Abuso sexual en varones: “Por vergüenza, muchos callamos la violencia que sufrimos”
Durante el último año de la primaria y el comienzo de la secundaria, Adolfo fue víctima de abusos; hoy, a los 43 años, está decidido a visibilizar una violencia silenciosa que continúa siendo tabú
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Tinta de lapicera Parker. La misma que usaba para escribir en las carpetas del colegio. Adolfo se aseguraba de tenerla en el bolsillo cuando Juan, el profesor de gimnasia que lo violentó sexualmente durante dos años, lo llevaba a su casa. Había que hacer como Hansel y Gretel, pensaba. En lugar de migas de pan, él se pintaba el pulgar de azul y estampaba su huella digital en algún rincón. “Si me pasa algo, quiero que sepan que estuve acá”, se repetía. Tenía 12 años.
Ese era su grito mudo, su pedido desesperado de ayuda. Para cualquier víctima de violencia sexual en la infancia o adolescencia, romper el silencio impuesto por el agresor, nunca es fácil. Es parte de la compleja trama del abuso. De la “telaraña”, como la llama Adolfo. Cuando él, que pasó gran parte de su niñez en La Horqueta, San Isidro, pudo contarles a sus padres lo que estaba viviendo –apenas una parte, no todo–, el hecho se “resolvió” puertas adentro del exclusivo colegio religioso de Béccar al que iba y de su hogar. El impacto en su salud mental y emocional fue enorme: depresión, ansiedad, terremotos en sus vínculos afectivos, un intento de suicidio.
Hoy, a los 43 y aunque su caso prescribió, está decidido a avanzar con la denuncia penal contra su abusador. Quiere contar su historia para visibilizar una problemática social que, considera, permanece en las sombras: la violencia sexual sufrida por varones durante su infancia. Subraya que entre las muchas creencias erróneas que subsisten en determinados sectores, se cree que, por ser varones, los preadolescentes y adolescentes cuentan con más herramientas para defenderse de la violencia. La culpa, el estigma, la vergüenza que les impone el sentir que fueron en contra de los estereotipos y mandatos de género, podrían resumirse en las preguntas que muchas veces los atraviesan cuando intentan pedir ayuda: “¿Por qué no te defendiste?”, “¿Por qué no hiciste nada para evitarlo?”, “¿Por qué no te fuiste?”. La revictimización constante sobre las espaldas de las pequeñas víctimas que solo contribuye a la impunidad y el silencio.
Adolfo es un seudónimo. Es el que eligió para escribir el libro donde cuenta su historia y que próximamente publicará. No está preparado para hablar con nombre y apellido, pero no lo descarta más adelante. Juan, como llama a su agresor, también es un nombre falso. Todos los datos del profesor de gimnasia que abusó de él durante el último año de la primaria y el comienzo de la secundaria, aparecerán en la denuncia penal en la que Adolfo está trabajando: recoge datos, hace líneas de tiempo, bucea en su memoria y, sobre todo, busca un abogado que quiera patrocinar una causa prescripta.
Según los especialistas, se estima que de cada 1000 casos de abuso sexual contra niñas, niños y adolescentes, solo 100 se denuncian y apenas uno se condena. Las estadísticas con las que se cuentan, son apenas la punta del iceberg. Por eso, Adolfo está convencido de que hay que hacer la denuncia, contribuir a generar datos, a visibilizar la problemática. Y, más importante aún, restituirle al niño que fue y al adulto que es hoy un derecho fundamental: a ser oído. “Cuando empezó el movimiento Ni una Menos, por adentro pensaba: ‘Hay toda una burbuja de varones que también venimos en el tren de esto’. Adhiero plenamente a la causa y quiero gritar muy fuerte que esto también ocurre en niños. El abuso sexual en la infancia no discrimina”, cuenta Adolfo por viodeollamada. Actualmente vive en el exterior, donde cofundó una startup a la que le va muy bien.
Durante muchos años, se dedicó a leer y estudiar sobre la violencia sexual contra chicas y chicos. La terapia también ayudó y sigue ayudando a buscar respuestas, a hacerse nuevas preguntas. “El abuso sostenido a lo largo del tiempo conlleva tal manipulación por parte del agresor, que quedas en jaque mate, sin herramientas para salir, sin entender qué está bien y qué está mal”, cuenta. Y sigue: “Esto tiene dos dimensiones, por un lado, sentís un miedo terrible, aunque no haya amenazas explícitas. Por el otro, está la propia familia. Darte vuelta y decirles a tus papás: ‘Me está pasando esto o me pasó esto’, es un nudo en el pecho tan fuerte que todavía hoy lo sigo sintiendo”. Otra vez, los mandatos familiares, el peso de los estereotipos, el temor a qué van a decir los amiguitos o compañeros del colegio.
