Sofía Servián creció en un barrio popular y está a punto de recibirse de antropóloga; investigó y escribió sobre las estrategias de supervivencia en la pobreza; “Si la escuela no te prepara para la universidad y no conseguís un trabajo formal, aparece la maternidad como destino”, asegura
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Paola tiene 21 años y no deja a su hija Bianca, de 5, ni al cuidado de su marido, el papá de la niña. Trinidad tiene 15 y, en lugar de ir a la escuela, cuida a su hermanito de 6 meses. La hija de Vanesa es adolescente y ayuda a su tía en un salón de belleza mientras, en paralelo, cursa el secundario. Susana es víctima de violencia y sueña con que su hija de 13 encuentre a un hombre que la cuide. Beatriz prefiere trabajar en el centro comunitario que limpiar casas, aunque gane menos.
¿Puede condicionar la vida de una mujer el lugar en el que nace? Sofía Servián cree que cuando ese lugar es un barrio popular la respuesta es sí. “El mundo académico es bastante reacio a sostener la idea de que el entorno determina trayectorias de vida. Pero yo, que crecí en un barrio y que la primera vez que salí al mundo fue para hacer el CBC, pienso que es así”, sostiene esta joven de 25 años que terminó la carrera de Antropología en la UBA y sólo le falta la tesis para recibirse.
Para decir lo que dice, Sofía se basa en su propia experiencia, pero también en las de las mujeres que la rodean: su madre, sus tías, sus primas y sus vecinas. Las vivencias de todas ellas formaron parte de una investigación reciente que dio lugar a un libro. Por eso es que, desde lo personal pero también desde lo profesional, afirma que si bien sobre las mujeres que nacen y crecen en alguno de los 6467 barrios populares del país pesan los mismos mandatos que sobre el resto del universo femenino, algunas de esas imposiciones están moldeadas por su entorno. ¿Pero cuáles?
Son las 10 de la mañana de un lunes y Sofía camina junto a LA NACION por La Matera, un barrio popular ubicado en la localidad bonaerense de Quilmes. El plan es detectar las marcas que el barrio va dejando sobre las mujeres y conversar sobre ellas.
La elección del lugar no es azarosa: Sofía lo conoce muy bien. No sólo porque se crió en La Paz, un asentamiento vecino, sino también porque ese lugar fue el escenario de “Cómo hacen los pobres para sobrevivir” (Siglo XXI), un estudio etnográfico que escribió junto al sociólogo Javier Auyero y publicó en julio pasado. El libro, que ya va por su segunda edición, describe al detalle las estrategias que despliegan los habitantes de los barrios populares para subsistir.
“En los barrios, el espacio público no está pensado para las mujeres –dice durante el recorrido–. Si hay una canchita de fútbol, es para los varones. Ya desde chicos los podés ver solos y en la calle, en grupo, andando en bicicleta, en la plaza o jugando a la pelota. Pero a las chicas, cuando son niñas o preadolescentes, las ves con sus mamás o con alguna persona mayor que las cuida. Solas no las ves”, explica.
“Las chicas juegan y bailan en los patios de las casas, supervisadas por sus mamás –describe–. Para ellas, la infancia y preadolescencia transcurre puertas adentro. Mi infancia transcurrió también así”, se sincera esta joven autora, la única universitaria en una familia de amas de casa y empleadas domésticas, como su mamá y sus tías, y en donde tener el secundario completo es, más bien, la excepción, incluso, entre primos y primas de su generación.
"En los barrios, el espacio público no está pensado para las mujeres A los varones los ves solos, en una canchita, en la calle, en bici, juntándose en la plaza... Pero a las chicas, cuando son niñas o preadolescentes, las ves con sus mamás o con alguna persona mayor que las cuida. Solas no las ves. Para ellas, la infancia y preadolescencia transcurre puertas adentro"
Hace unos años y empujada por la necesidad de costear los eternos viajes en colectivo de Quilmes a la facultad de la calle Puán, en Caballito, Sofía evaluó la posibilidad de dedicarse temporalmente al mismo oficio de su mamá y sus tías, pero finalmente desistió.
“Me imaginé limpiando y pensé: ‘yo quiero tener una vida diferente’. A mí me marcó ver a mi mamá pasar de ama de casa a empleada doméstica, así que me refugié en el estudio. En la educación encontré la puerta para salir a buscar algo distinto, para no tener que depender económicamente de un hombre”, expresa.
