Si no fuese por quienes pasan cada tanto vestidos de ambo, por las ambulancias y las sillas de ruedas, por los carteles oxidados en los que se lee "clínica" o "planta depuradora", la casa en la que Leandro Cuenca vive con su familia podría estar en cualquiera de esos pueblos rurales donde al mediodía el tiempo parece detenerse. Pero no, se trata de un lugar único en el país: es el predio del Hospital Nacional Baldomero Sommer, el último leprosario que funciona en la Argentina, a 21 kilómetros de General Rodríguez.
Leandro tiene 17 años, es un chico alto, flaco y con el acento de su Misiones natal que todavía conserva, hace de guía turístico. "Para allá está el cementerio y aquello que se ve por ahí es la Iglesia. También hay kioscos y proveedurías, peña, teatro, centro de jubilados, jardín de infantes, escuela primaria y secundaria", señala el joven. Y agrega: "Esa es la tejeduría, donde hacen las sábanas y la ropa para los enfermos. Acá la vida es muy tranquila".
Hace algunas décadas, Leandro no podría haberse criado con sus padres. Estas 275 hectáreas en sus comienzos funcionaban casi como una "cárcel" de máxima seguridad y estaban divididas en dos zonas separadas por alambres infranqueables: la A para "sanos" (donde estaban los empleados administrativos) y la B para los "enfermos", que llegaban cuando no les quedaba más opción, muchos separados de sus familias. En cambio, para las nuevas generaciones se convirtió en su hogar, el lugar donde se criaron, "su pueblo". Un mundo donde la inseguridad los toca de lejos, en el que prácticamente no hay señal de celular y en el que ninguna casa tiene Internet.
El Hospital Nacional Baldomero Sommer, el último leprosario que funciona en la Argentina, está a 21 kilómetros de General Rodríguez. En sus comienzos funcionaban casi como una "cárcel" de máxima seguridad
Rodeados de frondosos cipreses, casuarinas y álamos, viven unos 250 pacientes: 200 están, por su cuenta o con sus familias e hijos, distribuidos en sus cuatro barrios –Santa Madre de la Cruz, Sommer, San Martín y Padre Arnau–; y otros 50, aquellos con alguna discapacidad que limita su autonomía, en los pabellones.
"A veces tanta paz te aburre. Pero si vas al centro, hay mucho ruido. Es como que nunca nos conformamos", admite Leandro, mientras camina a su escuela, la secundaria Nº 10. Son unos diez minutos andando desde su casa, donde acaba de despedir a Beatriz Amarilla, su mamá, con un beso y un abrazo.
El calor lo hace ir despacio. A las 13, la hora de la siesta ya arrima y todo está quieto; excepto por la parada del colectivo 500, que lleva y trae gente a General Rodríguez, el "centro" del que habla Leandro.
A contramano de lo que muchos piensan, la lepra no fue erradicada y en la Argentina hay entre 300 y 350 casos nuevos por año. Actualmente, esta enfermedad curable y de difícil contagio, tiene un tratamiento ambulatorio. Pero no siempre fue así. El Sommer abrió sus puertas en 1941 como un sanatorio-colonia. Alejado de todo, su misión era aislar a los enfermos.
La lepra no fue erradicada y en la Argentina hay entre 300 y 350 casos nuevos por año. Es una enfermedad curable y de difícil contagio, que tiene un tratamiento ambulatorio
La mayoría de los pacientes llegaban llevados por la policía. Sancionada en 1926 –y derogada recién en 1983–, la conocida como ley Aberastury era contundente: disponía el aislamiento hospitalario obligatorio y de por vida. El matrimonio civil para los enfermos estaba prohibido; y, si tenían hijos, les eran arrancados desde el parto y llevados a la colonia "Mi Esperanza", en Isidro Casanova. A veces, algunos iban de visita a ver a sus padres: podían hablarles a través del "Parlatorio", detrás de unos vidrios herméticos. Algo impensando para las familias de hoy.
En 1982, cuando ya se sabía que la enfermedad no se heredaba, los nacidos en el Sommer dejaron de tener como destino la colonia, que finalmente cerró. Además, empezaron a llegar otros pacientes junto con sus hijos e hijas. Ese fue el caso de la familia de Leandro.
Para Gustavo Marrone, director del Sommer, a pesar de los avances científicos sobre el conocimiento de la enfermedad, la palabra "lepra" sigue siendo una "absolutamente estigmatizante y no solo entre la población general sino, increíblemente, dentro de los propios médicos".
