- 16 minutos de lectura'
Percival Lowell se equivocó muchas veces
Este escritor de viajes y hombre de negocios del siglo XIX, famoso por su fortuna y su perenne bigote, al que se solía ver en impecables trajes de tres piezas, tenía un libro sobre Marte. Sobre esa base, decidió convertirse en un astrónomo. A lo largo de los años haría algunas afirmaciones entusiastas.
En primer lugar, estaba convencido de la existencia de los marcianos y creía (erróneamente) haberlos encontrado. Otros científicos habían detectado unas extrañas líneas que atravesaban el planeta rojo y Lowell planteó que se trataba de canales, construidos por una civilización en crisis en su intento de obtener agua del hielo de masas polares. Se gastó todo su dinero en levantar un observatorio, solo para tener una vista mejor. Resultó que eran en realidad una ilusión óptica que producían las montañas y cráteres de Marte cuando se las observaba con telescopios de baja calidad.
Lowell también creía que el planeta Venus tenía unos radios en su esfera, que dibujó en sus notas como líneas de una tela de araña. (Venus no tiene radios). Aunque sus ayudantes trataron de atisbarlas, parece que era él único que podía ver este detalle inesperado. Actualmente, se asume que no eran más que las sombras que proyectaba el iris de sus ojos cuando miraba al cielo con su telescopio.
Pero, por encima de todo lo demás, Lowell estaba decidido a encontrar el noveno planeta del Sistema Solar, un hipotético planeta X al que entonces se atribuían fenómenos como las órbitas erráticas de los planetas conocidos más alejados del Sol: los colosos de hielo azul Urano y Neptuno. Aunque su mirada nunca alcanzó a captar esa mole fantasma, consumió en la empresa los últimos 10 años de su vida, y después de varias crisis nerviosas, murió a la edad de 61 años.
Poco podía imaginarse que, con algunos cambios, la búsqueda seguiría en marcha en 2021.
Una pista falsa
Rebelándose contra su propia mortalidad, Lowell legó US$1 millón a la causa de la búsqueda del planeta X en su testamento. Así que, tras un breve paréntesis por la batalla legal con su viuda, Constance Lowell, su observatorio siguió tratando de encontrarlo en el espacio.
Solo 14 años más arde, el 8 de febrero de 1930, un joven astrónomo se encontraba mirando fotos de estrellas salpicadas en el cielo, cuando detectó una pequeña peca entre ellas. Era un mundo diminuto. Había descubierto Plutón, al que se consideró durante un tiempo el esquivo planeta X.
Los científicos pronto se dieron cuenta de que este no podía ser lo que Lowell estaba buscando; no tenía de lejos el tamaño suficiente para desviar a Neptuno y Urano de su posición lógica. Plutón no era más que un intruso accidental que resultó estar en la zona.
El golpe final al planeta X llegó en 1989, cuando la nave espacial Voyager 2 pasó cerca de Neptuno y reveló que es más ligero de lo que se había pensado. Con esto en mente, un científico de la NASA (la agencia aeroespacial de Estados Unidos) calculó que las órbitas de los planetas más exteriores del Sistema Solar habían sido siempre las que debían ser. Lowell había provocado una búsqueda que en realidad nunca tuvo sentido.
Pero tan pronto como se desterró la noción de un planeta oculto necesario, se sentaron las bases para su resurrección.
En 1992, dos astrónomos que habían estudiado concienzudamente el cielo durante años en busca de objetos tenues más allá de Neptuno descubrieron el Cinturón de Kuiper. Esta rosquilla cósmica de objetos congelados más allá de la órbita de Neptuno es una de las características más reconocibles del Sistema Solar. Es tan grande que se cree que contiene cientos de miles de objetos de un tamaño superior a 100 kilómetros y hasta un billón de cometas.
Algunos astrónomos se percataron de que Plutón difícilmente podía ser el único objeto grande en el exterior del Sistema Solar, y comenzaron a cuestionar incluso que fuera un planeta. Encontraron a Sedna, con un 40% del tamaño de Plutón; Quaoar, aproximadamente la mitad del tamaño de Plutón, y Eris, casi del mismo tamaño que Plutón. Quedó claro que la ciencia necesitaba una nueva definición.
En 2006, la Unión Astronómica Internacional votó para cambiar el estatus de Plutón y rebajarlo a la categoría de planeta enano, junto a otros nuevos. Mike Brown, profesor de Astronomía Planetaria en el Instituto de Tecnología de California (Caltech) y quien estuvo al frente del equipo que identificó a Eris, es desde entonces conocido como “el hombre que mató a Plutón”.
Una firma fantasma
Al mismo tiempo, el descubrimiento de estos objeto desveló una pista fundamental en la búsqueda del planeta oculto.
