Esta es la historia de dos esqueletos. Es la hazaña de un par de antiguos miembros de la familia humana nacidos en Etiopía y apodados Lucy y Ardi.
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Lucy es un ícono de los inicios de la humanidad, mientras que Ardi es menos conocido, pero no por eso menos importante y quizás hasta más revelador.
Sus historias revelan mucho sobre la evolución humana temprana y cómo la ciencia que estudia nuestro pasado ha avanzado en este último medio siglo.
Lucy y sus parientes
La depresión de Afar en Etiopía es una de las regiones más productivas del mundo en cuanto a fósiles se refiere. Parte del sistema del Rift de África Oriental consiste en una cuenca sedimentaria formada por la separación de placas continentales.
Gracias a una geología favorable, sus desiertos abrasados por el sol representan un terreno privilegiado para la caza de miembros extintos de la familia humana. El potencial de esta región salió a la luz en la década de 1970 gracias al trabajo pionero del geólogo Maurice Taieb.
Después de descubrir que el suelo estaba repleto de huesos petrificados, invitó a científicos franceses y estadounidenses a formar un equipo de investigación, que rápidamente se centró en un área rica en fósiles llamada Hadar. En 1974 el antropólogo Donald Johanson y su asistente Tom Gray encontraron a Lucy, un esqueleto de 3,2 millones de años de antigüedad.
Al reconstruirlo, vieron que las piezas conformaban aproximadamente el 40% del esqueleto (o el 70% después de que los técnicos de laboratorio crearan réplicas de huesos que faltaban en el lado opuesto) de una mujer pequeña con un cerebro del tamaño de un simio, quien medía poco más de un metro de altura.
El equipo de Hadar recolectó cientos de especímenes más de la misma especie que luego se denominaría Australopithecus afarensis. Y completó las partes que le faltaban a Lucy, incluido el cráneo, las manos y los pies.
Hoy esta especie fósil es una de las más conocidas de toda la familia humana, con más de 400 ejemplares que datan hace entre 3 y 3,7 millones de años.
El misterio del andar bípedo
El descubrimiento del Australopithecus afarensis llevó a la ciencia a avanzar de muchas maneras. Primero, arrojó luz sobre uno de los mayores misterios de la humanidad: ¿por qué se irguieron nuestros antepasados?
Los humanos nos parecemos a nuestros primos primates en muchos aspectos anatómicos, pero somos extrañamente únicos cuando se trata de nuestra locomoción sobre dos piernas. Darwin había teorizado que los humanos incorporaron una postura erguida al mismo tiempo en que desarrollaron herramientas de piedra, cerebros grandes y dientes caninos pequeños, pero el Australopithecus afarensis demostró que estos rasgos no evolucionaron como un paquete.
En realidad, la locomoción vertical comenzó mucho antes que los cerebros grandes y las herramientas de piedra.
En segundo lugar, estos descubrimientos movieron los registros de fósiles humanos más hacia el pasado y establecieron al género Australopithecus como un antepasado viable de nuestro género, Homo. (El género es un rango taxonómico por encima de la especie y típicamente une taxones que comparten un nicho adaptativo común). Tras profusos debates, quedan pocas dudas de que la especie de Lucy era bípeda.
El Australopithecus afarensis tenía el dedo gordo recto, no prensil, y los inicios de lo que sería el pie arqueado de los humanos (a pesar de tener proporciones de pie más primitivas que las nuestras). De hecho, es probable que esta especie sea la responsable de las huellas de aspecto humano encontradas en cenizas volcánicas fosilizadas en Laetoli, Tanzania, y que datan de hace 3,6 millones de años.
Esto no significa necesariamente que la especie de Lucy hubiera abandonado los árboles por completo. Conservó características que algunos científicos interpretan como evidencias de su capacidad para escalar, lo que incluye dedos curvos de manos y pies, articulaciones móviles en los hombros y antebrazos largos.
Antes de Lucy
Pero ¿qué sucedió antes de Lucy y cómo comenzó el andar bípedo? Después de los descubrimientos en Hadar, durante dos décadas el registro fósil de aquellos antepasados con más de 4 millones de años permaneció casi en blanco.
