Por lo menos 1900 hogares isleños siguen sin energía tras el temporal del 17 de diciembre; tuvieron que tirar comida y muchos permanecen incomunicados; hay personas electrodependientes que invierten todos sus ingresos en el combustible para el generador
El 17 de diciembre pasado, el Delta del Paraná vivió el temporal más devastador que los isleños recuerden. Volaron techos, cayeron árboles, estallaron ventanas, arroyos y ríos quedaron obstruidos por árboles y troncos. También se derrumbaron antenas de comunicación y se quemaron transformadores.
Según explicó Edenor en su momento, se “cayeron 299 postes de luz; 501 árboles fueron derribados sobre la red de media tensión; y hubo 90 líneas aéreas de media tensión cortadas, dispersas en una extensión aproximada de 60 kilómetros”.
Esa madrugada, los casi 20.000 habitantes de las tres secciones que conforman este conjunto de islas, separadas por el Río Paraná de las Palmas y Paraná Miní, se quedaron sin luz y para muchos de ellos fue apenas el comienzo de una pesadilla que dura hasta hoy.
“Me levanto con ganas de llorar”
Cintia Vescio vive sobre el arroyo Ramita Negra junto a su marido y sus tres hijos de 11, 16 y 20 años. Comparte el terreno con su sobrina y su cuñada, que tienen hijos de entre uno y 18 años. Cintia vende en ferias y ayuda en merenderos. Su marido, como muchos hombres de las islas, trabaja en la construcción.
“El día de la tormenta nos encargamos nosotros mismos de levantar todo”, dice y muestra la montaña de troncos y ramas que limpiaron del arroyo. Está enojada y escéptica, no relaja su gesto en ningún momento y subraya que “toda la comida que compramos para el mes se echó a perder”. El grupo electrógeno que comparten con tres familias no da abasto para abastecer en simultáneo a todos.
Selva Barreto, su cuñada, trabaja en tareas de limpieza en unas cabañas turísticas y vive en la casa de atrás, con su marido, su única hija y la pareja de ella. Tiene 45 años y se la ve agotada, triste, le cuesta mirar a los ojos y habla con la voz entrecortada.
“Me levanto con ganas de llorar, tengo un bajón que no doy más”, dice y enumera lo mismo que Cintia: la comida desperdiciada, el dinero gastado en combustible y la desazón que le provoca la situación. “¿Qué piensan que somos nosotros? ¿Se creen que somos indios?”, se pregunta con indignación y sigue: “¿No saben que nuestros hijos estudian y trabajan? ¿Por qué tardan tanto en devolvernos la luz?”.
Sin luz ni agua e incomunicados
“Me desperté a las 4 de la mañana por un ruido infernal: se había volado el techo y las maderas del piso temblaban”, explica Liliana Contrera, de 60 años, que tiene diabetes y es electrodependiente. Juan, su marido, sufre una discapacidad visual y ambos son pensionados que viven de ese ingreso. No tienen grupo electrógeno y, sin electricidad, Liliana no puede controlar su insulina y medicarse.
“Con mi marido salimos esa mañana a buscar las chapas del techo que se habían volado. Encontramos algunas y las pusimos como pudimos. Quedaron muchas partes de la casa al descubierto. Los vecinos y la Municipalidad de Tigre nos regalaron algunas más hasta cubrir toda la casa”, aclara Liliana, mientras quita del blíster unas pastillas que le dieron en el Hospital de Tigre y que reemplazan la insulina, que hoy no puede inyectarse por la falta de energía eléctrica. “La tormenta fue como un remolino metido debajo de nuestra casa, que nos envolvía y nos quería chupar”, recuerda.
Sin luz, no hay agua. Sin luz, no hay comunicación. Sin luz, no hay heladera. La vida de Liliana y Juan fue un infierno de 29 días: recién este domingo, 14 de enero le repusieron la energía. Durante ese tiempo estuvieron muchas veces incomunicados, ya que no tenían cómo cargar los teléfonos celulares.
