Enigma prehistórico: por qué la ciencia decidió abandonar la búsqueda del eslabón perdido
La existencia de un ser en la evolución que conectaba al mono con el ser humano obsesionó a los científicos del siglo XIX y perdura hasta hoy
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La imagen es fácilmente reconocible, un clásico de la divulgación científica. En ella se ve de perfil una serie de personajes que caminan en fila india. El primero de la hilera es un mono, en general un chimpancé. El último, un hombre. Los cuatro o cinco seres que hay entre ellos representan la transición entre el primate y el humano. Es quizás la ilustración más popular para simbolizar la evolución humana.
Y al calor de esa idea de progresión evolutiva lineal, que parece representar esa imagen, se consolidó otro concepto, el de “el eslabón perdido”. Esta noción, que todavía tiene vigencia hoy en el imaginario popular y en algunos medios de comunicación, alude a la existencia de algún ancestro de la humanidad actual, que fue en parte simio y en parte humano.
El eslabón perdido era la pieza crucial que unía a la humanidad con los monos y, por lo tanto, con el resto de la naturaleza. Por mucho tiempo, la búsqueda de algún fósil que comprobara la existencia de este eslabón fue una obsesión de buena parte de la comunidad científica, que veían el objetivo de su búsqueda como el Santo Grial de la evolución.
Pero a esta altura es fundamental aclarar que hay dos conceptos que se vertieron aquí que no son correctos. Es que, para la ciencia, en primer lugar, la idea de una evolución progresiva y lineal no tiene asidero en la historia natural.
Y en segundo lugar, también desde un punto de vista científico, el eslabón perdido no existe, o al menos se trata de un concepto por completo erróneo. Así es. Por más atractivo que resulte, posiblemente haya llegado la hora de descartarlo.
El eslabón perdido en el siglo XIX
Naturalistas y divulgadores de la ciencia utilizaron el término “eslabón perdido” en el siglo XIX, especialmente luego de la aparición de El Origen de las especies, el libro que Charles Darwin publicó en 1859.
Entonces, “muchos científicos se abocaron a la búsqueda de esta ‘pieza faltante’ para conectar a los humanos con el resto del reino animal, una evidencia crucial para demostrar la teoría de la evolución por selección natural”, explica a LA NACION María Pía Tavella, licenciada en Antropología especializada en antropología Genética, becaria del Conicet y docente de Evolución Humana en la Universidad Nacional de Córdoba (UNC).
El naturalista alemán Ernst Haeckel era uno de los que entendían la evolución como un proceso progresivo desde las formas más simples a las más complejas. Pocos años después de la publicación del libro de Darwin, este científico estipuló que en la naturaleza existían 24 estadíos hasta llegar al ser humano, y estableció al eslabón perdido en el anteúltimo de ellos. Era un ente que existía entre medio del orangután y el Homo sapiens.
Aún sin tener la menor evidencia de la existencia de ese ser, le puso el nombre científico de Pithecanthropus alalus o, en términos populares, “el hombre mono sin habla”.
El anatomista holandés Eugene Dubois, por su parte, también se obsesionó con la idea de encontrar al eslabón perdido y entre 1891 y 1892 descubrió en Java los restos fósiles de lo que luego sería identificado como el Homo erectus. Entonces, su hallazgo sacudió tanto al universo científico como al de la opinión pública, y pocos dudaron del hecho de que ese “Hombre de Java” encontrado era, en rigor, el famoso eslabón. Pero, pese al entusiasmo reinante, no lo era.
“El eslabón perdido viviente”
“A fines del siglo XIX, el ‘eslabón perdido’ se convirtió en una expresión familiar que se usaba principalmente en relación con la evolución humana y, específicamente, con la hipotética conexión entre primates y humanos. Fue utilizado tanto por científicos como por periodistas. Pero también por entretenedores y presentadores de exhibiciones de curiosidades”, cuenta Tavella.
En relación con esto último, tanto en Estados Unidos como en Europa comenzaron a exhibirse en ferias personas de etnias “exóticas”, a quienes se presentaba muchas veces como “el eslabón perdido viviente”. Un ejemplo de ello fue Kraos, una niña laosiana que sufría de hipertricosis, una afección por la que crece el pelo en áreas del cuerpo donde no suele crecer.
De acuerdo con lo que cuenta el biólogo catalán Alex Richter-Boix en su sitio de biología y ecología evolutiva Evoikos, Kraos fue “capturada” en su país en 1881 y años más tarde recorrió toda Europa de la mano del promotor de espectáculos canadiense Antonio, el Gran Farini. La niña era presentada como “El eslabón perdido: la prueba viviente de la teoría del origen del hombre de Darwin”.
