El fenómeno crece en barrios populares de la ciudad de Buenos Aires y el conurbano bonaerense; muchos abandonan la escuela y cuentan que la merienda suele ser su última comida del día
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Desde el año pasado, Luca, de 9 años, empezó a dedicar sus tardes a recorrer el barrio donde vive. Junta chapas, latas, cartón y cualquier otro material que pueda venderle al chatarrero que queda a unas cuadras de su casa. Va a cuarto grado y lo hace después de la escuela. Sale con una mochila al hombro, a veces con su hermana Mía, de 12, y otras con un amigo de su edad.
Lo cuenta con el ceño fruncido y aclara que esa plata tiene un objetivo claro: “Ayudar a comprar la comida para casa”. Conoce exactamente lo que se paga por lo recolectado y sabe bien que lo más valioso es el cobre, por eso siempre anda buscando cables para pelar o electrodomésticos que pueda destripar.
Hay días que recuerda con entusiasmo: “Con mi amigo, un vuelta entramos a la casa de su abuela y tenía una tele que no andaba. Le rompimos el vidrio y empezamos a sacar todo: el cobre, el plástico y lo fuimos a vender. Con eso pude arreglar mi bici, que se había pinchado”, cuenta. Otros, son mucho más grises: “Una vez nos robaron las cosas. Las habíamos escondido en las vías del tren, entre el pasto: era una bolsa con cobre y latas. La guardamos ahí porque el chatarrero había cerrado, pero al otro día, cuando fuimos, ya no estaba”. Lo dice y en su cara algo se apaga de golpe.
Mía explica: “Con lo que juntamos compramos alitas de pollo o una comida sencilla, porque mi mamá y mi papá no tienen plata todos los días. Salimos sólo por el barrio porque por otro lado no nos conocen y tenemos miedo de que nos pase otra cosa”. Lo máximo que llegó a juntar ella, después de semanas de recolectar pilas de cartón, fueron 3 mil pesos.
Los hermanos viven en el barrio Los Perales, en Tortuguitas, partido de Malvinas Argentinas. Esa tarde de sábado es día de fiesta: en el comedor “Seve y Leo” hicieron un costillar para recibir la primavera y los dos se acaban de comer un plato lleno. Es la primera vez en lo que va del año que, gracias a una donación, en el comedor hacen carne de vaca. Muchos niños ni siquiera se acuerdan de cuándo fue la última vez que recibieron ese alimento en sus casas.
En la Argentina, cada vez son más las chicas y los chicos como Luca y Mía que, desde edades tempranas, salen a cartonear para comprar comida. Lo hacen a partir de los 9 años, en general en grupos pequeños, entre hermanos, primos y amigos de edades similares o ya adolescentes. Caminan en busca de materiales como cartón, hierro, vidrio, aluminio, bronce o cobre (estos dos últimos son los mejor pagos y, por ende, los más preciados). Luego, los venden a los “chatarreros”, espacios en su mayoría informales que proliferan en los mismos barrios populares de la ciudad de Buenos Aires y el conurbano bonaerense donde viven.
Según los referentes territoriales consultados por LA NACION, el fenómeno empezó a crecer a partir de la pandemia y se profundizó, sobre todo, en el último año. Muchos niños y adolescentes dejaron la escuela y cuando se les pregunta cómo imaginan su futuro, las respuestas parecen fotocopias: “Vivo el día a día”.
Amalia Leguizamón, fundadora del comedor “Seve y Leo”, asegura: “Lo que vi en estos últimos siete meses fue tremendo. Hay niños que abandonan la primaria, algo que antes no pasaba. Empiezan juntando cosas con un carrito y luego pasan a vender pañuelitos en el tren. Y en la calle, muchos conocen la droga. Esa es la cruda realidad”.
Sus historias deben ser leídas en un contexto más amplio. Hoy, en la Argentina, más de 1,8 millones de niñas, niños y adolescentes viven en la pobreza extrema, algo así como 14 de cada 100 chicos y chicas. Dicho de otra forma, crecen atravesados por el hambre.
Así lo refleja el informe Crecer sin pobreza, para que la lucha contra la pobreza infantil sea prioridad en la agenda pública, que fue presentado esta semana por la Asociación Civil Igualdad y Justicia (ACIJ). Además, de acuerdo a datos de Unicef, el año pasado casi el 20% de los hogares con niños dejó de hacer al menos una comida al día.
