Un viaje sin escalas por las tres estaciones del desamparo
Los principales distribuidores de transporte de la ciudad, entre el abandono y la inseguridad
En la NBA, la liga de básquetbol más importante del mundo, una "volcada" se produce cuando un jugador vuela hacia el aro, desafía la ley de la gravedad con la pelota en el aire y combina fuerza y elegancia al introducir la bola naranja en la canasta. En Buenos Aires, en los alrededores de la estación Constitución, una "volcada" es lo que el ladrón hace cuando salta a la manera de Manu Ginóbili, mete su mano por la ventana del colectivo, toma el celular de quien en ese momento lo sostiene cerca de su oído y retira mano y teléfono justo cuando el motor arranca.
A pesar de su espectacularidad, lo que más asombra en la "volcada" porteña no es la destreza física, la rapidez de reflejos o la osadía mental que exige. Lo que de veras llama la atención es que los ladrones no escapen después de hacerla, y que se tomen su tiempo para abrazarse alegremente antes de huir hacia lo desconocido. Mientras ellos desaparecen, el colectivo 12 sigue su camino con un celular menos. Cae la noche de martes en Constitución, y en algún lugar de la ciudad alguien se preguntará por qué esa llamada se cortó de repente.
La duda de esa persona desaparecería si se diera una vuelta nocturna por Constitución, Retiro u Once, escenarios cotidianos de "volcadas" y otros raros deportes nuevos. Y es que, especialmente durante la noche, las principales estaciones ferroviarias de la ciudad se han convertido en refugios para ladrones de poca monta, lugares de trabajo de quienes carecen de trabajo, y casas frías y tristes de todos aquellos que no tienen nada parecido a un hogar más acogedor. De día, los tumultos, el vértigo y los apuros dibujan una postal en movimiento, en la que nada está muy a la vista porque la mirada corre a la par de los pies que persiguen el subte o colectivo; de noche, concluido el horario comercial, los niños que duermen tapados por cartones, los adolescentes drogados con paco y los ladrones de aspiraciones olímpicas aparecen por sus pasillos y zaguanes como si fueran los hijos no reconocidos de las sombras.
Una de esas hijas de la noche avanza a la salida del tren Mitre, en el hall de Retiro, poco antes de las 23. Es una niña pálida, de belleza apagada, vestida con short y campera de jean, que aspira el siniestro contenido de una bolsa de plástico mientras se le acerca a un veinteañero que bebe una gaseosa. Con voz débil y mirada perdida reclama un trago; el joven se asusta, se siente intimidado y por alguna razón inesperada le entrega la botella casi llena. La chica está a punto de aceptar el regalo, pero las tinieblas que la azotan le impiden recordar para qué quería la gaseosa, o por qué y a quién se la había pedido, y en lugar de llevarse la botella da media vuelta y sigue su rumbo sin rumbo. Veinte minutos antes, sobre la calle que conduce a la boletería, tres chicos en bicicleta le habían arrebatado la mochila a un viejito que caminaba muy tranquilo hacia la parada del colectivo.
Los últimos trenes que llegan de Tigre pueblan el hall para recordar que la estación es, como los aeropuertos o las salas de espera, un "no lugar", un espacio de identidad intercambiable, hecho a la medida de quien no tiene por qué recordar nada particular de allí. Pero la multitud se evapora en segundos y la incierta población flotante de Retiro permanece cuando la marea humana cede. En las estaciones, el que está, está de paso; el que está y no está de paso, es el que ya no tiene adónde ir. Tal vez por eso la niña que un rato antes pedía un sorbo de gaseosa se apoya en un rincón de la recova, hunde una vez más su cabeza en la bolsa de plástico y se sienta despacio, al mismo ritmo con el que se le cierran los ojos, como si el sueño y la droga pudieran resguardarla. A su manera, quizás ella busca adónde ir.
De día, el paisaje de Retiro es muy distinto. Las estaciones se ven limpias, las máquinas de expendio de boletos funcionan, la presencia policial es permanente y el personal de limpieza hace lo que puede para quitar la mugre incrustada desde hace años en baños y pasillos. En Constitución y en Once, la situación es similar. "Durante el horario comercial, la estación es tranquila y está limpia, no hay grandes problemas", dice Víctor Castro, vendedor de diarios con más de 20 años instalado en el hall de Once. Entre las revistas de crucigramas y de chismes, en el puesto de Víctor conviven Prohibido suicidarse en primavera , del dramaturgo español Alejandro Casona; La vida es un juego , de Claudio María Domínguez, y el inquietante Zanola inocente. Preso de la infamia . "Lo único que yo reclamaría es que se haga algo con la venta ambulante. No puede ser que hasta obstruya el tránsito. Cuando aquí tuvimos el accidente, ni el personal de las ambulancias podía pasar", recuerda Castro.
En los distintos accesos, de Pueyrredón a Perón, el supermercado al aire libre de la calle ofrece calzoncillos, relojes, chipás, juguetes, pelotas, corpiños, zapatos, maletas, maquillaje, perfumes y medias (tres pares por 10 pesos), entre otros artículos. En el hall de entrada, las gangas siguen en la carnicería (el kilo de roast beef, $ 20,99) y en la fiambrería ($ 19 el kilo de mozzarella). Arriba de la carnicería, un anuncio publicitario de la Policía Federal promete "un cambio positivo para tu vida". A un costado, una estatua de la Justicia marca el camino hacia un despacho de abogados especializados en despidos. Y justo a un lado, una joven rubia intenta, sin mucho éxito, detener a quienes pasan a su alrededor para venderles una revista. "Es una historieta que escribí yo, basada en fragmentos de la Biblia, se llama
Verdades joyas
" cuenta Lisa, australiana de origen, que desde hace unos meses vive en Ituzaingó. La historieta se pregunta quiénes somos, de dónde venimos, adónde vamos. Lisa dice que vende entre 70 y 100 ejemplares por día, y que el precio es "a voluntad". Detrás de ella asoma el altar con fotos e imágenes que los familiares de las víctimas del accidente del 22 de febrero titularon "Tren del clamor". Leonel, Ester, Karina, Tati, Fer, Alex, Ranulfo y Micaela son algunos de los nombres que desde lejos se ven envueltos en corazones. Muchas de las personas que Lisa trata de convencer con la palabra divina deben llamarse igual. Pero nadie, ni la australiana ni los rostros de las fotos, los hacen parar