No tener los trenes en buenas condiciones era un negocio millonario
No fue un accidente. No fue un segundo fatídico en el que el tren se convirtió en pura chapa retorcida y hierros calientes en la estación de Once. Todo fue mucho peor, tal como sostuvieron los familiares de las víctimas del desastre y el propio fiscal Fernando Arrigo en el juicio.
Acá, dijeron los jueces, hubo cómplices y partícipes de una maniobra que terminó con la vida de 51 personas y que les arruinó la vida a otras 789. Y que empezó muchos antes de ese 22 de febrero de 2012.
Las penas más severas fueron para el empresario al frente de TBA, Claudio Cirigliano, y el secretario de Transporte Juan Pablo Schiavi. Habrá que esperar los fundamentos para conocer las razones. Queda claro que la estrategia que plantearon los imputados fracasó.
Primero buscaron deslindar toda la responsabilidad en el motorman, Marcos Antonio Córdoba. Pero los jueces bucearon en las profundidades. Aun si el conductor fue negligente (la Justicia entendió que sí, por eso le dio una pena de tres años y seis meses de prisión), si todo hubiese funcionado como tenía que funcionar, este 31 de diciembre no habría mesas incompletas para recibir el Año Nuevo.
Tampoco hubo desidia. Sería una explicación ramplona para un proceso tanto más perverso: no tener los trenes en buenas condiciones era un negocio. La empresa recibía, además de los subsidios, dinero del Estado para repararlos. Un negocio millonario. ¿Un riesgo para los pasajeros? También. La avaricia pesó más a la hora de decidir qué hacer. No invertir fue una decisión consciente por la que ahora quienes la tomaron deberán responder con penas de cumplimiento efectivo.
No pensar en la gente. No escuchar las múltiples alertas. Utilizar los fondos de la empresa destinados a mejoras para la compra de bienes suntuarios, ser socios de quienes debían controlar. Fueron libres de elegir entre reparar la formación por $ 380.000 o comprar con ese dinero de los subsidios destinados a mantenimiento joyas y muebles de la Polinesia. Fueron libres de elegir y ahora irán presos por esa elección.
Los dos ex secretarios de Transporte de la gestión kirchnerista Schiavi y Ricardo Jaime (condenado a seis años de prisión) fueron inhabilitados de por vida para ocupar cargos públicos. En su momento ambos juraron que iban a desempeñar sus cargos con lealtad y patriotismo. Esa fórmula que parece puramente protocolar tomó forma en boca del presidente del tribunal. La patria se los demandó. A ellos, a los amigos del poder, les dijo cómplices.
No fue azaroso
El único hecho azaroso en toda la historia de la tragedia de Once es el día. ¿Por qué ese día? Porque en las condiciones en que funcionaban los trenes un día tenía que ser y el azar eligió que fuese ése. Pudo haber sido cualquier otro. La única certeza es que iba a suceder. Máquinas corroídas, funcionando a puro emparche, sin aire en los compresores (clave para que frenen, nada más y nada menos), alertas múltiples que fueron intencionalmente desoídas. Escucharlas y actuar en consecuencia hubiese significado el fin del negocio. Tanto no estaban dispuestos a arriesgar.
La sorpresa del veredicto recayó en la absolución de los hombres de la Comisión Nacional de Transporte: Pedro Ochoa Romero y Antonio Sícaro. ¿Significa que hicieron bien su trabajo? No. Controlaron. Detectaron las irregularidades, las consignaron. Pero no fueron más allá. De haber ejercido sus cargos con más firmeza, ¿podrían haber logrado que la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner le anulase la concesión a TBA? Si quienes ocupaban altos cargos en el gobierno eran cómplices, probablemente no. Pero, ajeno a las especulaciones, el tribunal ordenó entre otras medidas que se investigue la posible responsabilidad del ex ministro de Planificación Julio De Vido.
El juicio fue rápido e histórico. El desastre de Once cambió la política ferroviaria a costa de 51 muertos. Mártires obligados de la corrupción. Los muertos no pudieron elegir ni cómo viajar ni cómo morir. Otros eligieron por ellos. Y la Justicia los obligó hoy a responder con el bien más preciado: su libertad.