Susana Melgarejo fundó Las Voluntarias de María, un espacio en el Barrio Trujui, en San Miguel; se sostiene con donaciones, pero por el precio de los alimentos, ahora solo da de comer tres veces por semana; cuando ofrece carne o yogurt, muchas familias le dicen que llevan semanas sin probar esos productos
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Para Susana Melgarejo (58), cada niña, niño y adolescente que se acerca a pedir un plato de comida al comedor que fundó en el Barrio Trujui, de San Miguel, es un reflejo de su infancia. Ella sabe bien lo que es tener una niñez arrasada en derechos: desde pasar hambre hasta tiritar de frío. Se crio a varios kilómetros de allí, en una casilla de chapa en Villa Soldati y recuerda como si fuese ayer que si había algo que le dolía más que los retorcijones de la panza vacía, era la angustia de su mamá cuando no tenía qué darles de comer a ella y sus hermanos.
“Sufría mucho porque la veía sufrir a ella. Me acuerdo patente que había un señor al que le decíamos Varga, que era un sol para nosotros: cirujeaba y de la quema [de basura] nos traía pan en cajones de manzana. Estaban todos sucios y mi mamá los limpiaba y nos daba eso. Pasamos mucha hambre”, cuenta Susana.
Transcurrió casi media década de aquello y ahora ve caer la lluvia del otro lado de la puerta del comedor Las Voluntarias de María, una asociación civil que nació por iniciativa suya en plena crisis de 2001. Esta mañana de jueves, la tormenta es una cortina espesa que inunda los asentamientos aledaños. Susana espera atenta sentir el ruido de un camión acercarse por las calles de tierra: está por llegar una donación de 86 cajas de yogures de la empresa Danone y es lo único que tienen para repartir ese día.
“Hoy no pudimos cocinar. Otra empresa nos donó carne pero nos faltó para las verduras”, se lamenta. Y agrega: “¿Sabés lo que significa para los nenes del barrio recibir un yogurt o un poco de carne? Con lo que están los precios ahora, son gustos que no pueden darse nunca en sus casas. El otro día, un nene lloraba y me decía que siempre rezaba para que el comedor no cierre nunca, porque hay noches en que no tienen qué comer”.
El comedor no escapa a la realidad que atraviesan las familias del barrio: ahí también se vive el día a día. Susana y el resto de las voluntarias (su hija Maira y sus vecinas Carmen, la cocinera, y Alicia, son tres de fierro) intentan servir almuerzo y merienda tres veces por semana, pero no siempre lo consiguen.
En los últimos meses, la inflación galopante y su impacto en los alimentos agudizó la situación: “Hacemos lo que podemos. Capaz que un día cocinamos y al otro no tenemos nada. Ahora estamos sin gas: teníamos una deuda, nos cortaron el servicio, una señora de Recoleta pagó los 17.000 pesos que debíamos y no sé por qué no lo volvieron a instalar. Estamos cocinando al lado, en mi casa”, detalla Susana.
En total, asisten a unas 60 familias, que desde la pandemia retiran la comida en táperes. Todas provienen de dos asentamientos cercanos, Barrio Mitre y Villa del Polo. Son 217 chicos y chicas, y aproximadamente 100 adultos. Se sustentan únicamente con donaciones de empresas, particulares, iglesias y hasta el apoyo de los hijos de Susana. “Para mí el comedor es todo. Incluso la plata que me dan mis hijos para ayudarme, va para el comedor. Te lo juro por la vida de ellos: desde hace años tengo un solo corpiño. Lo lavo todas las noches y me lo vuelvo a poner. Cuando me dan para comprarme ropa, prefiero usarlo para una bolsa de cebolla o de papas”, asegura Susana.
Y, en seguida, aclara: “Hay gente que no me quiere porque acá no estamos con ningún político. Muchas veces me ofrecieron ayuda a cambio de que suba a la gente a un micro cuando hay un acto. Jamás acepté. ¿Cómo voy a pedirles a las mamás y a los viejitos que hagan eso? Nunca en mi vida cobré un plan social”.
