Héctor era chatarrero y trabajaba como sereno; Orlando fue taxista; Ramiro hacía changas; paraban en los barrios de Caballito, Almagro y Belgrano; ¿cómo eran sus vidas?
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Héctor Silveira hacía changas cada vez que se le presentaba una oportunidad. Elías, el dueño del puesto de flores de Díaz Vélez al 5000, en las inmediaciones del hospital Durand, cuenta que en varias ocasiones, lo había dejado a cargo del puesto, como sereno, durante la noche. “Era muy bueno con la albañilería. Un buen hombre”, lo recuerda Elías mientras se frota las manos, como sacudiéndose el frío de una de las primeras noches invernales del año en la Ciudad.
Al volver de unos días de descanso, el martes 13 de junio, Elías se encontró con la novedad de que Héctor había muerto. Su fallecimiento fue noticia en los medios porque había muerto en plena calle, en un día de baja temperatura, sobre la vereda de Leopoldo Marechal al 1400, en Caballito, el barrio en el que solía pasar las noches junto a Ramón y Ángel, a quienes consideraba su familia de la calle.
Elías habla de Héctor, que tenía 36 años, en su dimensión más humana. En su relato, el hecho de que viviera en situación de calle es solo un detalle. “Como soy mayor que él, lo aconsejaba mucho. Le decía que evitara las malas juntas”, recuerda con tono paternal.
Héctor, el joven que trabajó hasta la pandemia
Elías cuenta que Héctor tenía familia en el Conurbano y, que según le dijo él mismo, era papá de dos hijos. “Me contó que había tenido problemas con la mamá de sus hijos y se había ido de la casa. Había trabajado en una chatarrería, por Chacarita, pero con la pandemia quedó en la calle. Hace unos días apareció una comadre, que lo estaba buscando, y me tocó darle la noticia. No sabía nada de lo que le había pasado”, se lamenta.
Elías conversa con LA NACION y con Mónica de Russis, presidenta de la asociación civil Amigos en el Camino, que se dedica a asistir a personas en situación de calle y que, desde que Héctor no está, sigue asistiendo a Ángel y a Ramón. “Me vienen pidiendo que haga un relevamiento de los amigos que perdimos en todos estos años, desde que arrancamos en 2011. Pero es una tarea que no puedo afrontar. Sabemos que fueron muchos”, se lamenta Mónica.
La de Héctor fue, asegura esta mujer de 58 años, la tercera muerte de una persona en situación de calle en menos de un mes, cuando comenzaron las bajas temperaturas en la ciudad de Buenos Aires “Nuestros equipos visitan a más de mil personas todas las semanas. A veces, más de una vez por semana. Un día llegás y ahí te enterás de que alguien falleció. A veces mueren en la calle, como en el caso de Héctor o de Ramiro, que falleció el 25 de mayo. Pero a veces fallecen en el hospital, como nos contaron que fue el caso de Orlando, a principios de junio”, explica la mujer.
A pocos metros de la florería de Elías, sobre la misma cuadra, duerme Ramón. Está tapado con una frazada y entre su cuerpo y el piso frío y húmedo no hay absolutamente nada. “A vos te andaba buscando”, le dice Eduardo, voluntario de la asociación. Viene a traerle, justamente, un colchón y, de paso, el equipo que lo acompaña le deja una vianda caliente: guiso de arroz, un huevo duro, pan y un café.
Héctor murió en los brazos de Ramón. “Yo le decía: ‘Gordito, no me vengas a fallar ahora’, pero ya no respondía. Ahora seguro está con Dios porque era un tipo bueno”, dice el hombre de 60 años, oriundo de Cañuelas, al que se le ilumina la mirada al recordar que Héctor le decía “Gaucho”.
La muerte de alguien que vive en la calle no siempre es noticia en los medios, pero la información circula entre quienes están en la misma situación. Durante una recorrida nocturna realizada anteanoche junto a voluntarios de Amigos en el Camino, la muerte de Héctor, Ramiro y Orlando fue tema de conversación en diferentes paradas.
“Me voy a morir de frío, como Héctor”, dice Alexis desde el colchón gastado sobre el que tirita a la intemperie, en la plazoleta Osvaldo Pugliese que quedan en la intersección de las avenidas Corrientes y Scalabrini Ortiz. El hombre tiene 48 años y un cabellera tupida. Basta chocar puños con él para comprobar que no exagera: tiene las manos heladas.
El equipo de voluntarios que lo asiste es uno de los dos que salió pasadas las 20 de la sede de la organización para llevar comida y abrigo a diferentes puntos de la ciudad. El lugar donde está Alexis no era una parada prevista en el recorrido, pero cuando el equipo lo ve, frena la camioneta y se acerca.
Mientras un voluntario le sirve una vianda y otro le acerca una campera, Alexis cuenta que a Héctor lo conocía de la vida, de frecuentar los mismos lugares, de coincidir cada tanto en las cercanías del Parque Centenario. “Yo tengo mi casa no muy lejos de acá. Pero se vinieron a vivir mis dos hijas y un tiempo paré en un cajero de acá cerca, pero está lleno de mutantes, gente mala. Ahora vivo acá”, explica con gesto derrotado.
Ser mutante, en la jerga de la calle, tiene diferentes significados. El más difundido, cuenta Mónica, es el que lo relaciona con el consumo excesivo de alcohol o de drogas. “Sos mutante o sos fisura. Así les dicen”, explica la mujer.
Orlando, el taxista que terminó en la calle
Pero la palabra se presta a otras interpretaciones. “Yo creo que toda persona de la calle es mutante porque dejó de ser persona y se convirtió en persona de la calle”, dice Ricardo, un hombre de 70 años que duerme junto a otras personas en la zona de cajeros automáticos de la sede del banco ICBC de Cabildo al 1700.