La casa de Liliana y Juan es pequeña, de madera y levantada sobre postes crujientes que se asientan en un humedal, es muy representativa de las edificaciones de las más de 1.900 familias que hoy siguen sin luz, a un mes del temporal, según datos suministrados por Edenor al Ente Nacional Regulador de la Electricidad (ENRE). Su casa está a 300 metros del arroyo Ramita Negra, un lugar apacible que, en épocas normales, es zona de paseo para turistas y deportistas del remo.
Al surcar los arroyos del Delta, hoy es común escuchar motores chirriantes de grupos electrógenos que tapan el canto de los pájaros y de los que salen cables que cuelgan como guirnaldas, cruzando terrenos y casas. Los vecinos los comparten con otros para que puedan cargar los celulares o mantener la comida fría por unas horas. A Liliana y Juan los ayudó una pareja joven que se conmovió con ellos y les prestó uno hasta que le devolvieron la luz. “Hay que ver si dura”, dice Liliana con escepticismo.
Más de 1900 familias sin energía
“El Delta ha sido abandonado a su suerte”, dice Martín Nunziata, mientras prepara una pancarta para la concentración que organizaron los isleños para este mediodía frente a las oficinas de Edenor, en el partido de San Fernando, ante la falta de respuestas. A sus 75 años, sigue luchando por cuidar el Delta en el que vive hace medio siglo y se siente decepcionado de los gobernantes. El viernes, además, los vecinos se reunirán en asamblea con las autoridades municipales y provinciales, con representantes de la empresa Edenor.
“La única información que tenemos es la del ENRE, pero no es creíble porque le restauran la electricidad a la gente y luego se va de nuevo”, dice el activista socioambiental y artesano que organizó, junto a otros vecinos, la primera manifestación del 30 de diciembre frente a la estación fluvial, con botes y embarcaciones.
El 17 de diciembre, 16.000 hogares isleños de la primera sección y 5.000 de las dos restantes se quedaron sin electricidad y, más de 1.900 de ellos siguen sin luz hasta hoy. La electricidad para ellos es fuente de vida. Las bombas de agua, la heladera, los celulares, el termotanque, las herramientas de trabajo, la conexión a internet, la producción de artesanías y muebles y las conservas que producen para comercializar dependen de la electricidad.
“El problema de los cortes de luz no es de ahora”, dice Favio, vecino y fundador de Control Ciudadano Delta, una organización que trata de mantener la comunicación entre los vecinos y Edenor. Favio está convencido de que a la empresa de electricidad no le interesa la zona porque no es rentable. “Las instalaciones son precarias y no las arreglan, descuidan los tendidos y utilizan cables desnudos en una geografía arbolada, cuando saben que eso nunca va a durar”, aclara.
“El trabajo bajó muchísimo”
La falta de luz les afectó mucho la economía. Los isleños tienen empleos relacionados al turismo y a la forestación, con sueldos muy bajos y, muchas veces, en la informalidad. Tala de árboles, desmalezamiento, jardinería, limpieza, construcción y transporte fluvial son las principales salidas laborales de quienes viven allí. Y se repiten por generaciones. Algunos se animan a ir al “continente”, como le dicen ellos, y viajan varias horas de ida y vuelta en lancha colectiva para alcanzar mejores sueldos.
“El trabajo bajó muchísimo”, comentan en el almacén. La falta de electricidad hizo que se cayeran las reservas turísticas en muchos lugares, lo que ocasionó una cadena de servicios que quedaron en suspenso y llevaron la desocupación temporaria a muchos hogares.
“Hemos presentado proyectos de energías alternativas, pero nunca nos han escuchado”, añade Favio, que vive en la segunda sección de las islas y resalta que los trabajadores que contrató Edenor para enfrentar esta emergencia, son vecinos de las islas que están agotados y tampoco tienen luz al llegar a sus casas.
Entre los reclamos de la concentración de hoy, también pedirán justicia por Rubén Haita, un operario que falleció por quemaduras cuando realizaba tareas de reparaciones eléctricas, en el arroyo Caraguatá, y también por Natanael Manke, su compañero que está internado. Ambos trabajaban para Rowing, una empresa tercerizada por Edenor para enfrentar la catástrofe.