En 1992, en otra parte de la depresión de Afar conocida como Awash Medio, un equipo estadounidense etíope con sede en la Universidad de California en Berkeley recogió las primeras piezas de una especie primitiva más de un millón de años anterior a Lucy.
Los primeros hallazgos incluyeron dientes caninos en forma de diamante (distintos a los colmillos en forma de daga de los simios), los cuales marcaron que estas criaturas eran miembros primitivos de la familia humana.
En 1994, el equipo de Awash Medio ganó la lotería de forma inesperada: hallaron un esqueleto de 4,4 millones de años de una especie llamada Ardipithecus ramidus.
El erudito etíope Yohannes Haile-Selassie encontró un hueso de la mano roto, lo que desencadenó una búsqueda intensiva y el descubrimiento de más de 125 piezas de una hembra antigua que medía aproximadamente 1,2 metros de altura y tenía un cerebro del tamaño de un pomelo de unos 300 centímetros cúbicos.
El esqueleto, apodado Ardi, conservaba muchas partes que le faltaban a Lucy (incluidas las manos, pies y cráneo) y tenía 1,2 millones de años más.
Los investigadores terminaron encontrando más de 100 especímenes de otros individuos de la misma especie. Poco después de que el esqueleto de Ardi fuese llevado al laboratorio, el paleoantropólogo Tim White hizo un descubrimiento impactante: el dedo gordo del pie de Ardi indicaba que tenía la capacidad de trepar árboles.
Esta revelación llegó junto con otras aparentemente contradictorias, por ejemplo, que los otros cuatro dedos de Ardi mostraban una anatomía similar a la de los bípedos erguidos. Otros hallazgos sumaron a la idea de que Ardi tenía una locomoción híbrida; es decir, trepaba árboles, pero también caminaba erguida.
Aunque muy dañada, la pelvis de Ardi mostraba inserciones musculares exclusivas de los bípedos, junto con otra anatomía típica de los simios arbóreos. Como informó más tarde el equipo que hizo el descubrimiento, “posee tantas sorpresas anatómicas que nadie podría haberlas imaginado sin evidencia fósil directa”.
¿Humano o chimpancé?
Ardi desafió las predicciones imperantes de múltiples formas. Al momento de su descubrimiento, la biología molecular había acumulado pruebas convincentes de que los humanos estaban estrecha y recientemente relacionados con los chimpancés. En ese entonces, los científicos estimaban que la divergencia de ambos linajes había ocurrido hacía tan solo 5 millones de años (la mayoría ahora piensa que la división fue mucho antes).
Por eso muchos investigadores compartían la idea de que, cuanto más antiguo el fósil, más se parecería a un chimpancé o bonobo moderno. Pero Ardi no caminaba con los nudillos como los simios africanos modernos ni tampoco mostraba indicios anatómicos de tener antepasados que caminaran de esa forma.
Además, carecía de los dientes caninos en forma de daga de los chimpancés y su hocico era menos prognatoso (con las mandíbulas salientes). Se veía diferente a todo lo que se había visto antes, motivo por el cual sus descubridores la describieron como “ni chimpancé ni humana”.
Ardi provocó una gran controversia. Algunos científicos se negaron a creer que ella fuese un miembro de la familia humana y, por lo tanto, se negaron a aceptar todas sus inquietantes implicaciones. Otros insistieron en que en realidad se parecía más a un chimpancé de lo que reconocía el equipo que la descubrió.
A lo largo de la última década, varios investigadores independientes examinaron los fósiles y afirmaron que Ardi era un hominino (antes llamado “homínido”), una criatura que pertenece a nuestra rama del árbol genealógico tras separarnos de los antepasados de los chimpancés.
No todas las afirmaciones sobre ella han ganado una completa aceptación, pero Ardi ciertamente nos obligó a replantear a fondo nuestros orígenes. Con el paso del tiempo, el debate dejó de ser si se debía aceptar o no a Ardi en la familia humana y pasó a ser cómo hacerlo.
Algo completamente nuevo
Ardi provocaba incomodidad porque no encajaba fácilmente en la teoría predominante. A medida que vamos atrás en el tiempo, nuestros antepasados se parecen más a los simios (aunque no necesariamente a los simios modernos) y las pistas que los relacionan con nosotros se vuelven más sutiles y controvertidas.