A la vuelta de uno de esos viajes desde la facultad, a mediados de 2019, Sofía fue asaltada camino a su casa. Su hermano había ido a esperarla a la parada. A él le llevaron hasta la ropa y a Sofía, la mochila con sus libros, sus apuntes, y su celular. Así lo cuenta en un pasaje del libro:
“Eso fue un jueves. El sábado, como todos los sábados desde ya hacía un año, Sofía se acercó a la Unidad Básica donde, junto con otras jóvenes militantes del barrio, ofrecen clases de apoyo escolar a niñas y niños de la zona (...) Varios estudiantes asisten de manera irregular, otros, como Félix, no faltan nunca. Ese sábado, Félix estaba muy contento. Con sus 12 años recién cumplidos, se acercó a Sofía y le mostró su mochila nueva. Era la que le habían robado a ella hacía dos días. Sofía sintió un escalofrío. (...) Sonrió forzadamente y le dijo a Félix que le parecía muy linda. No dijo ni preguntó nada más”.
“Quien no vive en un barrio popular, no puede entender lo que es vivir todo el tiempo con temor a ser víctima de alguna forma de violencia. El espacio público no se transita con libertad en ningún momento del día, sobre todo si una es mujer. Y por lo general todo queda lejos. En La Matera, por ejemplo, no pasa ningún colectivo. Las estrategias para enfrentar este temor son muchas: te movés acompañada o sabés que a ciertas horas ya no te podés mover”, explica sentada en uno de los bancos de la plaza principal de La Matera, frente al único edificio escolar del barrio y donde funciona la escuela primaria y el jardín. Esas son algunas de las pocas presencias institucionales del Estado en La Matera, un barrio nacido en el año 2000 y que, diez año más tarde, ya tenía 5160 habitantes. No hay, al menos disponibles, datos más recientes. Tampoco hay, hasta el día de hoy, una escuela secundaria: para continuar los estudios más allá de la Primaria hay que salir del barrio.
Con las hijas pequeñas, agrega, el temor a que sufran un abuso también está latente. “A las hijas mujeres no se las deja ni al cuidado de los hermanos. En este punto, se teme a los extraños pero también a los familiares”, puntualiza Sofía.
"Quien no vive en un barrio popular, no puede entender lo que es vivir todo el tiempo con temor a ser víctima de alguna forma de violencia. El espacio público no se transita con libertad en ningún momento del día, sobre todo si una es mujer"
Enfrente, sobre la vereda de la escuela, pasa Paola, una mamá de 21 años, junto a sus hijos Bianca (5) e Ian (3). Cuenta que su hija se mueve a todos lados con ella. “No la dejo ni con el papá, mi marido. Ella sabe que no tiene que salir de casa si no es conmigo. Y que nadie, ni el papá, ni el abuelo, ni los tíos tiene que tocarle las partes íntimas, ni ella a ellos”, sostiene ante la mirada atenta de su hija. “Lo que quiero evitarle a ella, a mí me pasó a los 9, en un barrio como este”, dice con los ojos cargados de emoción.
A pocos metros, las hermanas Trinidad (15) y Natalie (14) caminan junto a Silvia (44), la mujer de su abuelo, quien lleva el cochecito en el que viaja Elian, de 6 meses, el pequeño hermano de las adolescentes. “Venimos de hacerle el control de salud al bebé. Como mi mamá trabaja, vamos nosotras”, dice Trinidad, mientras Natalie manda un mensaje por WhatsApp. La mayor de los hermanos sueña con ser veterinaria pero aún no pudo comenzar la secundaria. “Este año mi mamá no me pudo comprar los útiles, así que no estoy yendo”, cuenta..
Sofía escucha el relato y luego dirá que, entre las adolescentes, está muy naturalizado el cuidado de los hermanos. Tanto, que no se vive como una carga. “Si se trata de una familia numerosa o la mamá trabaja, el rol del cuidado recae sobre la hija mayor”, explica.
Por los abusos, a las hijas mujeres no se las deja ni al cuidado de los hermanos. En este punto, se teme a los extraños pero también a los familiares
Ella misma, de pequeña, alguna vez tuvo que cuidar a su hermano, tres años menor que ella. Fue cuando sus padres se separaron y su mamá comenzó a trabajar en una gráfica durante la noche, porque el dinero no alcanzaba. “Mi abuela vivía en el mismo terreno, en otra casa, así que nos supervisaba”, matiza.
A pesar de lo que acaba de contar Trinidad, Sofía vio con frecuencia, durante su trabajo de campo que realizó para el libro, el esfuerzo explícito de muchas mujeres para que el destino de las hijas adolescentes esté en el mundo del estudio y del trabajo. “A la mayoría de las mujeres que entrevisté, el rol de la maternidad les había llegado demasiado temprano y soñaban con que sus hijas adolescentes cortaran con ese patrón. Pero para eso es crucial la ESI, y en los barrios, contra lo que puede pensarse, no ves mucha ESI”, reconoce.
