Tras una excursión escolar que le abrió los ojos al mundo, se volcó de lleno en el mundo de la ingeniería y llegó a trabajar para una de las organizaciones más importantes en la conquista del espacio
- 9 minutos de lectura'
A mediados de la década de 1970 en Puerto Rico, una estudiante de secundaria asistió a unas charlas sobre carreras en ciencia en la universidad. Ella no lo habría considerado, pero su profesor de matemáticas, al ver su potencial, la animó a ir. Y cuando un estudiante comenzó a hablar, quedó cautivada al instante por un campo de conocimiento del que nunca había oído hablar: la ingeniería. En ese momento, sintió algo que nunca antes había sentido.
“Oí cómo se abrían mis alas. De hecho, escuché ese pop, pop: ¡esto es! Fue solo un instante, pero fue exactamente así”. Años después, esa estudiante portorriqueña enfrentaría un reto que haría posible nada menos que la Estación Espacial Internacional (EEI) pudiera mantenerse en órbita, y otras maravillas más.
La EEI, ese gran laboratorio flotante en el que actualmente hay siete personas, estuvo orbitando el planeta 16 veces cada día desde 1998. Pero la idea de algún tipo de base permanente en el espacio se pensó en las décadas de 1940 y 1950.
Y una de las razones por las que ese proyecto no despegó durante tanto tiempo fueron los límites de la energía de las baterías. El que la EEI esté flotando sobre nosotros en este momento se lo hemos de agradecer a la increíble mente de Olga González Sanabria y su equipo de ingenieros de la NASA.
Del Caribe al Cleveland
Tras esa excursión escolar que le abrió los ojos al mundo de la ingeniería, Olga supo que eso era exactamente lo que quería hacer. Así que cuando llegó el momento se matriculó en la Universidad en Puerto Rico, en una época en la que era muy raro que una mujer estudiara ingeniería.
Aunque era una de apenas cinco mujeres, no sintió que la trataran de manera muy diferente a sus compañeros masculinos. Pero hubo algo que le costó trabajo.
“La primera clase que tomamos fue dibujo y yo no podía dibujar dos líneas rectas. Estaba muy, muy frustrada porque traté de tomar dibujo en la secundaria y me dijeron que a las niñas no se lo permitía pues eso era para niños”, recuerda.
El tener que esforzarse más para dominar conceptos básicos por no tener la preparación necesaria desde secundaria, no afectó su carrera: terminó en la NASA.
Olga estuvo a punto de no postularse cuando los reclutadores llegaron a su campus, pues no creía ser lo suficientemente buena, pero afortunadamente su amigo tenía una opinión diferente.
“Me dijo: ‘lo peor que puede pasar es que no te contraten y que te sirva como ensayo para otras entrevistas en el futuro’. Y me registré”, cuenta. La entrevista fue un éxito.
Olga dejó su isla natal de Puerto Rico y voló a Cleveland, al Centro de Investigación Glenn de la NASA.
Se unió a la rama de electroquímica de la División Solar y Electroquímica, el departamento que desarrolla hardware para impulsar diferentes misiones aeroespaciales.
La mudanza fue difícil, pero le dieron una bienvenida muy cálida.
“Nunca había estado en Cleveland. No conocía a nadie más que al reclutador. Cuando llegué, había 12, 15 personas con globos y música esperándome”, recuerda y precisa: “Cinco o seis chicos fueron a recogerme al aeropuerto y todavía los llamo mis ángeles porque fueron los que me ayudaron a superar el cambio. El sistema de apoyo que me brindaron me ayudó a acoplarme”.
El reto
Olga llegó cuando el departamento enfrentaba problemas con sus baterías espaciales de níquel-hidrógeno. Uno de los grandes beneficios de estas baterías era su estabilidad: pueden funcionar desde -40 °C hasta 60 °C. El problema era otro.
Las sondas están en el espacio con acceso sin obstrucciones al Sol, y utilizan energía solar para cargar las baterías con las que funcionan las naves espaciales y todos los satélites. Por eso, si la batería solo tiene una vida útil corta, la del satélite también lo será.
El costo de reemplazar esas baterías es, en todos los sentidos, astronómico. Cuando Olga se unió a la NASA, estas baterías solo duraban unos 3 años, lo que no es suficiente para la ciencia espacial, especialmente cuando se piensa en algo como una estructura más permanente en el espacio.
Así que a su equipo se le asignó la desafiante misión de prolongar la vida útil de las baterías. El objetivo fijado era 15 años, sin poder cambiarlas, reemplazarlas o actualizarlas. En otras palabras, quintuplicar su longevidad.
Para Olga, este tipo de problema es el lado divertido de ser ingeniería: “Resolver cualquier problema que esté por resolver, y que necesite tu conocimiento y experiencia para llegar a una solución en la que nadie más pensó antes”.
Por suerte, ella sabía de química y, en base a esto, el equipo modificó el diseño de las baterías.
“Debido a que es hidrógeno y oxígeno, se producen pequeñas explosiones entre los electrodos que queman todo lo que hay y luego cortocircuitan la batería, lo que reduce la vida útil”, explica. Básicamente, lo que hicieron fue recubrir el interior de la batería con un catalizador.