Sedna no se desplazaba de la manera en la que los científicos esperaban, trazando elipses alrededor del Sol desde el interior del Cinturón de Kuiper, sino que este planeta enano sigue una ruta peculiar e inesperada, haciendo un movimiento de péndulo a una distancia 75 veces superior a la que separa la Tierra del astro rey. Su órbita deambula tanto que le lleva 11.000 años completarla. La última vez que Sedna estuvo en su posición actual, los humanos acababan de inventar la agricultura.
Es como si algo tirara de Sedna y lo arrastrara alejándolo.
Llegaba una nueva incorporación hipotética al Sistema Solar, pero no como se había pensado entonces. En 2016, el mismo Mike Brown que había acabado con Plutón como planeta, junto con su colega Konstantin Batiguin, también profesor de Astronomía Planetaria del Caltech, firmó un artículo en el que proponía que existía un planeta enorme, de entre 5 y 10 veces el tamaño de la Tierra.
La idea surgió de la constatación de que Sedna no era el único objeto que estaba fuera de su lugar. Había 6 más, todos arrastrados en la misma dirección. Había otros indicios, como el hecho de que todos aparecían inclinados sobre su eje en la misma dirección. Los dos científicos calcularon que las probabilidades de que todo eso fuera fruto de la casualidad eran de solo un 0,007%.
“Pensamos: ‘Esto es muy interesante, ¿cómo es posible?,’”, dice Batiguin. “Era muy notable, porque una agrupación de ese tipo, pasado el tiempo suficiente, se habría dispersado solo por la interacción con la gravedad de otros planetas”.
Sugirieron la hipótesis de que el Planeta 9 había dejado una huela fantasmal en los confines exteriores del Sistema Solar, distorsionando las órbitas de los objetos a su alrededor con su atracción gravitatoria. Unos años más tarde, el número de objetos que muestran ese patrón orbital excéntrico y esa inclinación ha seguido aumentando. “Ahora tenemos unos 19 en total”, afirma Batiguin.
Aunque nadie ha visto aún el hipotético planeta oculto, sorprendentemente, es mucho lo que se pude inferir de él. Como sucede con otros objetos más allá del Cinturón de Kuiper, la órbita del Planeta 9 es tan excéntrica que se cree que su punto más lejano se halla dos veces más lejos que el más cercano (alrededor de 600 veces la distancia que separa el Sol de la Tierra. (90.000 millones de kilómetros frente a 45.000 millones). Los investigadores han aventurado incluso cuál podría ser su apariencia, helada con un núcleo sólido, como Urano o Neptuno.
Y entonces surge la cuestión resbaladiza sobre de dónde surgió el Planeta 9. Hasta ahora, hay 3 teorías principales. Una es que se formó en el mismo lugar en el que ahora se esconde, lo que Batiguin considera relativamente improbable, porque requeriría que el Sistema Solar se hubiera estirado tanto como su lejano refugio.
Otra es la intrigante tesis de que el Planeta 9 es en realidad un impostor alienígena, un objeto robado de otra estrella hace mucho tiempo, cuando el Sol estaba aún en el grupo estelar en el que nació. “El problema con esta historia es que hay las mismas probabilidades de que el planeta se hubiera perdido en el siguiente encuentro, así que estadísticamente ese modelo muestra problemas”.
Y luego está la teoría preferida de Batiguin, aunque reconoce que también es cuestionable. En ella, el paneta se habría formado mucho más cerca del Sol, en una fase temprana del desarrollo del Sistema Solar, cuando los planetas estaban empezando a posicionarse fuera del gas y el polvo circundantes. “De alguna manera estuvo alrededor de la región de su formación, antes de ser dispersado por Júpiter o Saturno, y posteriormente tuvo su órbita modificada por las estrellas que pasaban”, dice el científico.
Un oscuro escondite
Por supuesto, todo esto lleva a una pregunta esencial. Si el Planeta 9 está ahí, ¿por qué nadie lo ha visto?
“No era plenamente consciente de lo difícil que iba a ser encontrar el Planeta 9 hasta que comencé a usar telescopios con Mike para encontrarlo”, afirma Batiguin. “El motivo por el que es una búsqueda tan difícil es porque la mayoría de sondeos astronómicos no buscan una sola cosa”.
Normalmente, los astrónomos no buscan un mismo tipo de objeto, como podría ser una determinada clase de planeta. Incluso si son algo raro, se inspecciona un espacio lo bastante amplio como para que se tenga alguna probabilidad de encontrar algo. Pero andar a la caza de algo como el Planeta 9 es un ejercicio completamente distinto. “Solo una diminuta porción del espacio puede albergarlo”, explica Batiguin. Otro factor es más prosaico: el desafío de reservar el telescopio adecuado a la hora adecuada.