De este modo, se comprueba también cómo la idea de un eslabón perdido servía de excusa para reafirmar los prejuicios eurocentristas respecto de otros grupos humanos y para confirmar una perspectiva racista desde una supuesta teoría científica evolutiva. Así también, en los Estados Unidos, numerosos afroamericanos eran exhibidos como seres considerados a medio camino entre el Homo sapiens y los chimpancés.
Darwin y la scala naturae
Pero más allá de estos nocivos efectos colaterales de su teoría, lo que logró Darwin con su obra (a El origen de las especies le siguió, en 1871, la publicación de El origen del hombre) fue confirmar que la humanidad no era otra cosa que el resultado de un proceso natural, con un origen compartido con otros animales. El hombre y la mujer no eran, de esta manera, el propósito último del universo, como se sostenía hasta entonces.
Tavella cita a la antropóloga y escritora estadounidense Misia Landau, quien señaló que la narración estándar de la evolución humana empezó necesariamente con un héroe, y ese no era otro que el naturalista británico.
“Dado que la teoría expuesta por Darwin proponía un origen común entre simios y humanos, se esperaba que su ancestro común tuviera la característica de ambos. Así empezó la búsqueda del eslabón perdido en el registro fósil y surgió la disciplina que hoy conocemos como Paleoantropología”, explica la antropóloga Tavella.
Entonces también se debatía en qué lugar del planeta sería posible hallar a este nexo entre simios y humanos. Algunos científicos hablaban de Asia, y otros, de África.
Sin embargo, antes aún de la teoría darwiniana, existía el concepto de la Scala naturae del pensamiento cristiano del iluminismo, o de la cadena de los seres vivos, a los que se jerarquizaba de los más simples a los más complejos. De modo que, asegura Tavella, “la idea de eslabones perdidos en la cadena de seres, la noción de huecos en el registro fósil ya estaba muy establecida con anterioridad a El origen de las especies en la Inglaterra victoriana”.
“No hay eslabón perdido”
Para el 1900, el eslabón perdido había pasado de ser un concepto científico hipotético a convertirse en un objeto materializado -ilusoriamente- en sitios de excavación, museos, periódicos, caricaturas y mercados. Muchos creyeron haberlo encontrado, muchos fueron desestimados, pero pocos dudaron de su existencia.
Sin embargo, ya por aquel entonces había voces que se elevaban contra el que parecía ser un concepto científico universal. Es el caso del antropólogo británico Edward Clodd, que ya en 1895 escribió algo que prácticamente se sostiene hasta el día de hoy. “El hombre no es ni descendiente ni hermano de los simios, sino una especie de primo. Y la respuesta a la pregunta: ‘¿Dónde está el eslabón perdido?’, es: no hay eslabón perdido, y nunca lo hubo”, expresó el científico, que también era banquero y escritor.
“Las similitudes y diferencias entre simios y humanos se explican del mismo modo que las similitudes y diferencias de los simios entre sí -prosiguió Clodd-. Las similitudes son causadas por la descendencia de un ancestro común, mientras que las diferencias han surgido lentamente de formas sutiles. Los primates forman las ramas superiores del árbol de la vida, cuya rama más alta es el hombre”.
La cita es extensa, pero vale para entender el por qué de la negativa científica a hablar del eslabón perdido, aunque el concepto insista en persistir hasta el día de hoy y aparezca aun en algunos titulares casi cada vez que los paleoantropólogos encuentran los fósiles de algún homínido.
Así ocurrió, por caso, cuando se descubrió el Australopithecus africanus, en 1924, con la aparición del Homo habilis, en 1964 y con el hallazgo del Austalopithecus aferensis, la famosa Lucy, en 1974.
La evolución como un árbol ramificado
De regreso a la ilustración que lleva en fila india del mono al hombre, la primera vez que se publicó fue en un libro de 1965 llamado El hombre primitivo (Early Man), del antropólogo estadounidense Francis Clark Howell. El ya clásico dibujo fue realizado por Rudolph F. Zallinger y lleva por título “El camino hacia el Homo sapiens”.
Aunque en ese libro, el propio Howell advirtió que no debía tomarse de modo literal como si se tratara de una progresión directa entre las especies, la popularidad de la imagen fue tan vertiginosa e inmensa que no se pudo impedir su malinterpretación.
“El problema es que la imagen da a entender que la evolución humana se dio como un proceso unilineal y progresivo, y que ese proceso tiende a un fin: el hombre blanco moderno”, señala Tavella.
