Nómades urbanos por las calles de Belgrano R
Un circuito aeróbico y terapéutico que permite perder peso y pesares, a la sombra de añosas tipas o cobijados por el perfume de los tilos
Soy dueño de un espíritu kantiano. No me refiero, desde luego, a la lucidez inalcanzable del filósofo alemán, sino más bien a su disposición contemplativa. Desde que me mudé a Belgrano R, mi nuevo barrio se ha convertido en mi pequeña Königsberg, la ciudad cuyas breves fronteras amuralladas Kant casi nunca quiso transponer. Si de mí dependiera, jamás saldría del perímetro delimitado por la Avenida de los Incas, Forest, Naón, Olazábal y las vías del tren Mitre. El filósofo alemán no era, sin embargo, un hombre sedentario como suele creerse. Al contrario, era un caminante entusiasta. Igual que Aristóteles y sus discípulos peripatéticos, para Immanuel Kant recorrer las calles de su pueblo era transitar el Universo y la vía regia para acceder al conocimiento.
Así como la existencia no escapa a los avatares del mundo exterior, la vida cotidiana está determinada por el pequeño cosmos en el que iniciamos y finalizamos cada día: el barrio. Mudarme significó una sucesión de cambios trascendentales: cambió mi manera de escribir, de pensar y de trabajar. Hace algunos años mi vida, como la de tantos escritores, transcurría en diferentes bares. Desde que vivo en Belgrano R paso menos tiempo en los cafés, he dejado de fumar y he reducido mi cuota diaria de cafeína. Pero, lo más importante en esta historia, he vuelto a caminar. De hecho, si antes todas mis actividades estaban acompañadas por el cigarrillo y el café, ahora pienso y trabajo mientras camino.
El aire de Belgrano R está hecho de una mixtura de perfumes que varía de acuerdo con la hora: por la mañana, el barrio tiene el aroma de los tilos. A la tarde, lo invade la fragancia de los jazmines y cuando cae el sol, las damas de noche se adueñan de las calles con su perfume voluptuoso. Cualquier cosa puede ser una buena una excusa para salir a la calle: pasear a los perros, inventar un diligencia urgente, ejercitar en bicicleta o a pie. Pero un día, sorpresivamente, mis excursiones dejaron de ser meros pretextos para convertirse en un trabajo tan grato como novedoso. El barrio me ha reconciliado con mi profesión de psicoanalista de la manera más inesperada.
Todas las tardes, al bajar el sol, salía a caminar durante una hora para mantenerme en forma y urdir las tramas de mis novelas. El pensamiento siempre marcha delante de nosotros, de modo que para alcanzarlo no hay nada mejor que caminar a paso sostenido. En una oportunidad, agotado de intentar atrapar una idea que, literalmente, me ganaba por una cabeza, me detuve en la avenida Melián a estirar los músculos de las piernas. Apoyado contra el tronco de un árbol, de pronto sucedió algo insospechado. Una mujer, colega de caminatas a la que siempre me cruzaba y con quien nunca había cambiado palabra, se acercó y me dijo:
-Aprovecho que está elongando para robarle un minuto. Yo he leído algunos de sus libros y sé que además de escritor usted es psicólogo. Se lo digo sin rodeos: quiero analizarme con usted.
Estaba por explicarle que hacía muchos años que no atendía pacientes, cuando se adelantó a mis palabras:
-También sé que no ejerce. Imagino que debe de estar muy ocupado. Pero puede analizarme mientras caminamos.
Esa breve charla fue una revelación. Hacía largo tiempo yo albergaba la sospecha de que el consultorio psicoanalítico era una innecesaria herencia de la medicina. Así como los antiguos peripatéticos accedían al conocimiento mientras dialogaban durante las caminatas, intuí que el espíritu humano expresa más claramente los pesares al aire libre y a paso firme. Todos nosotros conservamos aún los genes nómades de cuando, hace apenas unos miles de años, nuestros ancestros atravesaban continentes enteros a pie detrás del huidizo sustento que había que cazar y recolectar. Cuando el ser humano ideó la agricultura, todo cambió. Los pueblos se hicieron sedentarios y el hombre se volvió obeso, ambicioso y neurótico. Dejó de caminar y empezó a acumular grasas, objetos inútiles e ideas sombrías. Aquella charla fortuita debajo de un árbol de Belgrano R significó el reencuentro con mi profesión de una manera completamente novedosa.
Con aquella paciente pionera bautizamos esta terapia con el nombre de "Psicódromo" e inauguramos el primer circuito terapéutico delimitado por avenida Melián, estación Coghlan, avenida Naón y los Incas. Así, nuestras sesiones transcurrían a la sombra de las frondosas tipas que forman un techo vegetal sobre Melián. Luego se sumaron nuevos pacientes caminantes y entre el perfume de los jazmines y los tilos, fuimos perdiendo peso y pesares, mientras ganábamos diálogos memorables. Deambulando junto a los caserones victorianos reemplazamos el diván y el encierro del consultorio por el cielo límpido del barrio, tan semejante a un pueblo. Hoy somos un grupo de nómades urbanos que descubrimos en las calles empedradas de Belgrano R el camino a nuestro pequeño paraíso, situado siempre un paso por delante de nosotros. Algún día lo alcanzaremos.