Pintor del Obelisco: como un pájaro, a setenta metros de altura sobre la ciudad
Leandro Jaime es integrante de una "familia de silleteros" que, desde hace más 30 años, se especializan en colgarse de edificios
En la punta del Obelisco, Leandro y Maximiliano Jaime comienzan su día de trabajo, que consiste en la inusual tarea de cubrir de blanco, desde la cima hasta la base, las cuatro caras del ícono arquitectónico porteño. A casi 70 metros de altura, y con las piernas colgando en el aire, se acomodan en sus silletas y disfrutan una vista única a la que sólo se accede a vuelo de pájaro: el Río de la Plata, la 9 de Julio en toda su extensión, las torres de Puerto Madero y la seguidilla de edificios que, sobre la avenida Corrientes, se despliegan hacia el Oeste.
Junto con su primo Daniel y sus tíos Hugo, Rubén y Carlos, pertenecen a una "familia de silleteros" que, desde hace más de 30 años, se dedican a hacer trabajos en altura.
El trabajo empieza un sábado por la mañana. El primer desafío es llegar hasta la punta, lo que implica subir los más de 200 peldaños de una escalera marinera anclada a una suerte de túnel vertical que se va estrechando a medida que se llega a la cima. En menos de 15 minutos están en la cúspide y los baldes de pintura, de unos 25 kilos cada uno, se suben con sogas y poleas.
El segundo desafío es salir del Obelisco a través de una de las cuatro ventanas de menos de un metro de ancho por un metro de largo, y esquivar las cámaras de seguridad instaladas debajo de cada una de ellas. Desde la Plaza de la República se ve asomar una de las piernas de Maximiliano que, como en un salto al vacío, se apoya en la silleta, sostenida por una soga principal, de unos 3000 kilos de resistencia, amarrada a un punto fijo en la ventana opuesta.
El equipamiento es ligero: un arnés, un rodillo, un cabo de seguridad al que también llaman "soga de vida", que va atado al arnés a la altura de la cintura.
Con una soga le alcanzan el balde de pintura, que él cuelga de un gancho a un costado del asiento. Lo sigue Leandro. Se apoyan contra el muro con las rodillas o con las plantas de los pies, y como dos acróbatas en el aire van meciéndose el uno al otro desde el centro hacia los extremos, hasta alcanzar los bordes laterales de la pared. De derecha a izquierda, Maximiliano dibuja un serpenteo con el rodillo y después reparte la pintura en franjas verticales y horizontales hasta cubrir toda la superficie. Lo mismo repite Leandro, de izquierda a derecha.
En menos de una hora llevan pintada la mitad de la cara que da al Sur, pero se les termina la pintura. Con una de las sogas les alcanzan un balde, esta vez de abajo hacia arriba. Maximiliano gira la silla en el aire como un contorsionista, apoya la espalda en la pared y vuelca la pintura en el balde de Leandro, y se lo entrega para que él haga lo mismo.
En la base, Daniel sostiene las sogas y las ata a las rejas que rodean el Obelisco para que queden firmes, aunque no tirantes. Para Daniel, quien tiene 37 años y hace más de 20 se dedica a los trabajos en altura, "no hay una escuela para aprender y organizás el trabajo en el momento: cada fachada es diferente, derecha, con terraza o con balcones. Cada edificio es un desafío, pero el Obelisco es único".
Antes de subir, Leandro contó con naturalidad: "No tenemos miedo". Sin embargo, conoció el riesgo de cerca. Mientras limpiaba los vidrios de un hotel en Mar del Plata, cayó del piso 13 al 10 y quedó suspendido en el aire atado a la "soga de vida". A los 17, su padre, Hugo, de 49 años, tuvo otro accidente desde un piso 13, mientras limpiaba los vidrios de un edificio se doblaron los parasoles donde estaba parado y cayó al vacío.
A ese episodio, por el que pasó meses internado, hoy le quedan los recuerdos y dos cicatrices. "Nunca tuve miedo después del accidente y volví a trabajar como si no hubiera pasado nada. Lo que más me gusta es la adrenalina, la cosquilla, la sensación de que la panza se te va para arriba. Ves a tus hijos y hermanos que se cuelgan y no te querés quedar afuera. Ésta es la primera vez que pintamos algo tan grande, y es un orgullo para toda la familia", cuenta Hugo.
Después de dos horas y media, Leandro y Maximiliano retocan los últimos tramos de la base con el rodillo. Leandro resume la experiencia: "Desde arriba no pensás en nada. Pensás en bajar, pero la sensación es tan linda, que si no, no lo harías".
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