La palabra lepra sigue siendo una absolutamente estigmatizante y no solo entre la población general sino, increíblemente, dentro de los propios médicos
La casa que Leandro comparte con su mamá y sus hermanos, Maxi (23 años) y Carla (20), está en el barrio Santa Madre de la Cruz. Las paredes del exterior están pintadas de un naranja chillón, que contrasta con el verde del entorno: un jardín con macetas cuidadas de suculentas y una planta de frutillas. Las del living, están cubiertas de portarretratos con fotos familiares. En una, Leo es un nene de tres años con la cabeza repleta de rulos rubios y una remera de Boca, el equipo de la familia. En ese entonces, todavía no se había revelado: "Hoy es de Racing, por Francella. Su sueño es conocerlo", cuenta Beatriz, su mamá, en voz baja.
Los pacientes no pagan por los servicios de luz, agua ni gas. Además, se los provee de alimentos. Beatriz hace "laborterapia", como llaman en el hospital a los trabajos que realizan los pacientes a cambio de un peculio. Hoy está en el sector de rehabilitación. "Me sirve un montón, porque es el ingreso que tengo y puedo ayudar en mi casa", subraya.
Esta es mi casa
En 2008, cinco años después de que le diagnosticaran lepra, a Beatriz le dieron la casa donde vive. Leandro tenía siete años cuando llegó al Sommer desde Jardín América, Misiones, donde vivían. "Mucho no me acuerdo de cuando vinimos. Pero sí que fue por la salud de mamá. Además, después diagnosticaron también a mi papá y ellos necesitaban tratamiento", cuenta el joven.
Sí se acuerda bien que, al principio, el barrio le pareció "un poco raro". "Estaba muy lejos de todo y cerrado por un alambre. Después, empezamos a entender cómo se maneja todo acá", dice Leandro. Hoy, está en 6° año, a punto de terminar el colegio.
En la escuela Nº 10 conviven estudiantes que son hijos de pacientes, pero también de empleados y otros que viajan desde los campos cercanos. Para Leandro, adaptarse no fue fácil. "Había chicos que por ahí no sabían cómo era vivir acá y decían: ‘Mirá ese, es hijo de’. Eso, la discriminación, fue lo más difícil", cuenta.
¿Cómo es vivir en el Sommer? "Yo lo viví normal: fui al colegio y tengo amigos. Para el que se cría de chico acá, es común por ejemplo ver personas con discapacidad, las secuelas de la enfermedad", detalla.
Cuando tenga dinero creo que lo ideal para mí es salir de acá. No es que me quiera alejar, sino vivir en otro lugar y quizás trabajar acá
"Cuando era más chico, después de la escuela me iba al Proyecto Rayuela, que funciona acá adentro y hacen juegos y deportes. Es un lugar que te despeja de muchas cosas y los profesores buscan que los chicos se fije en todo lo que se puede hacer, no importan donde estés", detalla el joven.
El año que viene quiere empezar el profesorado de educación física en Las Heras. El día de mañana le gustaría vivir fuera del hospital: "Cuando tenga dinero creo que lo ideal para mí es salir de acá. No es que me quiera alejar, sino vivir en otro lugar y quizás trabajar acá", proyecta.
En el Sommer la señal de celular va y viene. Para ver las redes sociales, los jóvenes ya tienen identificados los puntos a donde llega. Si quieren subir fotos pesadas, mejor esperar a ir a General Rodríguez. "Cuando llueve, la señal se va por completo: es como que sos de otro planeta", dice Camila Arce, que tiene 18 años, nació y se crio ahí. Su mamá, Miriam, tenía 13 años cuando llegó desde Resistencia, Chaco, al Sommer. Sus papás (los abuelos de Camila) eran enfermos de lepra y a ella la llevaron a un colegio de monjas. Cuando descubrieron que también tenía la enfermedad, la mandaron al Sommer. "Nunca conoció a sus padres. Se crio acá, trabajaba en los pabellones y cuando llegó el momento le dieron una casa y conoció a mi papá en Rodríguez", cuenta Camila.
Mi mamá nunca conoció a sus padres. Se crio acá, trabajaba en los pabellones y cuando llegó el momento le dieron una casa y conoció a mi papá en Rodríguez
La adolescente dice que a las 22 "se apaga el Sommer". "La gente se va a los pabellones y ya es la hora de dormir: no podés hacer otra cosa", resume. Su papá, Sergio, trabaja en el hospital como secretario administrativo, al igual que dos de sus hermanos. Su mamá, limpia en los pabellones. Sobre su infancia, recuerda: "Criarse acá no es lo normal para un chico, porque hay toda gente grande y te tenés que acostumbrar a esa vida. Por ejemplo, no podés hacer ruido a la hora de la siesta. Pero es lindo, hay una paz única", afirma. Sus 15 los festejó en el centro de jubilados del hospital: 150 invitados en un salón decorado con violeta y blanco, sus colores preferidos.