“Realmente, en este momento, la única opción disponible para encontrar el Planeta 9 es el telescopio Subaru”, cuenta Batiguin. Este gigante de 8,2 metros, ubicado en lo alto de un volcán durmiente en Maunakea, en Hawái, es capaz de captar la luz más débil de remotos cuerpos celestes. Es lo adecuado, porque el Planeta 9 estaría tan lejos que es improbable que refleje mucho de la luz solar.
“Solo hay una máquina que nos sirva, y la tenemos quizá tres noches al año”, lamenta Batiguin, que acababa de completar tres noches seguidas de observación. “La buena noticia es que el telescopio Vera Rubin va a poder utilizarse en línea en menos de dos años y probablemente van a encontrarlo”. Un telescopio de última generación actualmente en construcción en Chile servirá para observar sistemáticamente el espacio y fotografiar toda la vista disponible cada noche.
¿Y si nunca aparece?
Hay un escenario que resultaría particularmente irritante, pero que es perfectamente posible: el de que el Planeta 9 nunca aparezca. Después de todo, podría no ser un planeta sino un agujero negro.
“Todas las evidencias de que ahí hay un objeto son gravitatorias” dice James Unwin, profesor de Física en la Universidad de Illinois, en Chicago, que fue el primero en defender esta idea junto a Jakub Scholtz, un investigador posdoctoral de la Universidad de Turín, Italia. Aunque estamos acostumbrados a la idea de que los planetas ejercen un fuerte atracción gravitatoria, “hay otras cosas más exóticas que pueden generarlo”, sostiene Unwin.
Algunas alternativas verosímiles para el Planeta 9 incluyen una pequeña pelota de materia oscura ultraconcentrada, o un agujero negro primordial. Unwin explica que, al estar los agujeros negros entre los objetos más densos del universo, es totalmente posible que estén deformando las órbitas de objetos alejados en el Sistema Solar Exterior.
Los agujeros negros con los que estamos más familiarizados tienden a incluir los agujeros negros estelares, que tienen una masa que es al menos tres veces la del Sol, y los agujeros negros “supermasivos”, que tienen millones o miles de millones de veces la masa del Sol. Mientras que los primeros nacen de estrellas que se están muriendo, los segundos son más misteriosos; posiblemente surgieron como estrellas colosales que implosionan, devorando paulativamente todo a su alrededor, incluyendo otros agujeros negros.
Los agujeros negros primordiales son diferentes. Nunca han sido observados, pero se cree que tienen su origen en nube de materia y energía caliente que se formó en el primer segundo del Big Bang. En este ambiente inestable, algunas partes del universo podrían haberse vuelto tan densas que se comprimieron en bolsas diminutas junto a la masa de los planetas.
Unwin subraya que las probabilidades de que un agujero negro se forme a partir de una estrella son nulas, ya que conservan su potente atracción gravitatoria, solo que concentrada. Incluso los agujeros negros estelares más pequeños tienen masas que triplican a las de nuestro Sol, así que sería como tener tres soles adicionales tirando de los planetas en nuestro Sistema Solar. Dicho en pocas palabras: ya lo habríamos notado.
Sin embargo, Unwin y Scholtz sostienen que podría ser un agujero negro primordial, ya que se cree que estos son significativamente más pequeños. “Como estas cosas nacieron en las primeras fases del universo, las densas regiones que forman podrían haber sido especialmente pequeñas”, afirma Scholtz. “En consecuencia, la masa contenida en este agujero negro que finalmente se formó puede ser mucho, mucho menor que una estrella; pueden incluso ser menos de un kilo, como un pedrusco”. Esto estaría más en la línea de la masa que se espera debería tener el Planeta 9, que, según los astrónomos, podría ser 10 veces la de la Tierra.
¿Qué aspecto tendrá? ¿Deberíamos preocuparnos? ¿Podría esto resultar más excitante que el descubrimiento de un planeta?
En primer lugar, incluso los agujeros negros primordiales son lo bastante densos como para no dejar escapar ninguna luz. Son la negrura en estado puro. Esto significa que este podría no aparecer en ningún telescopio existente en la actualidad. Si miraras directamente a él, la única pista de su presencia que apreciarías sería un vacío blanco, un ínfimo hueco en el manto de las estrellas en el cielo nocturno.
Lo que trae a colación el verdadero problema. Pese a que la masa de este agujero negro sería la misma del hipotético Planeta 9 (hasta 10 veces la de la Tierra), estaría condensada en un volumen similar al tamaño de una naranja. Encontrarlo sería como encontrar una aguja en un pajar y requeriría algo de ingenio.
Hasta ahora se han propuesto diversas soluciones, desde buscar los rayos gamma que emiten los objetos al caer atrapados en los agujeros negros hasta lanzar al espacio cientos de naves diminutas que podrían, si hay suerte, pasar lo bastante cerca como para ser atraídos hacia él.
