A los 18 años nunca había leído un libro ni usado una computadora, hasta que la iniciativa de un empresario lo llevó a soñar en grande
Franco Pereyra vive en un asentamiento de Concordia, en Entre Ríos; durante la pandemia dejó la secundaria y le costaba muchísimo leer y escribir; empezó a trabajar en el campo hasta que una propuesta lo empujó a volver a la escuela; hoy proyecta ir a la universidad y tener su propio emprendimiento
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Este es un año especial para Franco Pereyra. Logró objetivos que, hace no mucho, parecían sueños remotos: no sólo volvió a la secundaria, que había abandonado en 2020, sino que a los 18 años pudo leer, por primera vez en su vida, un libro. Lo pidió prestado en la escuela y lo devoró en tres días. “Se sintió lindo lograr leer algo. No era muy largo, pero para empezar estuvo bien”, cuenta el adolescente con una sonrisa tímida.
Pero hay más: en los últimos meses, también tuvo la oportunidad de usar una computadora, algo a lo que tampoco había tenido acceso. “Me gustó, nunca me imaginé que se podían hacer tantas cosas con los programas y las aplicaciones”, dice sentado en el frente de su casa, en Benito Legerén, un asentamiento en la periferia de la ciudad de Concordia, en Entre Ríos, donde vive con su mamá, su padrastro y tres hermanos más chicos.
Franco tenía 15 años cuando dejó la escuela. Fue en plena pandemia y hoy recuerda que “le costaba todo”. Sentía que estaba muy atrasado en relación a sus compañeros y su mayor dificultad era la lectoescritura. Estando en la secundaria, no había logrado aún leer de corrido y tenía muchas dificultades a la hora de escribir, algo que le provocaba vergüenza y detonaba su autoestima.
Cuando la maestra le pedía leer en voz alta, se sentía arrollado por lo que llama “la bola de nieve”: se trababa cada vez más y más, y se le hacía imposible seguir. Había llegado a pensar que “no podía”, que la escuela no era para él. Entonces, dejó el aula para trabajar con su familia en el monte, “tirando ramas de eucaliptus” para una de las forestales que abundan en la zona. Era una labor ardua y su sueño de “ser alguien en la vida” se escurría entre sus manos.
La historia de Franco tiene puntos en común con la de los miles de niñas, niños y adolescentes de la Argentina que, aún estando escolarizados, no saben leer ni escribir a edades avanzadas, tal como lo expuso una investigación de LA NACION. Es un drama con un trasfondo profundo: son infancias y adolescencias atravesadas por la pobreza multigeneracional; la falta de oportunidades; la explotación laboral; la ausencia de referentes adultos que hayan terminado la escuela y puedan ayudarlos con las tareas; el abandono y la repitencia; entre otros factores.
Con esa realidad chocaron de frente Felicitas Silva y Florencia Martínez, dos maestras jóvenes, cuando empezaron a trabajar en Concordia. Ambas son cofundadoras de Volando Alto, una organización social con foco en educación que tiene centros de desarrollos de oportunidades en dos asentamientos de esa ciudad entrerriana, La Bianca y Benito Legerén. Ahí van unos 180 niñas, niños y adolescentes a contraturno de la escuela: tienen clases lectoescritura y alfabetización digital, iniciación en matemática, y acompañamiento psicopedagógico y emocional, entre otros puntos clave.
Además, Volando Alto tiene un programa llamado Escuelita Finnegans, iniciativa que lanzó gracias al apoyo de la empresa de ese mismo nombre, especializada en software. Está destinado a jóvenes que abandonaron el secundario o que lo terminaron pero no continuaron estudiando ni trabajan. Ese fue el espacio al que Franco llegó, de casualidad, el año pasado y donde empezó a dar pasos agigantados: no sólo en lectoescritura, sino que allí usó por primera vez una computadora y aprendió una lección que hasta el día de hoy repite: “Que hay que llegar a horario y que el estudio es lo principal”.
Fue en ese contexto donde tomó una decisión clave: volver a la secundaria luego de tres años de no estar escolarizado. “Me gustó volver porque ya extrañaba la escuela”, admite el joven, que pudo romper con la barrera del “no puedo”.
“Era un trabajo duro”
Apenas 14 kilómetros separan a los vecinos de Benito Legerén del centro de la ciudad de Concordia. 14 kilómetros que para muchos son un abismo. De hecho, varios de los chicos del barrio nunca vieron un semáforo. Para muchas familias, costear un boleto de colectivo (son 600 pesos para los adultos, 240 para los estudiantes de primaria y 300 para los de secundaria) resulta imposible.
“La pobreza en Concordia es muy periférica. Uno puede transitar por el centro sin darse cuenta de que es la segunda ciudad más pobre del país. Hay que irse un poco más hacia las afueras para encontrarse con la realidad”, dice Florencia Martínez. Concordiense de origen, fue quien le propuso a Felicitas instalarse allí con el proyecto educativo de Volando Alto, al que se sumaría también Francisco Bollini, el tercer cofundador. Lo que la movilizó fue el hecho de que su ciudad sea el segundo conglomerado más pobre del país detrás de Resistencia, donde la pobreza alcanza al 69,2% de las niñeces, según datos del Indec.