El nuevo aspiracional para las adolescentes, dice Sofía, es terminar el secundario y conseguir un trabajo formal fuera de su barrio. “Toda tu vida transcurre en el barrio. Los únicos momentos en que salís, son los paseos durante las vacaciones de invierno. El resto de tu vida transcurre acá, sobre todo si tu rol principal es ser madre y ama de casa”, agrega.
Las posibilidades de ir más allá del secundario completo y de tener un trabajo formal son, a criterio de la joven, más bien la excepción. “Las escuelas públicas de los barrios populares no preparan al adolescente para la universidad. Las carreras son larguísimas para alguien que necesita recibirse y trabajar para ayudar en su casa. Mi familia espera que, cuando yo me inserte en el mundo profesional, pueda ayudarlos”, explica.
"A la mayoría de las mujeres que entrevisté, el rol de la maternidad les había llegado demasiado temprano y soñaban con que sus hijas adolescentes cortaran con ese patrón"
La manera en que un hijo universitario es percibido por su familia también difiere según la clase social. Sofía recuerda que en sus tiempos de cursada la mayoría de sus compañeros que no trabajaban, se sentían culpables de ser una carga para sus familias y soñaban con independizarse.
“En los barrios populares pasa todo lo contrario: es muy frecuente que los hijos que forman familia construyan su casa en el mismo terreno en el que vivían como hijos, como una manera de abaratar costos y contribuir a la economía familiar”, dice, mientras saluda a algunos primos con los que se cruza.
La Matera es un barrio delimitado en buena parte de su trazado urbano por los arroyos San Francisco y Piedra. En su interior, sólo una calle es de asfalto. En sus bordes es posible cruzarse con gallinas y perros sumamente enfermos. En cada terreno, suele haber más de una casa. El ladrillo hueco y la chapa son los materiales más frecuentes en sus construcciones. A la par de los comercios de cercanía, como almacenes, verdulerías y carnicerías, son frecuentes los emprendimientos que funcionan en las casas: varias librerías, una juguetería, despacho de comidas y salones de belleza.
"Si se trata de una familia numerosa o la mamá trabaja, el rol del cuidado recae sobre la hermana mayor"
Sofía cuenta que es frecuente que las madres promuevan la formación en oficios entre sus hijas mientras cursan el secundario. Lo ven, dice, como una posible salida laboral en caso de que no consigan un trabajo relacionado con lo que estudiaron.
“Mientras una va terminando los estudios secundarios, surge la pregunta sobre qué hacer después, de cara al futuro. En los sectores medios, alguien puede elegir con libertad: estudiar, trabajar, independizarse. En los barrios no. Si la escuela no te prepara para la universidad y no conseguís un trabajo formal, rápidamente aparece la maternidad como destino”, afirma.
"Las escuelas públicas de los barrios populares no preparan al adolescente para la universidad. Las carreras son larguísimas para alguien que necesita recibirse y trabajar para ayudar en su casa"
Pero si las oportunidades de progreso son pocas para las mujeres en los barrios, para las madres y amas de casa, son todavía menos. El trabajo comunitario, por ejemplo en un comedor, se vuelve una posibilidad cierta para muchas de ellas. En su libro, Sofía Servián y Javier Auyero dedican un capítulo completo a las mujeres que trabajan en el centro comunitario de El Tala, otro barrio vecino, que asiste a muchos niños, niñas, adolescentes y mujeres de La Matera. En un fragmento puede leerse:
“Además de sus trabajos (en su enorme mayoría informales, como empleadas domésticas, de comercios, etc.) y del “doble turno” que implican las tareas en sus hogares (cocinar, limpiar sus casas, criar a sus hijas e hijos), de lunes a jueves estas mujeres cumplen un “tercer turno” con las actividades que realizan en el centro, ocupándose y preocupándose por otras y otros. Ellas no reciben un salario sino un “incentivo”; no una jugosa cantidad (como parecen creer quienes critican la supuesta generosidad de los planes estatales de asistencia social), sino menos de una quinta parte de lo que se necesita para cubrir la canasta básica de acuerdo con el Indec.”
Durante su investigación, Sofía recuerda haberle preguntado a una mujer del centro comunitario por qué hacía lo que hacía, siendo que la retribución económica era inferior a la que obtendría como empleada doméstica. La respuesta de esa mujer fue contundente: “Yo limpié casas y gané más plata. Pero me sentía menos”.
“Todos necesitamos el respeto y la aprobación de los demás. Pero en los barrios no hay un abanico de oportunidades para las mujeres adultas que, en su mayoría, fueron madres muy jóvenes y no tienen el secundario terminado. Trabajar en el centro comunitario o en alguna labor comunitaria les aporta justamente eso: respeto y aprobación”, concluye.