Esa independencia, afirma, le pasa factura. Hay muchos días que no tienen qué servir o que se quedan con la olla vacía cuando todavía hay familias esperando llenar su táper. En esos momentos, Susana siente que en el pecho se le abre una zanja sin fondo, e intenta dar una mano como puede: con un paquete de fideos y arroz, por ejemplo, o con lo que haya.
Ella no baja los brazos. Sueña con cocinar todos los días de la semana (antes de la pandemia, de hecho, funcionaban de lunes a viernes), con ampliar el espacio y poner salitas donde vayan a atender pediatras, con que a ningún chico del barrio le falte un par de zapatillas. Pero cada vez que va a recorrer mayoristas en busca de precios (una tarea cotidiana que le lleva mucho tiempo), siente una ducha helada de realidad.
“Estamos muy mal. Vamos con la plata que logramos juntar haciendo ferias y rifas o con donaciones y nos caemos de espalda porque los precios están carísimos. Te doy un ejemplo: todos los años hacemos una campaña de Navidad para que cada familia reciba una caja grandísima y tenga su comida en la mesa, y los nenes regalos, pero este año no sé si vamos a poder hacerlo”, admite.
En eso, la lluvia afloja y aparece el camión que trae los yogures. Susana se emociona cuando lo ve llegar y reparte abrazos de alegría. Ana Ojeda (50) es la primera que llega a retirar los suyos. Ve la pila de cajas acumuladas y no puede evitar sonreír. Tiene cinco hijos, el más pequeño de 8 años, y también un nieto de 4. Piensa en la cara que van a poner cuando lleguen de la escuela y vean que hay postrecitos: “Yo no puedo comprarles esto. Están como 900 pesos cada uno”, dice Ana. En su casa, en general se alimentan a guiso y fideos, y desde hace meses ni siquiera se pueden dar “el gusto de un churrasquito”. La última vez que compraron un kilo de carne, fue hace tres meses. Hoy, a lo sumo, pueden comprar picada de oferta.
“Vivía amenazada y rezaba para salir de ahí”
La infancia de Susana en Villa Soldati fue dura. “Cuando no llegaba al año de vida, mi mamá se separó de mi papá y se juntó con el padre de mis hermanas menores. Él era muy violento, y cuando nos abandonó, mi mamá se quedó con nosotros, que éramos chicos. Ella era la sirvienta de todo el barrio: vivía lavando la ropa de los vecinos y limpiando casas por hora para darnos de comer. Algunos se aprovechaban y ni siquiera le pagaban”, reconstruye con dolor.
Susana soñaba con recibir un regalo el Día de Reyes o con festejar su fiesta de 15. Se acuerda bien de que algunos vecinos se burlaban de su pobreza, y le decían: “Parece que los reyes se olvidaron de vos”. También de cómo cada vez que llovía, temblaba de miedo de que el techo de chapa de la casilla se volara. “Tanto sufrimos que al día de hoy todavía tengo ataques de pánico y miedo a las tormentas”, cuenta. Y agrega: “Yo vivía amenazada: me pasaron muchas cosas en el barrio que siempre me las guardé para proteger a mi familia y que me siguen haciendo muy mal”.
Esas amenazas eran de parte del vecino que abusaba sexualmente de Susana cuando ella era una niña y su mamá se iba a trabajar. Le decía que, si contaba algo, iba a matar a su madre. Cuando lo cuenta, la voz se le vuelve un hilo fino y los hombros le caen, deshabitados, sobre el pecho: llora como lloraba de niña, como si el tiempo no hubiese pasado, como si ese dolor siguiera en carne viva. “Puedo estar re bien y de repente me acuerdo de eso y me duele el alma”, sostiene.
