Desde hace 35 años, el comedor de María Luisa asiste a 100 personas todos los días; como reciben cada vez menos donaciones y mercadería de parte de los organismos estatales, decidieron cultivar vegetales; “muchos encuentran acá el único plato del día”, dice su fundadora
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Hoy hice dos ollas de sopa porque me llegó una donación de verduras. ¿Te imaginás cuando la huerta dé su primera cosecha?”, dice Luisa con entusiasmo, parada junto a los tres canteros de madera de siete metros de largo que instaló en el fondo del terreno del comedor comunitario que Madres El Arroyo tiene en Villa Domínico, en Avellaneda.
Hace 35 años que María Luisa Rodríguez está a cargo de un espacio que siempre da un plato de comida a quien lo pide. Y hace varios meses que sufre en carne propia las secuela de la crisis: recibe menos donaciones y la mercadería que le envían diversos organismos estatales llegan con ajustes o intermitencias.
“Ya pasé la híper del ‘89, la crisis del 2001, la pandemia… ¿Cómo no voy a sobrevivir a esto?”, se pregunta retóricamente con una sonrisa que tiene algo de suficiencia, mientras se seca las manos en un delantal con la imagen de una Mafalda despeinada y aturdida. Gladys y Sandra, dos voluntarias, cocinan con ella hace muchos años y creen que la huerta era muy necesaria. “Antes, la verdulera nos daba algo más y ahora no le sobra nada. Y la gente que viene acá repite hasta el plato de comida por quizás esa sea su única comida del día”, dice Gladys.
Es jueves por la tarde y el sol resalta el verde brilloso de las hojas de las cebollas, acelgas, espinacas, puerros, lechugas y habas que están creciendo a buen ritmo. Los vecinos que normalmente van a almorzar, esa tarde vienen a acompañar la inauguración de este sueño que Luisa tenía hace rato.
La huerta se levantó en dos meses y tiene un sistema de riego por goteo que hace eficiente el suministro de agua. Muchos de los que participaron en su construcción son los mismos que piden asistencia del comedor. Lo hicieron junto a voluntarios de la organización Tablero de Oportunidades y bajo la supervisión y asesoramiento de la Fundación Gracias, que diseñó y financió la obra.
“La idea es que este comedor pueda ser lo más autosustentable posible y dejar de depender de esa asistencia para ver si abre o no. En diciembre, cuando llegamos, había incertidumbre sobre si recibirían o no alimentos por parte del Estado tal como los venían recibiendo”, dice Manuela Luriaud, de Fundación Gracias.
María Luisa estima que entre junio y julio cosecharán entre 4 y 6 kilos de cada verdura que plantaron en la huerta, lo que los ayudará mucho en la economía del comedor y la dieta de las personas que asisten.
“Cada vez hay menos alimentos y más gente que pide un plato de comida”, dice María Luisa Rodríguez, la referente comunitaria de 68 años. Cerca de 100 personas por día y 210 familias por mes reciben su plato de comida y alimentos gracias a este comedor: gente en situación de calle, trabajadores informales, familias, jubilados y una población cada vez más creciente de desocupados. Hacen fila en la puerta del comedor a las 9 de la mañana para anotarse en un cuaderno que Luisa deja en la entrada. “Tenemos que saber para cuántos hay que cocinar porque acá no sobra ni falta nada”, dice Sandra. Algunos de los que desayunan se quedan y ayudan en el mantenimiento de la huerta y de la casa.
Villa Domínico es una localidad del partido de Avellaneda que tiene alrededor de 70 mil habitantes. Una vez por semana, la Municipalidad ayuda al comedor con algunos alimentos frescos. Y mensualmente, la Provincia les envía alimentos secos (fideos, arroz, harina, polenta y otros), pero Luisa asegura que nota una merma importante además de un aplazamiento en la entrega, que antes era mensual y hoy es bimestral.
La cocina del comedor huele a sopa y pan casero. Las ollas se apilan recién lavadas sobre las hornallas. Montañas de juegos de mesa infantiles y latas con lápices de colores, rodean una imagen de la virgen, escoltada por una foto de Gilda. Las paredes están llenas de objetos e imágenes que llegan hasta el techo. Son las capas geológicas de décadas de trabajo comunitario. La mesa del comedor tiene un televisor en su cabecera. “Mientras almuerzan, miran El Zorro y charlan entre ellos”, explica Luisa.
A la tarde, llegan los docentes que allí mismo dictan las clases para que varios adultos del barrio puedan terminar el primario o el secundario. “Hasta yo terminé la secundaria, dice Luisa con una risa infinita.
“Ella es como mi mamá”, dice Gabriela refiriéndose a Luisa y añade: “Paso todos los días por acá y busco el pan, me anoto para la vianda, charlo con ella y me da ropa para los chicos”. Gabriela tiene 27 años y mira la huerta con su bebé de 4 meses en brazos y sus otros dos hijos, de 4 y 9 años, a su lado. Ella tiene que ocuparse de ellos y de su marido, que tiene una discapacidad que no le permite trabajar.
Además del almuerzo y las viandas, el comedor ofrece desayuno a partir de las 9. Alberto está desde más temprano esperando en la puerta. Vive en situación de calle, aunque trabajó toda su vida en talleres y fábricas del gran Buenos Aires. “Al desayuno vengo siempre. Antes daban almuerzo todos los días, pero ahora solo lo hacen dos veces a la semana, porque no llegan alimentos”, aclara. Alberto fue uno de los que ayudó a levantar la huerta y piensa acompañar en su mantenimiento. Dice que los días en que el comedor está cerrado, se las arregla en una olla popular o alguna parrilla del barrio.
Entre las 210 familias que reciben mensualmente bolsones de alimentos secos, están Marcelo y su hija Antonella, que también se acercaron a la inauguración. “Nosotros ayudamos a desmalezar y limpiar el terreno para la huerta. Yo siempre vengo a desayunar y cuando ella necesita una mano, estoy. Así como ella nos ayuda, nosotros tenemos que ayudar”, dice este reciclador urbano de 49 años, que trabaja en la cooperativa del barrio Nuestra América.
Cuando Luisa llega a la mañana al comedor, ya hay una fila de gente esperándola para desayunar. “Cada vez hay más”, dice con preocupación. Mientras se toma unos mates con Gladys y Sandra, que llegan detrás de ella, calculan lo que van a cocinar, tratando de multiplicar lo que tienen.
El sol cae y los vecinos empiezan a irse, pero la despedida es la de los que se ven al otro día. Ninguna persona de las que estaba allí lo hacía para la foto. Venían a festejar genuinamente un logro más de trabajo comunitario. “Nos vemos el 9 de julio para el locro”, promete Luisa a los voluntarios de las organizaciones. “Mi sueño es que la gente pueda llevarse verduras para cocinar en su casa”, comenta más para sí misma, mientras limpia la mesa de mates ya lavados y fríos y se pone a ordenar todo para el próximo día.
Más información
- El comedor Madres El Arroyo funciona en Darwin 867, Villa Domínico. Para colaborar con la obra de María Luisa se puede escribir al WhatsApp +54 9 11 5855 3218.
- Para conocer el trabajo o colaborar con la Fundación Gracias, se puede visitar su sitio web o navegar sus redes sociales.