Sin embargo, agrega la científica, hace décadas que esa visión está “desterrada por la evidencia paleontoantropológica y genética”. No hubo evolución lineal. En cambio, “los homínidos se ramificaron y divergieron en géneros y especies separadas desde los principios de su evolución”.
Entonces, para representar el proceso evolutivo, no tiene nada que hacer la fila india, sino más bien la idea de un arbusto muy ramificado donde los humanos “son solo una ramita”, como señala el antropólogo británico Robert Foley, autor del libro Humanos antes de la humanidad, de 1997.
“La metáfora de la evolución como un árbol ramificado es uno de los componentes principales ya desde la teoría darwinista -afirma Tavella-, donde los organismos actuales (los extremos de las ramas) descienden de ancestros comunes en el pasado. Sin embargo, esta noción aparece menos representada en la literatura de divulgación y en la enseñanza básica, donde se sigue colando el lastre de la ‘escala evolutiva’, herencia del siglo XVIII”.
Para redondear estos conceptos, la antropóloga señala que las representaciones lineales transmiten la falsa idea de que los primates actuales son nuestros antepasados, cuando más bien compartimos ancestros. “La separación entre el linaje humano y el de chimpancés y gorilas ocurrió hace entre 6 y 8 millones de años, por lo que cada línea evolutiva siguió su proceso independiente todo este tiempo”, asegura.
Como prueba de que ciertos especímenes primitivos no eran nuestros antepasados, sino más bien nuestros “primos” por decirlo de alguna manera, baste decir que hay evidencia genética de que el Homo Sapiens se cruzó con especies de homínidos con las que convivió en el Pleistoceno medio, como el Homo neanderthalensis o los Denisovanos.
Si bien el homo sapiens, el ser humano actual, habita sin otros homínidos el planeta hace 30.000 años, todavía hay pruebas de las hibridaciones que realizó con humanos arcaicos. “Podemos observar entre 2-4 por ciento de ancestría genética de origen neandertal en poblaciones actuales de Eurasia y hasta 6 por ciento de ancestría proveniente de los Denisovanos en algunas poblaciones oceánicas”, informa Tavella.
La evolución es un hecho, no un propósito
Otro mito con respecto a la evolución tiene que ver con que es un proceso progresivo hacia organismos “mejores” o “superiores”. Por lo contrario, como sostenía el célebre paleontólogo estadounidense Stephen Jay Gould, la evolución es un hecho, no un propósito. Esto es, el devenir evolutivo es resultado de una interacción única entre procesos azarosos y deterministas, no es el resultado de un plan.
“La evolución se basa en continuidades y discontinuidades -agrega Tavella-. La naturaleza biocultural de los humanos es la principal discontinuidad que emerge de nuestra historia evolutiva. Los seres humanos nos definimos por habernos convertido en seres complejos. La cuestión es si esa complejidad es exclusiva de nuestra especie o si ha emergido en otras especies”.
Lo cierto es que la conducta humana y su capacidad mental han sido el auténtico distintivo -más que lo anatómico- para diferenciar a los Homo sapiens de otras especies animales. Se cree que estos rasgos puramente humanos surgieron como respuesta a los frecuentes cambios climáticos ocurridos en el período pleistoceno, gracias a los cuales nuestros ancestros desarrollaron habilidades para la cooperación, el aprendizaje social y la acumulación cultural.
“Entre los rasgos que ayudan a definir el comportamiento humano moderno se señalan varios: el lenguaje articulado y simbólico, el manejo del fuego, la tecnología lítica de láminas (herramientas de piedra), la talla sobre hueso, la ornamentación corporal, la práctica de rituales o la construcción de redes de intercambio”, señala Tavella.
La antropóloga añade que muchas de esas adquisiciones evolutivas ya estaban presentes en otras especies del género homo -sobre todo en los Neandertales, pero quizás también en sus antecesores, los Homo heidelbergensis-, pero es el Homo sapiens quien las generaliza “a escala planetaria”.
En conclusión, contrariamente a lo que todavía puede creerse, la evolución no es un proceso lineal ni progresivo, sino más bien ramificado y azaroso. Y por eso mismo, al no existir una gradación escalonada entre las especies, tampoco es posible que exista un solo eslabón que haga la conexión entre una y otra.
En otras palabras el eslabón perdido no existe, o, al menos, es un concepto erróneo. A esta altura, es apenas un mito, una antigua utopía científica que se extinguió pero que, de todas formas, sigue dando batalla en los medios y en el imaginario popular.
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