Así, en lugar de que estas pequeñas explosiones ocurrieran dentro de la batería y la dañaran, había una superficie para que esto sucediera sin dañarla. Y eso no fue todo. “Empezamos a analizar diferentes concentraciones de electrolitos. Y resultó que si disminuías la concentración, las baterías duraban más”, suma.
Los cambios no fueron grandes, pero el impacto que tuvieron sí. La meta eran 15 años. Con estas alteraciones de diseño, la vida útil de las baterías se prolongó a 30 años, el doble de lo esperado. “Eso es lo que ocurre con la mayoría de los proyectos de la NASA, porque no podemos permitirnos un fracaso”, asegura.
Las pruebas y el desarrollo de estas baterías níquel-hidrógeno de ciclo largo coincidieron con un anuncio del entonces presidente de EE. UU., Ronald Reagan.
“Esta noche estoy ordenando a la NASA que desarrolle una estación espacial tripulada permanentemente y que lo haga dentro de una década”, declaró en enero de 1984.
Las baterías fueron fundamentales para ello, ya que potenciaron los componentes básicos de la EEI, que funciona con 48 baterías.
También se utilizaron en sondas espaciales como la Mars Odyssey y el Telescopio Espacial Hubble.
La labor de Olga impulsó nuestro conocimiento del cosmos.
Al igual que con la mayoría de las áreas de la ciencia, hubo desarrollos con la tecnología de baterías.
Entre 2016 y 2021, todas las pilas de níquel-hidrógeno se reemplazaron por nuevas unidades de iones de litio, que son mucho más livianas, más eficientes energéticamente y más baratas de fabricar.
Pero sin estas innovaciones en la década de 1980, habría sido muy difícil hacer realidad el laboratorio flotante que es la EEI.
Las preguntas correctas
Olga trabajó durante 32 años en la NASA, pero no permaneció en la misma unidad, pues tiene un mantra sobre la forma en la que aborda la vida y su carrera. “Me considero un agente de cambio. No puedo ir a un lugar y hacer las cosas como de costumbre. Me muevo cada cuatro o cinco años en mi carrera, que es más o menos el tiempo que toma llegar a una decisión: o te aferrás a eso, seguís haciendo lo que estás haciendo y aprendés más sobre ello, o buscás otra oportunidad u otro lugar para crecer”, considera.
Durante su tiempo en la NASA, trabajó en el departamento que diseñó experimentos que requerían pruebas en el espacio. Luego, en 1995, pasó a la gerencia y trabajó en muchos departamentos diferentes.
Fue la primera latina en trabajar en la Oficina de Administración de Sistemas y en 2004, se convirtió en la Directora de Ingeniería y Servicios Técnicos. Sin embargo, el paso inicial a la gerencia como mujer fue muy difícil.
“No te escuchan. Esa es la situación más difícil de manejar. Decís algo y actúan como si nadie hubiera dicho nada. Y lo decís tres veces y nadie reacciona. Así que aprendí a decírselo a otra persona, y tan pronto como lo decía, la respuesta era: ‘¡Qué gran idea. Hagamos eso’”, afirma.
Y marca: “Entonces te enfadás de verdad. ¿Por qué sucede esto?”. No obstante, hasta en esta situación, logró sacar algo positivo. ”Demuestras que en realidad sos vos la que tiene las ideas. Y esa persona lo sabe y dice: ‘Olga lo dijo’. Y así vas empezando poco a poco hasta que te escuchan”, refuerza.
Con el tiempo, obtuvo el respeto que obviamente merecía.
Y recibió muchos premios por su trabajo, entre ellos el R&D 100 en 1988, la medalla al Servicio Excepcional en la NASA en 1993 y el premio a la Realización Profesional de las Mujeres en Tecnología en 2000.
En 2003 ingresó al Salón de la Fama de las Mujeres de Ohio. En 2006 recibió un premio de Rango Presidencial. Hay muchos más reconocimientos. Pero para ella, su mayor logro llegó cuando quiso hacer de la NASA un lugar más inclusivo para trabajar.
Ella y algunos otros empleados lograron abrir una guardería, que todavía funciona hoy en día. Olga se jubiló de la NASA en 2011.
Ahora tiene su propia empresa y es mentora de jóvenes interesados en la ciencia y la ingeniería, algo que le encanta hacer.
Se mudó de vuelta a Puerto Rico, donde tiene un pequeño lugar donde planta y cultiva frutas y verduras. “El año pasado comencé a pintar”, cuenta y explica que así tiene “diferentes prioridades y diferentes oportunidades para seguir disfrutando”.
Señala que hay quienes piensan que tuvo suerte. “Pero en realidad no es cuestión de suerte. Y sigo diciéndoles a los niños que la suerte es la intersección entre la preparación y la oportunidad. Cuando me pasé a la ingeniería, sabía lo suficiente como para hacer las preguntas correctas”, afirma.
Y cierra: “No sabía las respuestas, pero si sabés lo suficiente como para hacer las preguntas correctas y estás dispuesto a esforzarte, tendrás éxito”.
BBC News Mundo