Si pudiese vivir en otro lugar, Sharon Falcón seguiría eligiendo su barrio, El Porvenir, justo enfrente del Sommer, donde la mayoría de los vecinos son empleados del hospital. Tiene 18 años y la casa donde hoy vive con su hermano Ezequiel, de 21, y su novio, perteneció a su padre y, antes, a sus abuelos. Como la suya, son varias las familias que viven en torno al hospital y cuyos miembros realizan allí distintas tareas.
El abuelo de Sharon manejaba ambulancias, su abuela era enfermera, su papá conduce los carritos eléctricos que llevan a los enfermos por el predio, su hermano trabaja en una garita de seguridad.
Cuando iba a 4°, los papás de Sharon se separaron y ella se fue durante un tiempo a vivir con su mamá a San Miguel. "No me gustó, es otra cosa, nada que ver. Acá es otro mundo, muy tranquilo", dice Sharon. Y agrega: "Nos conocemos todos".
No me imagino yéndome a otro lugar: sería difícil que me adapte
A ella le encanta actuar y participa del proyecto Teatro con Todos, de la secundaria Nº 10. Trabaja todas las tardes: a veces como moza en una estancia cercana, otras limpiando casas de familia en General Rodríguez o cuidando el hijo de una prima que vive en su barrio. En febrero empieza a estudiar para maestra. "No me imagino yéndome a otro lugar: sería difícil que me adapte", admite.
"Es increíble que la lepra siga metiendo tanto miedo"
Gustavo Marrone es dermatólogo, especialista en leprología y director del Hospital Nacional Sommer. Explica que si bien la lepra no es considerada hoy un problema de salud pública, porque hay menos de un caso cada 10.000 habitantes, aún no está erradicada.
"Es llamativa la ubicación geográfica del hospital, en un lugar rural y hasta escondido. Pero no es una casualidad: en su momento, formó parte de la estrategia del aislamiento del enfermo de lepra", cuenta Marrone, quien trabaja en el hospital desde hace 31 años.
El medico detalla que el camino que conducía antiguamente al Sommer tenía una sola trocha, con lo cual el flujo de tránsito era en una u otra dirección. "Hoy, por suerte la infraestructura vial cambió, al igual que la institución, que ya no es más un leprosario exclusivamente sino un hospital polivalente de mediana complejidad, que sigue albergando a los viejos enfermos de lepra que fueron desinsertados de la sociedad", agrega.
La lepra afecta principalmente la piel y los nervios periféricos y su transmisión se da por contacto directo y prolongado entre un enfermo no tratado y una persona susceptible de contraer la enfermedad. Según datos del Ministerio de Salud de la Nación, el 80% de las personas poseen defensas naturales contra la lepra. "Además, no todos los tipos de lepra son contagiosos. Paradójicamente, es la enfermedad infectocontagiosa menos contagiosa de todas", asegura Marrone.
Paradójicamente, la lepra es la enfermedad infectocontagiosa menos contagiosa de todas
Actualmente, el tratamiento es ambulatorio e incluye el uso de antibióticos, antiinflamatorios y el control de las secuelas. La medicación es entregada gratuitamente por el Programa Nacional de Control de Lepra del Ministerio de Salud de la Nación.
Pero Marrone detalla que, antes de la era antibiótica, el enfermo de lepra era considerado como muy peligroso y altamente contagioso. "Al no existir los antibióticos, no era curable. Por eso, su tratamiento consistía en el aislamiento completo. Así fue que aparecieron los leprosarios no solo en la Argentina sino en todo el mundo", dice. En el país, se fundaron en Córdoba, Entre Ríos, Misiones, la isla del Cerrito, en la confluencia del río Paraguay con el río Paraná, y el Sommer, en Buenos Aires.
"Hoy los casos nuevos provienen casi exclusivamente de las regiones donde la enfermedad sigue siendo endémica: la noreste y norcentro del país. Con el tratamiento que hay, que son tres drogas, es absolutamente curable y si es diagnosticada oportunamente no deja ninguna secuela", subraya Marrone. Y agrega: "Lo que sucede con los pacientes que fueron diagnosticados tardíamente o que vienen de la era preantibiótica, es que tienen secuelas neurológicas, en algunos casos muy importantes, problemas motrices, amputaciones o ceguera".
El médico reflexiona: "Es increíble que ya sabiendo que es una enfermedad tan poco contagiosa y curable 100% con antibióticos, siga metiendo tanto miedo".
Considera que debieran haber más campañas de concientización y mayor formación de los profesionales para que los casos nuevos sean diagnosticados de forma temprana. "La enfermedad tiene una etapa de manchitas en la piel, cuando comienza. Esa etapa muchas veces pasa desapercibida, porque el paciente no le da la importancia que merece o porque el médico generalista la mal diagnostica y se pierde esa primera consulta que es fundamental", concluye.