Como esa misteriosa fuerza gravitatoria emana de los confines de nuestro Sistema Solar, las sondas tendrían que ser lanzadas mediante un láser terrestre que las impulsara a un 20% de la velocidad de la luz. Por debajo de esa velocidad, les llevaría cientos de años llegar a su destino y el experimento podría prolongarse más de lo que suele durar una vida humana.
Estas futuristas naves espaciales ya están siendo desarrolladas para otra misión ambiciosa, el Proyecto “Breakthorugh Starshot”, que tiene como objetivo enviarlas al sistema estelar Alfa Centauri, a 4,37 años luz de distancia.
Si acabáramos descubriendo un agujero negro acechante en lugar de un planeta gélido, no habría por qué caer en el pánico, afirma Unwin. “Hay un agujero negro supermasivo en el centro de nuestra galaxia”, explica. “Pero no nos asusta pensar que el Sistema Solar pueda caer atrapado en él, porque estamos en una órbita estable a su alrededor”. Así que, aunque un primitivo agujero negro lo absorberá todo en su camino, eso no incluiría a la Tierra, que, como los otros planetas interiores, no llega ni a acercarse.
“Es como una aspiradora”, dice Unwin. Explicado desde la perspectiva de cualquier habitante de la Tierra, tener un agujero negro desconocido en el Sistema Solar no es muy diferente a tener un planeta oculto.
Pero, mientras que los agujeros negros estelares y primordiales son básicamente lo mismo, estos últimos nunca han podido ser vistos ni estudiados y se cree que las diferencias de tamaño podrían acarrear algunos fenómenos alucinantes. “Diría que lo que pasa con los agujeros negros pequeños es más interesantes que lo que sucede con los agujeros negros grandes”, comenta Scholtz.
Un ejemplo es la llamada espaguetificación, nombre muy apropiado para definir el fenómeno al que se refiere. Suele explicarse con una fábula. Si una astronauta se acercara al horizonte final de un agujero negro, el punto más allá del cual ya no puede escapar la luz, caería en él de cabeza. Aunque solo unos centímetros separan su cabeza de sus pies, la diferencia entre las fuerzas gravitatorias que actuarían serían tan grandes que se estiraría como un espagueti.
Paradójicamente, el efecto debería ser mayor cuanto más pequeño fuese el agujero negro. Sholtz explica que todo se debe a las distancias relativas. Si mides dos metros y cayeras por un horizonte final que está a un metro del centro de un agujero negro primordial, la distancia que separa a tu cabeza de tus pies sería mayor que el tamaño del agujero negro. Esto implica que te estirarías aún más si quedaras atrapado en un agujero negro estelar, que se extienden miles de kilómetros.
“Así que, curiosamente, son más interesantes”, asevera Scholtz. La espaguetificación ya ha sido observada a través de un telescopio, cuando una estrella se acercó tanto a un aguejro negro estelar a 215 millones de años luz de la Tierra y resultó despedazada. (Afortunadamente, no había astronautas cerca). Pero si hay un agujero negro primordial en nuestro Sistema Solar les daría a los astrofísicos la oportunidad de estudiar su comportamiento más de cerca.
Entonces, ¿qué piensa Batiguin de la posibilidad de que el Planeta 9 tanto tiempo buscado sea en realidad un agujero negro? “Es una idea original y no podemos descartar ninguna composición ni siquiera para su fracción más pequeña”, dice. “Quizá sea mi propio sesgo de profesor de Astronomía Planetaria, pero los planetas son un poquito más frecuentes...”.
Mientras Unwin y Scholtz buscan el rastro de un agujero negro primigenio con el que experimentar, Batiguin está igual de interesado en encontrar un planeta gigante y destaca el hecho de que los más frecuentes en la galaxia son los que tienen aproximadamente la misma masa que debería tener el Planeta 9.
“La mayoría de exoplanetas que orbitan alrededor de estrellas como el Sol forman parte del raro grupo de los que son más grandes que la Tierra y considerablemente más pequeños que Neptuno y Urano”, afirma Batiguin. Si los científicos logran encontrar el planeta oculto, será lo más cerca que puedan llegar a una ventana hacia los que se hallan en otros lugares de la galaxia.
Solo el tiempo dirá si los últimos intentos tienen más éxito que los de Lowell, pero Batiguin se muestra confiado porque las misiones actuales son totalmente diferentes: “Todas las propuestas son muy distintas, tanto en los datos que aparentemente buscan explicar, como en los mecanismos que usan para hacerlo”.
Sea como sea, la búsqueda del legendario Planeta 9 ya ha ayudado a cambiar lo que sabemos del Sistema Solar. Quién sabe qué más descubriremos antes de que la caza llegue a su fin.
Zaria Gorvett
BBC Future
BBC Mundo