Entre el hambre, el frío, la violencia sexual a la que la sometía ese vecino y el dolor que le provocaba ver sufrir a su mamá, hubo una tarde que marcó la vida de Susana para siempre. Fue un 13 de diciembre, un día antes de que cumpliera 13 años. “Estaba muy triste y me fui caminando para el lado de la Iglesia que quedaba a unas cuadras de mi casa. Le pedí a la Virgen que por favor nos sacara de ahí. Le hice la promesa de que cuando creciera iba a ayudar a la gente que sufría como yo. Me quedé dormida y soñé con la Virgen: me dijo que me iba a llevar a San Miguel y que iba a tener cuatro hijos, tres varones y una nena. Yo no sabía ni dónde quedaba eso, pero después se cumplió todo”, recuerda.
Ese sueño quedó siempre ahí, latente. Susana dejó la escuela en tercer grado para empezar a trabajar y a los 13 años se instaló cama adentro en el departamento de una familia en Floresta: “Lloraba mucho a la tardecita porque extrañaba a mi mamá, no me olvido más. Estuve ahí hasta los 15 años”. Después, siguió trabajado por horas en casas de familia y con la ayuda del cura de su barrio, Susana, su mamá y sus hermanos pudieron alquilar una casa en mejores condiciones. Tenía casi 18 cuando conoció a Santo, el padre de sus hijos. Cuando Susana le preguntó dónde vivía y él le dijo que en San Miguel, sintió que aquello que le había dicho la Virgen en su sueño, comenzaba a concretarse. A los 20 quedó embarazada de su primer hijo y a los 21 se instaló en San Miguel.
Él trabajaba como durlero y ella era ama de casa. “Un día le dije a mi marido que quería dar una mano, porque había mucha gente del barrio que no tenía para comer”, cuenta. Era pleno 2001. Susana se acercó al comedor que tenía María Celina, una vecina, y se ofreció como voluntaria. Colaboró allí un año, hasta que la señora falleció y el espacio cerró sus puertas.
En ese momento, le pidió a su entonces marido que la ayudara a seguir con esa tarea. “Son unos cinco o seis chicos”, le mintió. Él pasaba el día afuera, trabajando, y ella empezó a recibirlos en su casa. Un día, cuando llegó, Santo se encontró con que en el comedor había casi 30 niños almorzando un guiso: “Se conmovió y me dijo que me iba a hacer una galería para que tuviésemos más lugar, me puso ahí una cocinita y así arranqué. Eran chicos que no tenían nada para comer y yo luchaba para darles un plato de comida”. Un año después, le puso al comedor el nombre Las Voluntarias de María en honor a la Virgen de Fátima y a aquella promesa que había hecho de niña, pero también como homenaje a María Celina.
“Cuando me llamaron, pensé que me estaban cargando”
En 2009, después de años de usar la galería de su casa, Susana empezó a soñar con alquilar el terreno de al lado e instalar allí el comedor. Consiguió el teléfono del dueño, lo llamó y le alquiló la propiedad durante un tiempo, hasta que el hombre le dijo que necesitaba venderlo y que le daba tres meses para conseguir otro lugar. A Susana se le vino el mundo al piso.
Era un viernes. Esa tarde, estaba en su habitación cuando sonó el teléfono de línea: “¿Susana Melgarejo? Te hablamos de la producción de Showmatch. ¿Tenés un sueño? Queremos invitarte a participar del Bailando”. Susana pensó que la estaban cargando. Desconfiada, les habló de la compra del terreno y desde la producción la convocaron a una reunión para el lunes siguiente. Cuando fue, le hicieron la propuesta formal de participar en el programa.
“El periodista Tití Fernández bailó para mí. No ganó, pero hizo todo lo posible y nos compró el terreno junto con el cantante Cacho Castaña, el jugador de fútbol Jonás Gutierrez, una fundación y otras personas que colaboraron. También nos ayudaron en la construcción del lugar”, cuenta.