No hay cifras que den cuenta de la cantidad de chicas y chicos que, como Luca y Mía, salen a la calle a cartonear. Sin embargo, la Federación Argentina de Cartoneros, Carreros y Recicladores (FACCyR), entidad que representa a 1150 cooperativas que nuclean a unos 20 mil recuperadores urbanos, estima que en los primeros cinco meses del año se sumaron por lo menos 35 mil cartoneros a esta actividad. Ya hablan de 205 mil en todo el país, un 20% más que en diciembre de 2022.
“A veces no tenemos para cenar”
Luis (16) es el mayor de ocho hermanos. Todos comparten una misma habitación en la casa en la que viven con su papá (que hace changas) y su mamá (ama de casa), en Los Perales. Desde chiquito siempre juntó botellas o cartones para darle una mano a su familia, pero el año pasado empezó a salir todos los días con un carro que le prestaba un vecino.
Desde las 8 de la mañana hasta las 14, Luis y un hermano menor caminaban en busca de cualquier cosa para vender. “A veces sacábamos 2 o 3 mil lucas”, cuenta. Tiene varios amigos, todos preadolescentes y adolescentes, que también cartonean. Este año, él dejó el secundario.
Hace un mes que Luis empezó a trabajar los fines de semana pegando y despegando carteles publicitarios de políticos en los colectivos. “Hay un señor que me lleva a Devoto y me paga 4.500 el día”, cuenta. Pero a veces vuelve a agarrar el carro: “El mes pasado fui una vez a Capital en tren pero no hicimos nada, nos tuvimos que volver. Fuimos a la villa 31 con mi hermanito de 15, un amigo de 16, uno de 17 y uno de 18, porque nos dijeron que estaban alquilando carros, pero ya era tarde y no había ninguno”.
Todas las tardes, Luis y sus hermanos toman la merienda en el comedor de Amalia: “A la noche, si tenemos algo para comer, comemos. Así nos arreglamos. Pero la última comida suele ser la merienda”. Más allá de la comida, el adolescente cuenta que, lo que más necesita, es un par de zapatillas (calza 40), porque las que tenía se rompieron.
Para Bauti la situación es muy similar. Tiene 10 años y desde los 7 empezó a salir a la calle a buscar materiales para vender. En su casa no tienen agua desde hace años, y para higienizarse o tomar la buscan con baldes en lo de vecinos. Dice que todo lo que junta lo guarda “para comer y poder arreglar lo del agua”, pero también admite que, en general, “no alcanza para nada”. Cuando sea grande, quiere ser albañil. En lo inmediato, sueña con una pelota: “Tenía una pero mi perra me la pincho”. Se entusiasma con que alguien que lea esta nota pueda regalarle una: si es de Boca, como él, mucho mejor.
“Muchos dejan la escuela”
El trabajo presentado por ACIJ esta semana se basó en datos oficiales y en la última información disponible de Unicef. La investigación destaca que “el 57% de la población infantil vive en condiciones de pobreza, y, al menos, el 12% sufre pobreza extrema. Eso significa que 7,4 millones de niñas, niños y adolescentes viven sin acceso a derechos básicos (según el Indec, equivalen al 57% de los menores de 17 años), y que más de 1,8 millones (el 14,3%) crecen sin una alimentación mínima”.
Para Natalia Zarza, la frialdad de los números se traducen en la cotidianeidad de su barrio. Es referente de la rama sociocomunitaria del Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE) y vive en Villa Fiorito, “el barrio cartonero por excelencia”. Forma parte de la cooperativa Amanecer de Los Cartoneros, que suma unos 4.000 trabajadores. “Después de la pandemia empezamos a ver a niñas, niños y adolescentes cartoneando. En general, a partir de los 9 o 10 años. También se empezaron a ver en el barrio muchos más galpones que compran esos materiales de forma informal. Las chicas y los chicos que están en la calle son hijos de familias que no están organizadas en cooperativas”, explica Natalia.
Para aquellas que sí forman parte de espacios formales, el MTE cuenta con lugares de cuidado llamados Centros Infantiles de Recreación y Aprendizaje (CIRAS), que surgieron a partir de 2009 en distintos puntos del país y reciben a hijos e hijas de trabajadores de la economía popular. En Villa Fiorito, por ejemplo, el espacio funciona de 17 a 22, el “horario pico” para las madres y padres que se dedican al cartoneo. Participan 220 bebés, niñas, niños y adolescentes de hasta 18 años.