Ardi representaba algo completamente nuevo: un escalador hasta entonces desconocido con un dedo del pie oponible y un andar erguido extraño. No solo era una especie nueva, sino un género completamente nuevo.
Por el contrario, Lucy encajó con facilidad dentro del ya existente género Australopithecusporque era una variación más antigua de cuestiones anatómicas bien establecidas. Como consecuencia, Lucy sigue siendo mucho más famosa que Ardi.
El descubridor de Lucy, Don Johanson, hizo unas relaciones públicas excelentes, escribió libros de divulgación, protagonizó documentales de televisión y convirtió su esqueleto en un nombre conocido. Por el contrario, el equipo de Ardi, que incluía a varios veteranos del equipo de Lucy, evitó todo ello. Trabajó de forma aislada, tardó 15 años en publicar su esqueleto y se involucraron en numerosas discusiones con sus colegas.
El equipo de Ardi desafió agresivamente las teorías predominantes, en particular la noción de que venimos de antepasados que se parecían a los chimpancés modernos o la creencia de que la expansión de las sabanas africanas desempeñaba un papel crucial en la evolución humana.
Tales desavenencias cegaron a algunos investigadores a apreciar el valor científico del esqueleto familiar más antiguo.
El problema del “eslabón perdido”
Tanto Lucy como Ardi dan testimonio de la importancia de los fósiles. Las teorías y los modelos analíticos son componentes esenciales de la ciencia, pero las pruebas materiales a veces desafían las predicciones. A pesar del despliegue publicitario que a menudo acompaña a los grandes descubrimientos, ningún fósil representa los comienzos de la humanidad, la madre de la humanidad o el eslabón perdido.
Más bien, son solo reliquias aleatorias de poblaciones antiguas que tenemos la suerte de encontrar y probablemente una fracción de formas pasadas que fueron borradas por el tiempo. En el cuarto de siglo que pasó desde que se descubrió Ardi, se agregaron más de dos decenas de especies de homínidos, de las cuales tres son más antiguas que ella.
La especie más antigua es el Sahelanthropus tchadensis y consiste en un cráneo de al menos 6 millones de años hallado en Chad. Por desgracia ninguna de estas especies más antiguas está lo suficientemente completa como para formar un esqueleto. Pero, afortunadamente, Etiopía siguió produciendo esqueletos de la especie de Lucy.
Ejemplos de ello son un niño llamado Selam (“paz”) y un hombre que era una cabeza más alto que Lucy bautizado, apropiadamente, Kadanuumuu (“tipo grande”).
Otra sorpresa hallada allí fue un homínido con un dedo oponible que vivió hace 3,4 millones de años, es decir, al mismo tiempo que la especie de Lucy, lo que revela que al menos dos tipos coexistían muy cerca: uno bípedo y otro arbóreo. Mientras tanto, Kenia y Sudáfrica han producido descubrimientos adicionales y han demostrado que nuestros orígenes son mucho más complejos de lo que parecían en los viejos tiempos, cuando había menos puntos para conectar.
A medida que se fue dando nombre a más y más ramas, los antropólogos comenzaron a decir que nuestro árbol genealógico se describe mejor como un arbusto. Pero los avances recientes en genómica prueban que ninguna metáfora es del todo correcta. El ADN antiguo muestra que diferentes “especies”, como los neandertales y el Homo sapiens moderno, a veces tenían sexo.
Debido a que las ramas se vuelven a unir, nuestra familia no se parece a un árbol o a un arbusto, sino más bien a una malla: una mezcla compleja de poblaciones que se dispersaron, se adaptaron a las condiciones locales y ocasionalmente se mezclaron.
Nuestros antepasados, incluso los arbóreos, no caben fácilmente en los árboles.
Lo desconocido
Los nuevos descubrimientos nos ponen ante una paradoja: cuanto más aprendemos, más nos enfrentamos a lo que no sabemos.
Hace más de dos siglos, el químico británico Joseph Priestley ofreció una maravillosa metáfora del progreso científico: a medida que el círculo de luz se expande, también lo hace su circunferencia, es decir, la frontera entre la luz del conocimiento y la oscuridad de lo desconocido.
Como atestiguan Ardi y Lucy, somos los últimos sobrevivientes de un linaje peculiar y debemos reconstruir minuciosamente nuestra compleja historia hueso por hueso.
BBC Mundo