En 1990, la entomóloga estadounidense Sally Fox obtuvo una patente por dos variedades de algodón coloreado, marrón "Coyote" y "Palo verde". Y, de un día para el otro, se volvió millonaria: este material es un componente fundamental en la industria textil actual y es altamente requerido por marcas como Levi’s, Esprit, Patagonia y Oh! Wear. Pigmentado naturalmente, evita el uso de tintes y otros tratamientos químicos, lo cual reduce drásticamente los costos ambientales.
Las investigaciones de esta especialista en control de plagas de la Universidad de California habían comenzado en 1982 cuando obtuvo unas semillas de una colección mantenida por el Departamento de Agricultura de los Estados Unidos, que habían sido recolectadas en Perú, México y algunas regiones de Centroamérica por un coleccionista de plantas llamado Gus Hyer.
En solo un par de años, Fox consiguió, a partir de la selección y cruza de las semillas, que sus plantaciones de Arizona produjeran las variedades de este algodón, sin recurrir a la ingeniería genética. Las biografías y perfiles que se reproducen como hongos en la red describen a esta emprendedora como una pionera, como una innovadora de la agricultura sustentable. La aclaman como una heroína ambiental. Omiten, sin embargo, un detalle nada menor: Sally Fox no inventó nada. Desde hace 5000 años las comunidades indígenas americanas vienen mejorando dos especies locales de algodón, Gossypium hirsutum y G. barbadense.
El color chocolate y pardo del algodón, por ejemplo, fueron seleccionados por antiguos pescadores peruanos para tejer las redes, pues resultaban menos visibles para los peces.
Y aun así nunca recibieron un dólar. Ni siquiera el reconocimiento. Este robo quedaría en la anécdota si no fuera porque se trata de una práctica habitual, constante: investigadores o corporaciones se apropian y utilizan ilegalmente la biodiversidad de países en desarrollo y los conocimientos colectivos de pueblos indígenas o campesinos para desarrollar productos y servicios sin compensación económica alguna.
Fuente de alucinaciones y originaria de la Amazonía, la ayahuasca fue patentada en la Oficina de Patentes y Registro de Marcas de Estados Unidos el 17 de junio de 1986, a nombre de un tal Loren Illar.
Farmacéuticas de Estados Unidos, Europa y Japón explotan comercialmente la maca, una raíz que crece en las mesetas andinas del Perú a unos 4400 metros de altura. Por sus propiedades afrodisíacas y estimulantes es conocida como "el Viagra natural".
Lo mismo ha sucedido con una variedad de quinua boliviana de uso tradicional –la apelawa–; con una planta que fue utilizada por los mayas como eficaz tratamiento contra las quemaduras –el tepezcohuite de Chiapas–; con el rupununine, un derivado de la nuez de un árbol que se encuentra en el estado de Goiânia, en Brasil. Ha sido usado ancestralmente por los pueblos campesinos brasileños como medicamento natural para dolencias cardiológicas y neurológicas. Recursos naturales de la India como el árbol de neem (con propiedades insecticidas), el tamarindo, la cúrcuma y el té Darjeeling han sido patentados por universidades norteamericanas y multinacionales como Monsanto con diferentes fines lucrativos: medicamentos, cosméticos, alimentos.
Hasta los 90, el reclamo quedaba más en lo ético que en lo jurídico, hasta que las batallas de patentes y conflictos recurrentes por la llamada "biopiratería" –palabra introducida en 1993 por el ambientalista Pat Mooney– impulsaron un cambio de paradigma. Y, recién en octubre de 2014, entró en vigor el Protocolo de Nagoya,un acuerdo internacional que tiene como objetivo la participación equitativa de los beneficios derivados de la utilización de recursos genéticos y que deja bien en claro que los recursos son de las naciones.
"La biopiratería, a menudo, acentúa las desigualdades de poder entre los países ricos, ricos en tecnología, y los países menos ricos, pero ricos en recursos biológicos", indica la etnobotánica francesa Janna Rose. La profesora australiana Ngiare Brown describe esta práctica también como "biocolonialismo": la continuación de antiguas y enquistadas tradiciones de robo. Los conquistadores españoles, por ejemplo, se llevaron de América las semillas y el conocimiento de la papa, el maíz, el chocolate. La pimienta, el azúcar, el café, la quinina o el caucho también tienen su pasado colonial.
El crecimiento de las industrias biotecnológicas y del uso de materiales de ingeniería genética en productos farmacéuticos ha aumentado enormemente el valor comercial de los recursos genéticos de plantas, animales y microorganismos procedentes mayormente de países del Tercer Mundo ubicados en el sur. Como dice la bióloga argentina Cecilia Carmaran: "Muchas veces, los científicos somos parte de la solución. Aunque a veces también podemos ser parte del problema".
Entre los ganadores del Premio Capitán Hook, que otorga una organización llamada Coalición contra la Biopiratería a los ladrones de recursos biológicos más destacados, figuran el genetista Craig Venter, Monsanto, la World Intellectual Property Organization y también Coca-Cola, por la comercialización de la estevia de origen paraguayo que sustituye la dañina azúcar.
En el siglo XXI, los piratas ya dejaron de izar banderas negras y de usar parches en un ojo.