“Hasta el año pasado recibíamos hasta los 15 años, pero la pandemia fue un antes y un después: muchos adolescentes dejaron la escuela, nunca volvieron y salieron a cartonear. Por eso estiramos la edad, porque sino quedaban a la deriva y nuestro barrio está muy marcado por el narcotráfico. Tenemos una narcoestructura instalada y hace tiempo vienen atrapando a los jóvenes para que sean soldaditos. Ahí entran siempre en la misma rueda: los matan o van presos o están en consumo”, cuenta Natalia.
El trabajo de los CIRAS da resultado. “Pueden seguir en la escuela y tener un proyecto de vida gracias al acompañamiento y motivación que reciben en el espacio”, detalla Natalia. Cuando cumplen 15 años, tienen talleres de barbería, manicuría y panadería: “Vemos que hay una continuidad en la escuela. Se da apoyo escolar y se fortalece la trayectoria pedagógica”.
El año pasado lograron un acuerdo con la Secretaría Nacional de Niñez, Adolescencia y Familia (Senaf), que les permitió equipar el lugar. Sin embargo, Natalia advierte: “Las políticas públicas abrazan muy poco a las infancias de la economía popular y los escasos convenios que hay son por un tiempo limitado”. Para sostenerse hacen malabares con rifas, bingos y otras actividades comunitarias.
“Quiero ser veterinaria”
Sofía tiene 18 años y descansa sentada sobre una pila de cartones. Trabaja pesando ese material en un galpón que compra y vende reciclables sobre la calle Juan Bautista Alberdi, en San Fernando. El año pasado tuvo que dejar el secundario para trabajar y dar una mano en su casa. Vive con su mamá, tres de sus seis hermanos, un sobrinito, una cuñada y una amiga, Maira, que también trabaja en el galpón.
Lo primero que hizo cuando abandonó la escuela fue cuidar a una señora en el centro de Tigre, pero desde hace dos meses está en el galpón. Para ella, no fue fácil: “Me re gustaría volver a estudiar. Encima me estaba yendo muy bien. Quisiera poder seguir una carrera y estudiar veterinaria”. Trabaja de lunes a viernes desde las 8.15 hasta las 18, con un descanso de dos horas para almorzar. Por día, gana unos 7.500 pesos: “Le doy todo a mi mamá para que haga las compras y me guardo algo para mí”.
Por el lugar, que abrió hace un año, los días más concurridos pasan hasta 100 personas que van a vender materiales. Walter, responsable del galpón, dice que no suelen ver niños que vayan solos, pero sí muchos acompañando a sus padres y madres. “En general son familias sin estudios, que no pueden apuntar a un trabajo en blanco”, cuenta.
Quienes llegan dejan todo sobre una balanza. Los materiales se pesan por separado y se compran por kilo: el hierro a 52 pesos, la “mezcla o chatarra” (desde una heladera hasta pedazos de chapa sueltos) a 45, el cartón a 42, el vidrio a 15, el cobre a 4000 y el bronce a 2200.
Detrás de un vidrio, en una oficina cerrada donde funciona la caja, Hugo lleva las cuentas del día en un cuaderno: están desde quienes venden dos o cuatro kilos de cartón hasta quien llega en un vehículo tipo flete con 3340 kilos de hierro.
Victoria (20) y Emanuel (26) son hermanos y están dentro del primer grupo. Se mueven con un carrito de supermercado. Son de El Detalle, un asentamiento cercano. “Salimos todos los días desde temprano. A veces vengo, vendo unas cositas, me dan 200 o 300 pesos, y vuelvo salir. Así sucesivamente”, cuenta Victoria, quien empezó la actividad hace un año, si bien también la había hecho de chica con su papá. Son las 16.30 y lo único que comieron en todo el día fue un sándwich cada uno. Ninguno de los dos terminó la escuela.
Emanuel abre una bolsa de nylon: “Mirá, estos son cablecitos que nos dan en algunas fábricas de por acá. Los pelamos con el cúter y sacamos el cobre. Es difícil conseguir cosas porque hay cada vez más gente haciendo esto”. ¿Piensan en el futuro? Se miran. Silencio. “No, jamás”, responde Victoria.