La telaraña
Adolfo es el mayor de cinco hermanos. Los abusos que atravesaron su infancia ocurrieron durante 1989 y 1991. Antes de empezar el último año de la primaria, se cambió de colegio. Disfrutaba mucho el deporte y recuerda que ni bien arrancó las clases en la nueva institución, Juan comenzó a acercarse. “De un día para el otro, estaba en la telaraña”, resume.
Fue en un viaje a la Isla Martín García. Adolfo cree recordar que fue un campamento de fin de curso. Entre 50 y 60 chicas y chicos salieron en lanchas desde el puerto de Tigre. Juan era uno de los coordinadores. A poco de llegar, juntó a los varones y les llamó la atención por “lo mal hablados”. Las palabras “boludo” y “pelotudo” quedaban prohibidas. Tenían que “ser educados”. “Horas después, comenzó su periplo como manipulador”, recuerda Adolfo. Lo que estaba “bien” y lo que estaba “mal”, comenzó a generar una división entre los estudiantes. A la noche, mientras la mayoría se volcaba a los típicos juegos nocturnos de campamento, un grupo menor, incluido Adolfo, se quedó con Juan. Hicieron un fogón y cada uno se fue yendo a su carpa.
“Yo no recuerdo quién fue, pero alguien me había comentado que Juan le había apretado el pene y le había querido hacer un nudo. El comentario fue en modo ‘esto fue gracioso’. Sin recordar ya si estaba en mi carpa o en el fogón, Juan se acercó y me hizo el nudo. Más allá del dolor, lo que primó en la situación fue el hecho de que era parte de un juego. ‘¿Vas a seguir diciendo malas palabras? ¡Ojo que te hago un nudo, eh!’. Ese nudo fue la puerta de entrada de todo lo que vino después”, recuerda Adolfo.
El colegio tenía un espacio donde se guardaban los elementos para la práctica deportiva, y que era también la oficina de los profesores de Educación Física. “No se cómo, pero de alguna forma, siempre terminaba ahí adentro. Los abusos fueron evolucionando”, recuerda Adolfo. Y agrega: “Es tan grande la situación de vulnerabilidad, que cuando sufrís una violación es como estar frente a un pabellón de fusilamiento: lo único que querés es que te disparen rápido, que se termine”.
Durante 1990, la violencia continuó. Adolfo participaba de torneos deportivos los fines de semana, a donde Juan le había pedido que se inscribiera como “periodista”, haciendo crónicas sobre los encuentros. Hoy cuenta que un árbol, una sombra, la distancia suficiente para evitar ser vistos, “fueron a menudo trampas que repetían una y otra vez la película de siempre”. Luego su agresor lo llevaba de vuelta a su casa y los despedía como si nada. “No era fácil hacer todo el truco de salir del auto sucio de cuerpo y alma, y mucho menos si estaba mi vieja en la puerta”, cuenta Adolfo.
Él buscaba llamar la atención de su familia “haciendo quilombo, pero sin largar todo lo que pasaba”. Cuando llegó el momento de pasar de 1º a 2º año del secundario, repetir no era una opción en su colegio. Ahí vio una salida. Se llevó cuatro materias a marzo, pero les dijo a sus padres que eran solo dos. Cuando su mamá fue a pagar la matrícula, se enteró de que el hijo no podía continuar en la institución. Le preguntó qué había pasado. El chico estalló, pero la olla no se destapó del todo. “Le dije: ‘Mirá mamá, hay un profesor que me está molestando’. Lo reduje a eso sin dar mucho detalle, sí dije que había sido una molestia sexual, que me había tocado, pero nada más”, detalla.
Eran años sin celulares. Su mamá llamó al padre a su oficina en el centro, volvió a la casa y de ahí se fue al colegio de Adolfo. Habló con el cura responsable y este con el profesor. Se decidió resolver el asunto puertas adentro. Juan fue apartado de su cargo y el caso se cerró. El chico pasó de curso. “Creo que esa noche cenamos mis padres y yo, sin ninguno de mis hermanos. Mi papá me dijo que había hecho bien en decir la verdad y que no me iban a molestar más en el colegio. Todo bajo siete llaves –cuenta Adolfo–. En abril o mayo terminé reventando psicológicamente, me sacaron del colegio y estuve casi un año sin ir”.
¿Cuándo decidís hablar con tu familia de lo que realmente había ocurrido?
