LA NACION accedió en forma exclusiva a una cámara de distribución subterránea, construida hace 150 años, que sigue en perfecto funcionamiento; por allí se traslada el agua del sistema cloacal y pluvial que sale desde Balvanera y sigue su curso hasta el Río de la Plata
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Los porteños caminamos todos los días por encima de una infinidad de alcantarillas, placas metálicas y rejillas a las que no les prestamos atención. Si pudiéramos abrirlas, espiaríamos los intestinos de la ciudad de Buenos Aires: esa enorme red de caños que traslada todo el caudal de agua que sale de los hogares y termina en el Río de la Plata. Algunas en particular ofrecen un viaje en el tiempo de casi 150 años. Como la alcantarilla de la esquina de México y Perú, ubicada en una vereda del barrio de Montserrat, que se abre un día de sol... aunque por dentro no se verá absolutamente nada sin linternas.
La cámara reguladora que está bajo la tierra justo en esa esquina es mucho más vieja que la mayoría de los edificios que están alrededor en la superficie. Fue construida en 1872 por un ingeniero inglés que, convocado por Sarmiento, replicó el modelo de última generación que ya había aplicado en Londres y París. Por entonces Buenos Aires crecía a ritmo veloz y carecía de un sistema de cloacas que pudiera combatir las epidemias de la época (cólera y fiebre amarilla). Esa tecnología centenaria sigue funcionando perfectamente hasta el día de hoy. Testigos de ese momento quedaron los ladrillos anaranjados —guiño inglés si los hay— que se pueden ver aún en funcionamiento, como si el tiempo no hubiera pasado.
“Es como el living de tu casa”, define sobre la superficie Diego Bertone, ingeniero civil del departamento de Cloacas Máximas de AYSA y líder de la expedición. Se refiere a la cámara reguladora que estamos por bajar a conocer. La analogía suena sensata a la altura de la calle y pierde todo sentido una vez que se desciende bajo la tierra. De seguro en la mayoría de los livings porteños no hay que caminar agachado, hay menos humedad y mejor iluminación.
Pero antes de descender, los recaudos. Para acceder a la cámara reguladora hay que colocarse un mameluco blanco con capucha, máscara antigases y casco reglamentario. Los guantes son optativos, aunque conviene usarlos a la hora de tocar las paredes húmedas. También conviene desabrigarse. Sobre el mameluco se coloca un arnés, obligatorio para descender por la escalera angosta de la alcantarilla. Pese a que se puede bajar comúnmente por ella, es obligatorio hacerlo también con ayuda de una polea, que dos operarios manejan desde la altura de la calle. Una vez dentro del pasillo subterráneo, queda colocado un “cabo de vida”, una soga que conduce a la superficie y desde la cual se podría eventualmente rescatar a un hombre caído. Los operarios que trabajan allí también llevan un detector de gases —puede haberlos tóxicos que emanen del agua que circula— y la llamada alarma de hombre muerto, que emite una señal si la persona se deja de mover. Por todas estas medidas de seguridad, siempre se baja de a dos operarios como mínimo.
La experiencia no es apta para claustrofóbicos: la alcantarilla de ingreso mide poco más de medio metro de diámetro y en el pasillo de acceso una persona que mida más de 1,70 metros debe ir agachada. Tampoco se pueden extender totalmente los brazos sin tocar las paredes. Basta apenas bajar unos metros para que desaparezcan todos los ruidos de los colectivos que circulan sobre la calle Perú y aparezca el del agua: miles de litros que circulan constantemente por debajo de las veredas. El único punto en el que uno se puede parar erguido es cuando se accede hasta el punto de central de la “sala” donde convergen los tres caños cloacales que traen las aguas servidas de seis cuadras a la redonda. Allí hay que hacer equilibrio para no caer al agua.
Como el sistema antiguo de la ciudad de Buenos Aires —el más viejo del país— es al mismo tiempo pluvial y cloacal, antes de llegar a la cámara, los tres caños se convierten en bateas o semícirculos, que en caso de lluvia desbordan el agua sobrante a un gran conducto pluvial que corre justo por debajo camino al río.
Es la principal función de la cámara: separar ambos líquidos y lograr que el agua de lluvia caiga automáticamente hacia abajo. Las canaletas pueden procesar más de 6mm de agua pluvial en 24 horas. Y es el motivo por el cual nunca se puede bajar cuando hay pronóstico de lluvia: el caudal de agua sería peligroso.
En la cámara reguladora el líquido de las tres vertientes converge en un caño de descarga, que hace un ángulo de 90° ligeramente hacia abajo y conduce a las llamadas cloacas máximas. Estas inician en la Capital Federal y desembocan en Wilde por gravedad. Ahí se eleva el líquido artificialmente hasta los 20 metros y sigue su curso por gravedad hacia la planta purificadora de Berazategui, que hace un pretratamiento antes de devolver las aguas al Río de la Plata.
“Este es un diseño económico que sigue sirviendo hasta el día de hoy: en su momento se aprovechó toda la zona alta de la ciudad de Buenos Aires donde se podía trazar por gravedad los conductos”, explica Agustín Llanos, ingeniero supervisor de la Dirección de Grandes Conductos de AYSA. Según explica, son construcciones enormes que se hicieron a pura mano de obra intensiva. La cámara está hecha con mampostería de ladrillos comunes que se mandaban a fabricar. Hoy está todo industrializado y seriado. “Es una buena idea y que todavía se mantiene bien, hoy en día se hace mantenimiento preventivo para extender la vida útil nomás”, explica.
Algunas dificultades que se deben sortear habitualmente en el mantenimiento de las viejas cámaras reguladoras: la aparición de elementos de gran volumen —después de grandes tormentas allí han encontrado desde cochecitos de bebé hasta ruedas de avión— y las eventuales filtraciones que se van produciendo en los caños y que hay que reparar. Arreglar un sistema que fue enteramente cavado a cielo abierto tiene sus dificultades, porque en casi 150 años se sumó una enorme cantidad de servicios subterráneos (gas, electricidad, fibra óptica). Se suele realizar un pozo en la mitad de la calle desde donde se baja un caño de poliéster reforzado con fibra de vidrio y se inserta dentro del caño viejo “como si fuera un bypass”, explica Bertone.
Los peatones miran extrañados el conjunto de personas que va saliendo de la alcantarilla en mamelucos blancos. “¿Qué están haciendo?’”, pregunta un joven de unos 12 años. Cuando se le explica que se bajó a observar un sistema de cañerías antiguo que funciona a la perfección levanta las cejas y contesta: “Éramos piolas”, y sigue camino a su casa.