“Se queman las manos pelando cables”
Pegado a la villa 31 de Retiro, el Hogar Madre Teresa es un centro de día para chicas y chicos de hasta 17 años que forma parte de la Familia Grande del Hogar de Cristo. Mariana López, su directora, cuenta que en el barrio no sólo hay cada vez más adultos que se dedican al cartoneo, sino también niños. Le preocupa mucho la deserción escolar que viene notando en el último tiempo, particularmente en la primaria. “Es clave trabajar de forma articulada y preguntarnos qué está pasando con el sistema educativo y los organismos de protección de derechos que no logran retener a los chicos. ¿Cómo puede ser que un pibe de 6 años decida no ir más al colegio?”, pregunta con indignación.
Muchos de los chicos que asisten al Hogar de Cristo van a una secundaria que depende del movimiento Fe y Alegría, con la que lograron excelentes resultados sosteniendo sus trayectorias escolares. “Pero con las primarias eso no pasa”, afirma. En general los chicos empiezan a cartonear a partir de los 8 o 9 años y suelen andar siempre “de a tres”: el de 9 con otro de 11 o 12 años y uno más grande, de 14 o 15. “Muchos buscan bronce y cobre y pelan los cables, quemándose las manos”, detalla Mariana.
Volviendo a Los Perales, desde hace ocho años el comedor “Seve y Leo” funciona de lunes a viernes. Se sirve merienda y cena: actualmente, esta última solo tres veces por semana, ya que los insumos no alcanzan. Se sustenta gracias al apoyo de la Fundación Sí, de donantes y con la pensión de Amalia, que compra todo en la Fundación Banco de Alimentos: “Para muchos chicos, la merienda que reciben acá es el desayuno, el almuerzo y la cena”. Asisten a 74 niños de Los Perales y a otros 120 de un asentamiento cercano.
A Amalia se le quiebra la voz cuando describe la realidad que atraviesan. La panadería que antes les donaba 10 kilos de pan por día, ahora le da uno solo. Ya no pueden llenar las garrafas de gas (cuesta 30 mil pesos) y tienen que cocinar a leña (que cortan a mano, porque no tienen motosierra).
La semana pasada, hicieron pizzetas pero las tuvo que entregar sin queso. “Muchos papás se quedaron sin trabajo en el último tiempo, algunos que estaban en fábricas, que tenían una buena situación y sus hijos no venían al comedor. Pero no les renovaron el contrato. O mamás que limpiaban en casas y ahora salen con sus hijos con el carrito a Capital. Ahí es cuando empiezan a faltar a la escuela”.
Cuenta el caso de Joel, un niño de 13 años que estaba en el último año de la primaria y abandonó: “A los padres no les alcanzaba para comprarle la mochila y los útiles. No tenía nada. Yo le daba cosas, pero él sentía vergüenza por el bullying y todo eso. Ahora vende pañuelos en el tren. Es muy triste”.
También hay casos como el de Vicky (9), cuyo papá murió en 2020 de Covid. Vive con su mamá y cuatro hermanos. “Mi mamá trabajaba haciendo agendas y cuadernillos. No tiene mucha plata y a veces tomamos mate cocido con pan para comer. Mi papá juntaba cosas en la calle para vender y a nosotros no nos faltaba nada cuando estaba él”, cuenta la niña. En su casa tienen un gato y un perrito como mascotas: “Los dos tienen nombre de comidas. El perrito es Chocolate y el gato se llama Milanesa. Si tenemos otro gatito le vamos a poner puré”, dice Vicky.
Cómo colaborar
- Comedor Seve y Leo (Los Perales). Para contactarse con Amalia y colaborar con su comedor, hay que llamarla al 11 6845-7052.
- El Amanecer de Les Pibis (Villa Fiorito). Se puede colaborar con transferencias bancarias al alias ASOC.AMANECER. CUIT: 30717690598. Razón social: ASOCIACION CIVIL EL AMANECER DE LOS CARTONEROS.
- Hogar Madre Teresa (Villa 31). Necesitan ropa en buen estado para los adolescentes y jóvenes. Y Reciben donaciones en dinero el alias es FILA.PIE.ALA (razón social: parroquia Cristo Obrero). Para consultas, se le puede escribir al Padre Nacho a nacho_bagattini@hotmail.com