Recién a los 25 o 30 años, cuando vivía en el exterior, levanté el teléfono y hablé con mi vieja. Le dije: “Mirá mamá, en realidad pasó mucho más de lo que conté”. Me respondió que ya lo sabía, porque lo habían hablado con mis psicólogos. Creo que mis viejos me dejaron ser y que me han acompañado durante todo el proceso sin estar apretando para que me saliera el jugo.
¿Qué impacto tuvo en tu vida adulta la violencia que sufriste durante la infancia?
Cuando uno vive un hecho tan traumático, muchas cosas te quedan en la nebulosa. Tratando de entender qué pasó y qué no. Pasé por una etapa de ocultarlo en el sentido de la negación. Pensaba: “Esto no pasó, esto no pasó, esto no pasó”, pero después siempre terminás mostrando alguna herida, sobre todo en la relación con las parejas. Cuando tenés este tema arriba de la mesa no es fácil para nadie. No está presente en el día a día, pero cuando rebota, rebota fuerte. Hace un par de años tuve una crisis psiquiátrica muy fuerte por esto de haberme contenido y cerrado durante tanto tiempo. El estrés postraumático eclosionó en mi vida y terminé internado por un intento de suicidio durante casi dos meses.
¿Cómo llegó la decisión de escribir un libro?
No sé si viste la película El bosque de Karadima, que era un cura de una iglesia muy paqueta de Santiago de Chile. La vi en 2014 y dije: “Mirá vos, es literalmente la misma forma en que me trató a mí Juan”. Karadima rompe en mí la cáscara de la individualidad: hasta hace cinco o seis años yo pensaba que en gran medida lo que me había pasado era por elementos míos, como si yo hubiese condicionado el contexto. Esa película me mostró muy bien que no: fue una radiografía exacta de lo que yo había pasado, de cómo se había dado el abuso y del futuro de la persona que pasa por eso. Hoy me siento muy conectado con mis emociones: esto implicó empezar a entender que uno puede estar triste por determinadas cosas sin que sea una depresión severa. Eso fue abriendo la puerta a pensar qué iba a hacer con este asunto. Varios psicólogos, psiquiatras y tres décadas después, me encuentro en la posición de poder contar lo que me pasó.
Y decidiste hacer la denuncia…
Retomé la idea de intentar hacer la denuncia porque en su momento no se hizo nada. No tengo ningún rencor ni para el cura ni para con mis viejos, lo que ellos quisieron hacer en ese momento era protegerme porque la alternativa que veían era exponerme a un sistema judicial donde me iban a agarrar peritos y un montón de cuestiones. Las familias tenían muchas menos herramientas que ahora. Pero yo quiero que se haga Justicia. Si me preguntás, no creo que exista ningún sistema carcelario en el mundo capaz de resolver las prevenciones o problemas psiquiátricos o como lo quieras llamar que tienen estas personas. Pero este tipo es padre de familia, tiene nietos y no está bien que siga dando vueltas por la calle como si nada. Verbalizar algo de la intimidad es difícil hasta que lo lográs conectar con la humanidad de lo que estás por decir. No se trata solo de decir “me violaron”, sino de hablar sobre un problema social de enorme alcance, que es el abuso sexual en la infancia. Ahí toma sentido.
¿Tu familia también lo ve de esa manera?
La primera vez que dije que quería hacerlo público, me dijeron inmediatamente: ¡No! Pero se fue dando un proceso de maduración de todos los integrantes de la familia y, aunque todavía hay algunos reparos, me terminaron acompañando y están apoyándome.
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La revictimización es otra forma de violencia que enfrentan las víctimas. Suele traducirse en preguntas que se sostienen en el desconocimiento de lo que implica pasar por un hecho traumático como el abuso sexual y de su complejo entramado. “Una pregunta que la gente muchas veces te hace es: ‘¿Adolfo, por qué ahora?, ¿por qué no hace 10 años’. Es lo que a mí me llevó llegar a entender que el derecho que tengo a los 43 años es el derecho de mi yo niño a los 13 años a ser oído”, dice Adolfo. Subraya que hablar es reparador y que la Justicia, cuando funciona como debería, también.
Cree que su historia, “dentro de todo”, tiene un final feliz. “Pasé por las peores miserias y tengo ganas de hacer que algunas cosas cambien”, asegura Adolfo. Que todas las víctimas de abuso sexual durante la infancia puedan contar con el acceso a un abogado de forma gratuita y a la Justicia, que no haya prescripciones para un delito que por lo general se logra denunciar varios años después de ocurrido, son para él algunas de las grandes deudas pendientes. “Creo que lo peor que me podría pasar es llegar a los 60 o 70 años y no haber tratado por lo menos de contribuir a cambiar esas cosas. Ser parte de algo más grande, un equipo de personas con una buena causa, ha sido una constante que de manera inconsciente he buscado”, concluye.