambulatorios. Yo fui a esos espacios. Estaba bárbaro durante el día, pero después era volver a lo mismo, al consumo. Me pasaba toda la noche consumiendo y, al otro día, volvía al centro. A veces ni iba”, reconoce.