Tienen cuatro hijos y la Justicia les dio la tutela de siete hermanitos que iban a ir a un hogar: “Se merecían ser felices”
David Mansilla y Silvia Méndez se casaron hace casi tres décadas; él es bombero y hace changas, ella trabaja en la administración pública; en 2017 la Justicia les otorgó la tutela de cinco hermanitos que eran víctimas de violencia y en 2021 de otros dos pequeños más; hacen malabares para llegar a fin de mes y un grupo de voluntarios lanzó una campaña para ayudarlos
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La casa de David Mansilla (50) y Silvia Mónica Méndez (55) está en el Barrio 17 de Octubre de Caleta Olivia, una localidad santacruceña a orillas del mar, donde el viento sopla inclemente y en verano los días parecen eternos. La mesa del comedor tiene cuatro metros de largo y 12 sillas. Cuando los visitan los hijos mayores, se quedan cortos y suman algunas más. Allí, almuerzan y cenan en familia.
Cuando se enamoraron, tres décadas atrás, David y Silvia proyectaban tener hijos, pero nunca se imaginaron que serían 11. Primero, Silvia quedó embarazada de Matías (hoy de 28 años, casado y papá de un pequeño) y luego nacieron Willian (25), Cesia (23) y Rosita (20). Aunque David había tenido siempre el deseo de adoptar, de alguna manera el matrimonio sentía que ya estaban completos.
Eso cambió a mediados de 2017, cuando la Justicia les otorgó la tutela, primero provisoria y luego definitiva, de cinco hermanitos: Rodrigo (que en ese momento tenía 13 años), Melisa (12), Jonatan (9), Valentina (5) y Luz (3). Tras haber sufrido graves violencias en su familia de origen, los chicos iban a ser trasladados a distintos hogares y, muy probablemente, a ser declarados en situación de adoptabilidad.
“Para nosotros, lo más importante era que no se separaran, dejaran de sufrir y fueran felices”, recuerdan hoy los Mansilla. Los chicos eran hijos de un medio hermano de Silvia y desde hacía mucho tiempo ella y David venía siguiendo con alarma su situación y pidiéndole a la Justicia que interviniera para protegerlos. Cuando finalmente ocurrió, les preguntaron a ellos si estaban dispuestos a hacerse cargo de los pequeños y no dudaron en hacerlo.
Pero la historia no acabó ahí. El medio hermano de Silvia y su pareja tuvieron luego una niña y un niño más, quienes al igual que sus cinco hermanos mayores fueron víctimas de violencia. Por eso, la Justicia volvió a intervenir y a fines de 2021, cuatro años después de que se agrandara la familia, la casa de los Mansilla volvió a crecer: se sumaron Z. una niña de 2 años y U. un varón de 4 (ahora tienen tienen 3 y 5). Silvia y David tienen su tutela provisoria (por eso sus nombres son preservados en esta nota), pero esperan que en un tiempo les otorguen la definitiva.
“Cuando supimos que esos dos niños estaban en un hogar, tuvimos una charla con sus hermanos más grandes y les dijimos: ‘Si ustedes nos ayudan, los traemos a casa’. Y así fue: todos estuvieron de acuerdo”, reconstruye David.
“Me endeudé hasta la cabeza”
David y Silvia atienden la videollamada de LA NACION sentados en su camioneta Ford F-100 blanca y roja. Salieron a hacer unas compras y deciden aprovechar ese momento para conversar: “En casa no se puede hablar tranquilos, ¡hay muchos chicos!”, explica Silvia entre risas. Hace 28 años que con David están casados: ella trabaja en la administración pública; él es bombero de la policía de Santa Cruz y hace changas, que van desde limpieza de patios y tanques hasta instalaciones de agua y soldaduras. El barrio donde viven está en la periferia de Caleta Olivia, a 2 kilómetros del centro de la ciudad.
Silvia cuenta que cuando empezó su historia de amor y nacieron Matías, William, Cesia y Rosita, su orgullo como padres era ver lo bien que les iba en la escuela. “Todos fueron muy buenos estudiantes, abanderados, escoltas. Cuando faltaban dos meses para que Rosita cumpliera los 15, surgió esta situación de los niños”, reconstruye Silvia.
La situación era la siguiente: Rodrigo, Melisa, Jonatan, Valentina y Luz vivían con su familia de origen en Comodoro Rivadavia, en Chubut, a 78 kilómetros (una hora en auto) de Caleta Olivia. Como eran sobrinos de Silvia, ella y David solían visitarlos con frecuencia. Fue así como, en cada viaje, notaban que no estaban bien: “Lloraban todo el tiempo, no era normal”, recuerda Silvia. Esa fue la primera señal de la violencia que sufrían.
“Nos presentamos en la oficina de Niñez de Chubut en más de una oportunidad, pero no nos dieron bolilla, hasta que la situación fue tan grave que la Justicia decidió llevarlos a un hogar. Como no tenían lugar para los adolescentes e iban a separarlos, nos preguntaron si nosotros podíamos hacernos cargo. No lo dudamos, en seguida dijimos que sí. Fue ahí cuando comenzó nuestro desafío”, asegura Silvia.
