Una necesidad de transformación, un modo participativo para concretarla
La población permanente de Pekín supera los veinte millones de habitantes, lo que la ubica dentro de una situación muy especial para un análisis racional de su organización urbana.
Un dato fundamental para comprender el significado de ese número de habitantes es cómo se llega a él y en cuánto tiempo. Ocurrió como consecuencia del explosivo proceso migratorio desde el campo hacia la ciudad, que se inició en 1979 cuando China, como país, adoptó una política de apertura a la globalización de su economía.
El reflejo de esa relación se comprende al observar que, hasta ese momento, el 80% de la población china, unos 900 millones de habitantes, vivía en el campo. Actualmente, casi la mitad de su población de más de 1300 millones de personas vive en la ciudad.
En ese contexto, Pekín desborda en acontecimientos no tradicionales, ya sea por la incorporación de habitantes no habituados a la vida urbana como a una forma de ciudad no acondicionada para ser receptiva de tal cantidad de habitantes.
Dentro de este contexto, el diverso relacionamiento entre el desarrollo económico en el marco de la globalización de China y su imagen de país se contrapone con la postal de la China tradicional. Eso provoca tensiones, por el crecimiento y la transformación de su escala demográfica y su orden territorial.
A ello hay que agregar que, en términos políticos, las migraciones masivas desde el campo hacia la ciudad son un objetivo en el que las ciudades se ubican como herramientas de progreso y desarrollo con el fin de cambiar las bases mismas de las costumbres de la sociedad de un país.
En este caso, este exponencial crecimiento urbano y su proceso de modificación social son guiados por el Municipio de Pekín como representante del Estado, orientando de modo común a la inserción de China como actor relevante en el contexto de un mundo globalizado y construyendo desde allí una nueva imagen del país hacia el mundo.
Así, el Estado aparece como el principal y más relevante actor, tanto en la apertura económica como en la necesaria expansión urbana de la ciudad, definiendo de esta manera la planificación de la ciudad en función de las necesidades del país.
Este acontecimiento genera, a su vez, una contradicción permanente: es el precio de tal crecimiento en relación al modo y a la forma de hacerlo. La escala de la transformación requerida provoca la demolición de viviendas y barrios tradicionales para la inserción de construcciones ajenas a la cultura y al tradicional modo de vida local, privilegiando incluso la creación de edificios-símbolo que den emblema a la nueva época de la historia de China. Esto obliga a sumar otro ajuste cultural: el de la generación de proyectos en la ciudad principalmente desarrollados por oficinas de arquitectura de marca internacional.
Así se explica la tensión generada entre el Estado, que crea una ciudad global para insertar a China en la economía mundial, y la sociedad, que tiene una nula participación en los procesos de crecimiento y urbanización y ve desplazada su cultura e identidad para la construcción de una ciudad moderna occidentalizada, cambiando sus fotos de postales al mundo, en las que ya no se presenta a las milenarias construcciones chinas como figuras de referencia, sino a estadios, museos o rascacielos como símbolo del cambio.
Es un nuevo modo de "hacer ciudad", el de un Estado que mira hacia el contexto global más que hacia sus tradiciones y sin ninguna posibilidad de participación ciudadana.
Este escenario nos permite, en el contexto del significado del hermanamiento de Pekín con Buenos Aires, con sus relaciones, vínculos, posibilidades, aprendizajes y oportunidades, sacar ciertas conclusiones.
Un dato relevante es el valor del Estado como planificador y agente promotor de todo cambio de orden, transformación y desarrollo de la ciudad. Otro es la necesidad de vínculo entre las políticas macro entre el Estado nacional y sus ciudades, a través de las políticas públicas de los gobiernos locales. Nada es posible sin la integración de objetivos. Habrá siempre una etapa de ideas y creatividad, pero siempre antes una etapa de planificación estratégica para una visión posible y deseada de los objetivos a lograr. El movimiento y el hábitat masivo de las ciudades cada vez más obliga a eso.
La forma en que se planifica la ciudad de un país nunca es independiente de las necesidades de ese país. El total de las obras de infraestructura, los equipamientos para la educación y la salud, el espacio público, la radicación, el orden y la integración urbana de la residencia -promovida por la inversión tanto pública como privada- deben tener siempre un orden previo relacionado con un plan que permita dar calidad urbana y ambiental, y sustentabilidad, al conjunto de las funciones de la ciudad. Y ése es un aprendizaje fundamental, más allá de los resultados observados.
Una medida para salvar esa contradicción es la participación pública, a través de la creación de canales no confrontativos entre el desarrollo de la ciudad y las necesidades y prioridades de la ciudadanía, y entre la política pública y la capacidad creativa y emprendedora del sector privado.
Ese podría ser el mejor modo de relacionarse. Sumar la experiencia de organización y desarrollo, de objetivos hacia resultados de modernización precisos a lograr, incluso en tiempos y momentos concretos en que China y Beijing han demostrado lograr. Y adicionar a eso el respeto por la calidad de vida sobre la base del respeto por la identidad urbana, que es lo que la ciudadanía de Buenos Aires en su gran mayoría desea y quiere mantener, y respecto a su calidad, vínculo y tranquilidad social, recuperar.
El autor es arquitecto y urbanista, director del estudio Oficina Urbana y director del Departamento de Arquitectura de la Universidad Argentina de la Empresa (UADE)
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