Junto a él está Víctor Hugo, quien apunta que conoció a Orlando, pese a que el hombre pernoctaba en el sector de cajeros de un banco cercano, el BBVA, también en el barrio de Belgrano. “Hace unas semanas, me crucé con el Gordito, que era muy amigo suyo y me contó que había estado internado en el Pirovano, que él lo visitaba todos los días, hasta que se murió”, explica.
A través del relato de quienes lo conocieron, se sabe que Orlando tenía 80 años. Llevaba poco tiempo durmiendo en ese cajero de avenida Cabildo. Antes, había compartido esquina con Daniel, Darío y Franco, en Bulnes y Mansilla. Andaba siempre con dos valijas negras, enormes, en las que cabía toda su vida. Entre Daniel y Darío aportan detalles sobre la vida de este hombre, que había sido taxista décadas atrás.
“Yo lo conocí durante la pandemia, cuando estaba todo cerrado y era difícil la subsistencia hasta en lo más elemental, como higienizarnos o hacer nuestras necesidades. Nos cruzamos en una estación de servicio cercana y generamos una afinidad. No diría una amistad porque era muy reservado”, explica Daniel. A su lado, recostado en un colchón Darío acota: “Era un poco inflexible. De esos que piensan que todo tiempo pasado fue mejor. Si no escuchabas tango o milonga, eras un gil”, lo recuerda, risueño.
Según el censo más reciente, de abril pasado, en la Ciudad de Buenos Aires aumentó un 34% la cantidad de personas en situación de calle: cuando se hizo ese relevamiento, había 3511 hombres, mujeres, niños, niñas y adolescentes sin techo. De ese total, 1243 evitaban los centros de inclusión social, los espacios generados por el gobierno porteño para brindarles albergue, comidas y contención, por lo que, literalmente, vivía y dormían en la calle.
Ramiro, el hombre que hacía changas por Almagro
Ramiro era de los que preferían la calle. Pero el mes pasado una ola de frío cortó abruptamente las temperaturas agradables que venía registrando la Ciudad. Con Percy y Carlos, dos amigos, se habían armado un espacio en la esquina de Salguero y Valentín Gómez, en Almagro. Cerca del 20 de mayo, Ramiro tuvo un cuadro de fiebre alta que requirió la asistencia del SAME.
El coordinador del equipo de Amigos en el Camino que lo visitaba regularmente, le contó a De Russis que le habían diagnosticado un cuadro viral que, al parecer, no requería internación.
El 25 de mayo aparentaba estar mejor y, según pudo reconstruir la organización, había tomado mate con sus amigos durante la mañana, siempre en esa esquina. En un momento, el grupo se desconcentró y Ramiro quedó solo en el lugar. Al mediodía lo encontraron muerto.
“Cuando pasé y vi que había fallecido, ya estaba la Policía. Me ofrecí a hacerle RCP, pero me dijeron que ya no había nada que hacer”, recuerda una vecina del lugar, Geraldine, quien se emociona al hablar. “Es triste estar en la calle. Nadie te mira, a nadie le importa”, dice. Y agrega que sabe de lo que habla porque, hace años, ella estuvo en esa situación. De Russis la escucha y la abraza y ambas quedan en contacto.
De Ramiro se sabe muy poco: que hacía trabajos informales y que durante un tiempo había podido pagarse un hotel. Pero se había quedado sin trabajo y había vuelto a la calle.
Cuando se despide de Geraldine y de camino al siguiente punto, Mónica cuenta que los equipos de voluntarios recorren diferentes puntos de la ciudad durante cinco noches de la semana. “Es lo que podemos sostener con los voluntarios que tenemos”, explica. A las personas que asisten les ofrecen una vianda caliente, un huevo duro, pan, jugo, caldo, café y facturas o algo dulce.
Hay voluntarios que cocinan, mientras que otros realizan el reparto durante las recorridas. A la par de la comida, ofrecen abrigo y tratan de responder a requerimientos concretos: desde un colchón a una bota ortopédica.
“A veces me preguntan si ahora hay más o menos gente en la calle. Nosotros vemos siempre la misma cantidad”, acota. La novedad en estos días, asegura, es que hay mucha gente que no está en la calle pero igual necesita un plato de comida. “Se te acercan con la vergüenza propia de quien no está acostumbrado. Te piden un vaso de agua y miran la comida. Cuando les ofrecés, terminan sincerándose y quizás te dicen que llevan un día entero sin comer”, puntualiza.
Al concluir la jornada, ya de madrugada, De Russis vuelve a la sede de la organización a esperar a los equipos para descargar heladeras y demás elementos. Cuenta que, mientras espere, se va a poner a organizar las donaciones que no les sirven a quienes viven en la calle. “Nos dejan trajes, batas de seda… Prendas que no van con el perfil de las personas que asistimos. En esos casos, nos comunicamos con otras organizaciones que les pueden dar mayor utilidad”, explica. En la puerta de la sede, casi siempre hay gente que espera. Buscan algo caliente, quizás una frazada o simplemente una palabra de aliento.
Cómo colaborar:
- Cuál es la mejor forma de ayudar a quienes están en situación de calle. La Nación armó una guía con 50 maneras de solidarizarse con las personas que duermen a la intemperie. Podés entrar haciendo click aquí.
- La sede de Amigos en el Camino queda en Valentín Gómez 3332, en el barrio porteño de Almagro. Podés comunicarte al 15.3910.2998 o contactarlos a través de sus redes sociales.