Fukushima mostró que el mayor enemigo no tenía forma ni olor: era desconocido
MADRID.- El rasgo saliente en una emergencia nuclear es que se teme a un enemigo que se desconoce. Uno que no tiene forma ni olor: no se lo puede ver, no se lo puede percibir. No se sabe si ya se le metió o no a uno en el cuerpo: los efectos no siempre son inmediatos. Pueden pasar años.
Una sensación que se traduce en desconfianza en la medida en que pasan los días y los planes para contener el drama fallan una y otra vez. La información oficial se vuelve dudosa. ¿Es verdad o no lo que dicen? ¿Es cierto que no hay mayor riesgo o esto puede explotar en cualquier minuto? ¿A dónde podemos ir? ¿Dónde estaremos seguros?
Esas fueron algunas de las impresiones durante la cobertura del devastador terremoto y posterior tsunami que sufrió Japón hace ocho años. Un drama al que en cuestión de horas se le sumó la emergencia nuclear con el descontrol en la central nuclear de Fukushima, a 250 kilómetros de la capital.
Las malas noticias se ensañaban con esa pequeña geografía como las inacabables réplicas del terremoto. El suelo de Tokio temblaba mientras otro miedo, desconocido y de signo nuclear, se extendía con las horas.
Nadie sabía muy bien cómo enfriar los rebeldes reactores de Fukushima luego de que el sismo dañó su sistema de refrigeración. Aquello parecía un temporizador hacia la tragedia: los días pasaban y los planes de contingencia fallaban. Uno tras otro.
Los términos del posible desenlace fueron cambiando en una espiral verbal roja ascendente. Primero se habló de "problema". Luego, de "incidente", y posteriormente, de "crisis". Después, de "colapso", y las amenazas iban en aumento: incendio, estallido, explosión. En el imaginario colectivo estaba Chernobyl , era inevitable.
Recomendaban usar pequeños contadores geiger. También, tener a mano pastillas de yodo, el supuesto "remedio antinuclear". Los arcos detectores de radiactividad se extendieron por la ciudad: nadie sabía si estaba contaminado o no. Las autoridades aseguraban que los niveles de radiación eran "tolerables para la salud". Creer era cada vez más difícil.
Con la paranoia en aumento, hasta lo cotidiano daba miedo. A media mañana, el 17 de marzo, seis días después de la primera explosión, una enorme nube gris generó pánico y más éxodo. Correr hacia donde se pudiera. Lejos. Otro día, la nube gris no hubiese sido más que eso.
Había sensación de fragilidad. De soledad. De impotencia. Un pequeño avión sobrevolaba la central arrastrando en vuelo una enorme bolsa de agua que dejaba caer sobre los reactores para intentar enfriarlos. No alcanzó.
Un pequeño pelotón de héroes -empleados y científicos- ingresaron, entonces, en aquel infierno para intentar apagarlo. "Kamikazes nucleares", los llamó alguien. Tampoco alcanzó.
El emperador apareció por televisión y apeló al honor y a la calma. Mientras, se ampliaban los "anillos de exclusión" alrededor de la planta. Primero 10 kilómetros; luego 12. Finalmente, de 20. Decenas de miles de personas quedaron atrapadas en el perímetro.
Fukushima dejó una visión atípica de Tokio, desierta y a oscuras. La ciudad de los neones se apagó: la emergencia impuso cortes programados. Nada se movía. No había nafta, no había energía, no había agua.
Un cóctel de noche, oscuridad, sirenas de alerta, temblores y miedo nuclear.
Fukushima fue una lección. Una experiencia para no olvidar. Dentro de todo aquello, el consejo de una empleada de hotel: "Si hay un terremoto, nunca salga sin zapatos. No llegará lejos".
Lo dijo con calma oriental, mientras el edificio se bamboleaba en una de las tantas replicas que hubo por aquellos días. Una lección más de las muchas que dejó la sociedad japonesa por entonces.