Durante el tiempo en que dejó la escuela, Franco trabajó en una maderera. Sin embargo, cada día que pasaba se reforzaba la certeza de que eso no era para él. “Tengo varios problemas en la vista. El más fuerte se llama queratocono, es una enfermedad en la que la córnea toma la forma de un cono. Usando lentes de contacto se detiene, pero ese lente rígido me lastima cuando entra polvo o cualquier mugre, o hay mucho viento. Por eso, hay trabajos que no puedo hacer”, detalla.
En un grupo de WhatsApp le compartieron un link para anotarse a los talleres de Volando Alto. Franco no lo dudó: escribió y le propusieron sumarse a la a Finnegans.
“Buscamos que los chicos no abandonen el sistema formal de educación, que puedan terminar la secundaria y que, el día mañana, cuenten con las herramientas necesarias que les permitan aprovechar las oportunidades que hay en la ciudad y en el mundo. Para eso, el manejo de las nuevas tecnologías es fundamental”, señala Florencia.
Por eso, la alfabetización digital es uno de los ejes centrales de la Escuelita. “Una de las sorpresas que tuvimos fue que la gran mayoría de los chicos nunca habían tenido acceso a una computadora. Como Franco, que terminó manejando programas que nunca había manejado, se dio cuenta que podía hacer diseños digitales y resolver problemas de lógica”, cuenta Florencia. “Fue así que un día nos dijo: ‘Me voy a inscribir de nuevo en la secundaria’. Para nosotros, que los chicos vean que realmente pueden es el orgullo más grande”.
Blas Briceño es el fundador y CEO de Finnegans. La firma tiene 300 empleados, una sede en Buenos Aires y otra en Concordia, de donde Blas es oriundo y en la que se convirtieron en uno de los principales empleadores del sector privado en los últimos años. Viendo que su ciudad “estaba primera en los rankings de pobreza y desempleo”, Blas comenzó a pensar en cómo podía contribuir “en la experiencia formativa de nuevos profesionales interesados en la industria del software”.
En esa búsqueda, conoció al equipo de Volando Alto y decidieron aliarse. “Nosotros aportamos donando computadoras, contribuimos con los honorarios de los docentes y además invitamos a nuestros empleados a que participen como tutores y formadores de los chicos, y esto genera un beneficio múltiple”, asegura Blas. Para él, la escuelita pone sobre la mesa cómo “hay un montón de jóvenes que con los estímulos y el acompañamiento adecuado pueden hacer un click muy fuerte y dar vuelta su destino”.
En otras palabras, las oportunidades son la puerta que permite que niñas, niños y adolescentes en situación de pobreza, logren proyectar un futuro. “Hablar con los chicos y conocer sus recorridos hace que todo lo que estamos haciendo valga la pena. Me gustaría replicar este proyecto en todo el país”, sostiene el empresario.
Paciencia y mucha práctica
Franco muestra sus carpetas del secundario y ante la pregunta de si se anima a leer algo, al principio duda. Despacio, comienza por el resumen de una novela: “Son muchos años escuchando las campanas de las seis de la iglesia en su habitación oscura, preguntándose cosas”. Hoy, todavía le cuesta leer de corrido, aunque “no tanto como antes”. También dice que fue venciendo su miedo a hablar delante de otros, esa vergüenza que le atragantaba las palabras.
−¿Qué se necesita para poder aprender a leer y escribir?
−Paciencia y mucha práctica. A mí me cuesta todavía escribir porque se me olvidan mucho las tildes y las haches. Pero a leer ya me acostumbré.
Cuando siente que “la bola de nieve” vuelvo a acosarlo, no deja que la ansiedad lo venza. “Ahora, si me pasa, paro, respiro, y ahí me sale”, cuenta el adolescente. Y asegura que, cuando estudia, siente que “aprovecha el tiempo”, porque sabe que es una inversión para su futuro.
Su mamá no pudo terminar la primaria y cuando Franco egrese del secundario se va a convertir en el primero de su familia en lograr esa meta. Después, le gustaría ir a la universidad y estudiar cocina. “Quisiera tener mi emprendimiento. Sueño con lograr lo que quiero. Tener mi casa, mis cosas. Otro sueño sería operarme de la vista”, dice el jóven.
Los días de lluvia, como esa tarde, las calles de tierra de Benito Legerén se vuelven un barrial intransitable, y Franco mira el cielo intentando prever si el agua dará tregua. Esquivando los charcos, se aleja con la mochila al hombro, rumbo a la escuela.
Cómo colaborar
- Para colaborar con Volando Alto, se puede apadrinar a niños, niñas y adolescentes que asisten a sus centros de La Bianca y Benito Legerén. Les dan una merienda, útiles, clases de alfabetización, de apoyo escolar y alfabetización digital. Para más información, se puede entrar al sitio, visitar el Instagram o escribirle por WhatsApp al +549-3455022213. Además, reciben aportes por Mercado Pago (ALIAS: volandoalto.ong) o en la cuenta del Banco BBVA 068-323503/2, CBU:0170068820000032350328, ALIAS: volandoalto.ong.bbva.