Junto a David, pasaron por evaluaciones de todo tipo y, finalmente, una jueza les otorgó la tutela de los niños. En ese momento, en la casa tenían solo tres habitaciones: la del matrimonio, la de sus hijas mujeres y la de los varones. Sumaron un par de cuchetas y acomodaron a los cinco nuevos integrantes.
“En todas las entrevistas que nos hicieron, a nosotros se nos pasó por alto la parte económica. Jamás pensamos en eso porque nuestra prioridad eran los niños. Los primeros meses fueron muy graves, porque empecé a comprar y a comprar con tarjeta de crédito. No era un plato de comida más: eran cinco. Me endeudé hasta la cabeza”, describe David.
Sentada a su lado, Silvia asiente: “Fue todo a ojos cerrados: solamente pensamos en el interés de los chicos y es lo único que nos sigue importando hasta hoy. Es un amor por sobre todas las otras cosas”.
Las niñas y los niños necesitaban atención psicológica, ir al dentista y al oculista. Como entonces no tenían obra social (David conseguiría después sumarlos a la suya), algunos profesionales los pagaban de forma particular. “Hacíamos fila a la madrugada en el hospital público para que los pudieran atender. A todos les arreglamos los dientes porque no se cepillaban, no había control de higiene, y además necesitaban anteojos. Fue un trabajo grande. Con los dos más chiquitos estamos en eso”, señala David.
Pero el económico distaba de ser el único desafío: poder abrazar la historia de dolor de los hermanos fue el más grande de todos. En ese momento, Silvia estaba estudiando el segundo año de la carrera de Trabajo Social en la universidad, pero no le quedó más opción que dejarla.
Para las niñas y los niños tampoco fue fácil adaptarse a una casa con rutinas, donde había que respetar los horarios de las comidas y normas de convivencia, como no usar el celular antes de dormir. “La vida que tenían antes era sin reglas. Tardaron unos tres meses en acomodarse”, dice David. Y agrega que en su casa “se charla todo”.
En ese sentido, Silvia detalla: “Jamás les negamos su historia ni les mentimos. Les explicamos que sus padres no supieron cuidarlos y que por eso la Justicia tomó esa decisión. Respetamos su derecho a la identidad y cuando nacieron Z y U, los hermanitos más chiquitos, llevamos a los cinco más grandes a conocerlos”.
Por eso, cuando supieron que a Z y U los habían llevado a un hogar, el mismo día se subieron a la F-100 y viajaron a Comodoro Rivadavia para pedir su tutela. A las dos semanas y tras pasar de nuevo por varias evaluaciones, la Justicia les dio el visto bueno y los llevaron con ellos a Caleta Olivia.
“¿Cómo los puedo ayudar?”
En julio de 2019, Clarín contó la historia de los Mansilla. En ese entonces, el matrimonio tenía la tutela de los primeros cinco hermanitos y la nota detallaba los malabares que hacían para cubrir los gastos de la crianza. “Nos llamó un montón de gente para ayudar, nos donaron ropa, juguetes y algunos, plata”, dicen sumamente agradecidos.
Una de las personas que los contactó por aquel entonces fue el escritor Juan Tonelli. Conmovido por la situación de los Mansilla, consiguió el teléfono de David y lo llamó. “Empecé girándoles dinero de forma mensual. Aunque pensaba que lo correcto era armar un grupo de donantes, por distintas cosas de la vida no pude hacerlo. Luego vino la pandemia y por un tiempo perdimos el contacto”, explica Tonelli, que fue quien escribió a LA NACION buscando difundir nuevamente la historia de los Mansilla.
En 2021, el escritor finalmente armó el grupo de donantes que había proyectado desde un primer momento: publicó el pedido de colaboración en sus redes sociales y sumó a unas 25 personas que aportaron, durante todo el año pasado, unos 2.000 pesos por mes. “Mi objetivo era proveerles alguna certidumbre, un horizonte de mediano plazo, y no la respuesta emotiva que hace que donemos en el momento pero luego no lo sostengamos, ya que esta familia tiene muchos años de gastos por delante”, cuenta.
Para este año, formó un nuevo grupo de WhastApp de colaboradores, del que ahora participan 28 personas que donan entre 2.000 y 4.000 pesos. Se llama “Familia Mansilla 2023″ y tiene una foto de los siete hermanitos junto a David y Silvia. Juan es el administrador y David participa manteniendo a los integrantes al tanto de las novedades. La idea es sumar a más personas para que la ayuda se multiplique. “No sabés lo que eso significa para nosotros en el día a día, para poder ir a la carnicería a comprar la carne fresca, por ejemplo, porque mi esposa cocina al mediodía y a la noche”, dice David.
Los gastos de siete chicas y chicos son de todo tipo. Todos van al jardín o la escuela (Rodrigo, el mayor, empieza el último año del secundario). Z necesita tomar leche deslactosada y junto con U todavía usan pañales. Además, ambos tienen que hacerse estudios neurológicos y hasta no tener la tutela definitiva, David no puede sumarlos a su obra social.