Así, con la ayuda de muchos, incluyendo una escribana que se ofreció a hacerse cargo de la escritura del terreno, el sueño de Susana comenzó a volverse realidad. Hoy, es un espacio amplio, con cocina, dos baños y una escalera que todavía no lleva a ninguna parte, pero ella proyecta que algún día pueda conducir a un segundo piso donde haya consultorios médicos y actividades. Pero por lo pronto, su anhelo más inmediato es tener alimentos para cocinar todos los días.
“Dormían arriba de un árbol”
En los años que lleva con el comedor, Susana vio de todo. Al comienzo, recorría los asentamientos cercanos haciendo una suerte de “censo” casero para ver “cuál era la gente que realmente necesitaba ayuda”. Se acuerda bien de cuando llegó hasta donde estaba una señora llorando. “Le pregunté qué pasaba y me dijo que tenía un terreno, pero sin casa: con sus cuatro hijos dormían arriba de un árbol, en una especie de casita que habían hecho donde parte del techo era la puerta de una heladera. Cuando vi eso, empecé a luchar, a llamar por teléfono a la municipalidad, hasta que pudieron ayudarla a salir de esa situación”.
Por ese caso y muchos otros más, a Susana le dicen “el ángel del barrio”. Siempre está moviéndose para ayudar a alguien. Cada día, con Ángel, que es su pareja desde hace 12 años (él es remisero y hace changas), se va hasta la ciudad de Buenos Aires en auto a recorrer iglesias, comercios y casas de donantes en búsqueda de mercadería o cualquier cosa que puedan darle para el comedor.
Muchas veces, las chicas y los chicos se sorprenden con la comida que preparan. “Hace unas semanas, una empresa nos donó empanadas y un nene lloraba y me decía: ‘¡Hace cuánto no comía esto!’ Hay mucha pobreza”, dice. Y agrega: “Tenemos mucho miedo de la inflación porque no sabemos cómo vamos a seguir”.
Susana pide nombrar especialmente a las empresas que la apoyan y que hacen posible que hoy el comedor siga adelante: desde Danone, que dona yogures; hasta el laboratorio Roemmers, que dona leche y cajas para Navidad; y Williams Entregas, que todos los meses les compra carne. “El tema es que el kilo ahora se fue a 4.800, así que nos dura para una semana. Compramos carnaza, osobuco, hígado o pollo y con eso hacemos guiso. Acá le abrimos las puertas a todo el mundo: todos tienen derecho a recibir comida. Son humildes. Hay muchos chicos en el barrio con retraso en el crecimiento a causa de la falta de alimentación”.
Susana vive con Ángel y su hijo más chico, de 12 años, al que cría desde que tenía 3. “Él venía al comedor en muy mal estado, sucio, golpeado. Cuando me enteré de que la madre lo había abandonado y que el padre murió, luche mucho hasta que me dieron la tutela”, cuenta. Hoy, es el mimado de la familia. Además, tiene otros cuatro hijos, tres varones y una mujer, Maira, su mano derecha en el comedor.
Además de la comida, dice que lo más valora la gente del comedor es la contención que recibe en ese espacio. A varias chicas que cumplían 15 años y soñaban con una fiesta, Susana, con el apoyo que consiguió de diferentes personas, se los hizo realidad. Lo mismo con varones de 18 años. “Quiero darles todo lo que yo no tuve”, concluye.
Cómo colaborar
- El comedor necesita todo tipo de donaciones para poder seguir llevando adelante su tarea, desde alimentos hasta mesas, sillas, vasos y platos. También reciben donaciones de ropa. Para colaborar, contactarse con Susana al: 11 3637 8713.
- Para realizar donaciones la cuenta de Mercado Pago del comedor:
- CVU: 0000003100002870702053
- Alias: susana.melgarejo.mp
- CUIT/CUIL: 23178561014
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