La distribución de agua
Desde la pandemia, la empresa AySA provee de agua potable a los isleños y eso permaneció en el tiempo. Al recorrer el arroyo, se ven hileras de bidones azules y vacíos, parados uno al lado de otro en distintos muelles.
“Camino con la carretilla por la huella de barro unos 800 metros para dejarlos en el Muelle San Cayetano y los busco unos días después”, cuenta Juan, el marido de Liliana, y aclara que no les deja las tapas porque se las roban.
El agua de los arroyos y ríos sólo sirve para la cocina y los baños. No obstante, ante la falta de electricidad, muchas familias optaron por hacerla potable mediante químicos, porque al temporal le siguió, días más tarde, una crecida inmensa que hizo intransitables los caminos internos.
Selva y muchos otros vecinos hablan de “bajón”, de “desgano”, de “no tener ganas de levantarse”. Se sienten impotentes ante el silencio de Edenor, que no les da respuestas. LA NACION hizo reiterados intentos por comunicarse con la empresa para obtener un informe de la situación pero no obtuvo respuestas.
El pasado viernes 12 de enero, el Gobierno bonaerense, a través de la Subsecretaría de Asuntos Territoriales del Ministerio de Gobierno, de la que forma parte la Dirección Provincial de Islas, intimó a la empresa de electricidad “a brindar toda la información que los vecinos solicitan, a mostrar un plan de acción para la reparación y restablecimiento del servicio y los plazos previstos para su normalización”. Además, decretó que, desde el 15 de enero hasta el 14 de febrero inclusive, los isleños viajarán en forma gratuita en el transporte fluvial.
200 mil pesos para mantener una generador
Los isleños que siguen sin luz calculan que, durante este mes, gastaron casi 200 mil pesos por familia en combustible para alimentar el grupo electrógeno solamente. “Lo encendemos a la mañana unas tres horas y, a la noche, unas cuatro o cinco horas, para enfriar la heladera, cargar los celulares y “para que los chicos tengan un poco de luz también”, dice Cintia.
Quedó una sola estación de servicio en todas las secciones del Delta, en el Arroyo Abra Vieja. El litro, en los almacenes, sale $1000 y, en la segunda sección, $1.500, es decir entre un 30% y 100% más que en el continente.
Como las lanchas colectivas y los almacenes tienen prohibido transportarlo, los vecinos se organizan para que uno vaya a Tigre y compre para todos. “Nos están dejando sin servicio. Hay como una planificación del éxodo”, denuncia el activista Martín Nunziata, quien cree que “hay una ambición muy grande de los desarrolladores de urbanizaciones privadas y hay cada vez más isleños que están pensando en irse”.
Hacia al Río Carapachay, el arroyo Ramita Negra se va abriendo y aparecen casas grandes, con jardines de césped prolijo y flores de colores. En los muelles, chicos y grandes disfrutan del agua y ya no se escuchan los ruidos de los motores sino risas y pájaros. La electricidad fue llegando de manera desigual a los vecinos y, mientras en los ríos principales había luz, los arroyos que los cruzaban no tenían.
En uno de sus arroyos, conocido como zanjón Pelusa, viven Mirta Militello y Augusto Luzuriaga, ambos jubilados. Por un camino angosto de barro, caminan 500 metros para llegar a su casa. Como los demás, estuvieron hasta el domingo 14 de enero sin luz. Ella tiene una discapacidad motriz que la obliga a usar un bastón. Viven allí hace dos años y la falta de luz, además de los mismos inconvenientes que sufren todos, limita su movilidad y la obliga a salir y volver de día porque la huella a su casa, durante la noche, está completamente a oscuras.
“Para ahorrar lo que gastábamos en combustible con el grupo electrógeno, le hice una conexión a gas, para alternar”, dice Augusto, su marido, que es ingeniero y aclara que el césped está largo “porque tenemos que elegir entre usar la cortadora o el generador”. A diferencia de los isleños, ellos son “de afuera”, aunque su situación económica es muy limitada. “Vivimos con la mínima”, aclara Mirta, que trabajó en tareas de limpieza”.