“Hoy tenemos deudas de luz y de gas por 60.000 y 120.000 pesos más o menos. Por suerte fui a hablar para que no nos cortaran los servicios”, cuenta David. “Veníamos pagando bien, pero desde que nos sacaron los subsidios en la Patagonia, no pudimos pagar más. El impuesto inmobiliario ya lo pusimos al día, pero el resto no”.
“Lloraban mucho”
De los tiempos en que llegaron los primeros cinco niños y niñas, Silvia recuerda la lucha que era que fueran al colegio. “Tuvimos que convertir la casa en una escuela, tanto de valores como hábitos. Teníamos distintos horarios para hacer la tarea y jugábamos al recreo: como ellos eran muy tímidos y le tenían miedo a la gente, fuimos haciendo un trabajo de adaptación”, señala la madre.
De esa forma, buscaban ir preparándonos para lo que enfrentarían al día siguiente en el aula. Incluso, si en la escuela iban a tener un acto, Silvia les hacía una representación y con un palo de escoba improvisaba el mástil de la bandera. Un día, como le costaba mucho que hicieran la tarea, se le ocurrió una idea: se puso un guardapolvo blanco y unos anteojos, y se hizo un rodete en el pelo. “Me transformé en la directora y no sé qué pasó pero dio resultado. A partir de ese día empezaron a estudiar y entendieron que si hacían los deberes, después quedábamos todos libres”.
Con el tiempo, los resultados de tanto esfuerzo fueron evidentes. Los chicos se convirtieron en abanderados y escoltas. Incluso U fue elegido escolta el año pasado en la salita de cuatro de su jardín. “Esas son las personas que estamos formando”, dicen Silvia y David emocionados.
A veces, los adolescentes más grandes lo acompañan a David a hacer alguna changa y se ganan unos pesos para ir al cine o comprarse ropa. Entre los sueldos de David y Silvia y algún dinero extra, juntan unos 340.000 pesos por mes que, así como entran, se van.
“Los gastos son insólitos: una bolsa de papá está 5.000 pesos. Vamos al mayorista y nos gastamos como 60.000 en compras que hacemos tres o cuatro veces por mes. No podemos estar con las manos vacías: vivimos el día a día pero lo hacemos con calidad, no con escasez, porque los chicos pasaron demasiado en la vida. Nunca les vamos a decir: ‘Hoy no hay’. Siempre buscamos que el cajón de las galletitas y la heladera tenga sus cositas: jugo, yogur y todo lo que necesitan de acuerdo a su edad”.
David llegó a vender herramientas y materiales de construcción que había comprado para ampliar la casa para poder costear los gastos. “Es una movida que no terminamos, pero vamos bien”, dice Silvia.
A ella le encanta festejar los cumpleaños de los chicos y hacerles disfraces que confecciona con sus propias manos, al igual que sus guardapolvos. Por eso, uno de sus sueños es tener una máquina de coser, y también “un lavarropas grande y automático”. David, en cambio, si pudiese pedir un deseo sería cambiar la F-100 por un colectivo que le permita ir con toda la familia cómodamente de paseo.
“A nosotros nos gusta mucho ir a una playa que está a 50 kilómetros, porque acá en la ciudad hay rocas y es peligroso meterse al mar. Acampar un día en la playa, ¿sabés cómo te despeja? Uf… es impresionante”, dice David, que incluso ya sacó el carnet profesional para poder manejar el colectivo con el sueña. “Una vez me contactó un señor de Buenos Aires que me aceptaba la camioneta y me daba el colectivo a cambio, pero yo tenía que llevarla hasta Buenos Aires y era mucho gasto de combustible”, explica.
Con el tiempo, los Mansilla pudieron ampliar su casa, pero a futuro les gustaría que los adolescentes tengan su cuarto propio. Lo que en los papeles es una “tutela”, en la realidad es una relación de padre, madre e hijos. “Me faltó contarte cómo fue que nos llegaron a decir papá y mamá. La más chiquita lo dijo rápido, pero los más grandes nos empezaron a decir en inglés: dad y mom”, dice David, orgulloso de sus hijos.
Silvia concluye: “Hoy vemos los resultados de los niños que estamos criando, del trabajo que estamos haciendo como familia. Se merecen una vida feliz, no queremos que sufran. Queremos seguir construyendo la casa y siempre estamos haciendo cosas”.
Cómo colaborar
- Lo que más necesitan los Mansilla son aportes mensuales que les permitan sostener los gastos cotidianos de la crianza de los siete niñas y niños. Cualquier monto será de mucha ayuda. Por eso, quienes deseen colaborar sumándose al grupo de WhatsApp de donantes, pueden escribir un mail a: jotateuno@gmail.com
- Para colaborar de otras formas (por ejemplo, con el sueño del colectivo para la familia o la máquina de coser para Silvia), pueden escribir a: davidom@hotmail.com.ar
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