Muralista de pincel, brocha gorda y rodillo
Martín Ron es uno de los artistas que trabajó sobre las paredes de seis edificios de Palermo: "Ésta es una vidriera que me conecta con la gente"
Mientras espera el colectivo en la parada de Scalabrini Ortiz y Soler, un chico se toma una selfie en la que en el fondo sale otra chica haciéndose una selfie, retratada en la medianera de un edificio de 9 pisos. Delante de la chica cuelgan dos andamios: en uno está Daniel, conocido como Nase Pop, un grafitero holandés que ultima detalles en el vestido con un aerosol. En el otro, unos 10 metros más arriba, está Martín Ron, junto a Leticia Bonetti, que lo ayuda a retocar la cara y el cabello.
En seis días, llenaron de colores la pared de más de 600 metros cuadrados que antes era beige y terminaron así el sexto mural de la serie #BAmuralesDUO, una iniciativa del gobierno porteño en la que doce artistas pintaron seis medianeras de Palermo. El desafío de cada pareja era llegar a un diseño en común: en Scalabrini Ortiz y Soler, la imagen de fondo sobre la que la chica se hace la selfie es un grafiti gigante de Nase y la modelo retratada es Érica, la novia de Martín Ron.
Para trasladar la imagen de Érica desde el boceto en papel a la pared se usó un proyector, aunque Martín dice que en general prefiere trabajar con cuadrícula y hacer el bosquejo a mano. A diferencia de otros artistas urbanos que se iniciaron en el grafiti, usa brocha y pintura común. "Me mantengo en el pincel y en la escuela del óleo y pinto capa por capa. Hacer un mural es como pintar al óleo, pero en gigante", explica. Sus herramientas son los insumos básicos de cualquier pintor: pincel, rodillo, brocha y diluyente. Las mezclas de colores las hace arriba, en el andamio, en una tabla de madera que le sirve de paleta.
La técnica la aprendió de chico con su profesora Beti, en Caseros, haciendo copias de fotos. Pintó su primer mural en el patio del colegio y a partir de entonces siguieron tapiales y garajes. "Pintar en la calle te conecta con gente todo el tiempo, es tu vidriera. Llama la atención y te empiezan a identificar con lo que ven", dice Martín.
Esa suerte de cadena lo llevó a dejar sus pinceladas en más de 200 lugares que van desde tapiales en el conurbano hasta contenedores apilados en Bélgica o edificios en Londres y Miami.
En Buenos Aires, hizo intervenciones en cinco estaciones de subte de las líneas A, D y H, pintó un vagón de 100 metros de largo con retratos de los cien "ídolos" de la cultura popular, además de paredes en Barracas, Floresta, Villa Devoto o Villa Urquiza.
Cuando sale a la calle, Martín va mirando las paredes. El lugar y las dimensiones son fundamentales. "Ver un buen lugar es como encontrar un tesoro: tiene que ser grande y estar bien ubicado. Palermo es muy visible y turístico, y es un detonador de proyectos.
"Pero también la periferia es un buen lugar, porque hay espacios que necesitan pintura", explica, y da como ejemplo un túnel peatonal muy deteriorado en Caseros que se recuperó gracias al arte urbano, en el marco del Programa de Embellecimiento Urbano del Municipio de Tres de Febrero, que él hoy dirige.
Con sus murales, Martín busca "dar ánimo y transmitir una energía positiva" y, sobre todo, "tener impacto": "Que la gente tenga un minuto reflexivo o de poesía, que de pronto vea algo y se sorprenda, algo que la lleve a pensar y la saque de lo cotidiano", sintetiza.
A este efecto él lo denomina "surrealismo urbano": que el realismo de las imágenes, el tamaño, los colores y los efectos en 3D nos hagan pensar si lo que vemos está sucediendo realmente o está pintado. "El objetivo es que el mural te sorprenda y te lleve a hacerte preguntas. Jugás con el espacio público, generás una situación fantasiosa dentro de todo lo que está pasando en la calle. El mural vive y tiene fuerza de gravedad", agrega.
Entre algunos de los diseños de Martín, hay una tortuga marina, manos gigantes, retratos de Lola Mora o Carlos Tevez y hasta una Gioconda haciendo snorkel.
Al momento de pensar los motivos, además de estudiar los sitios donde va a pintar, los elige con lo que él llama "conciencia de los lugares". "Me siento responsable de lo que pinto, sé que es el espacio de un tercero que no me pertenece. Estamos regalándole algo a gente que no conocemos", cuenta.
Para él, lo mejor de pintar en la calle es que "uno es el que se traslada a la pared -no es pintar en un caballete dentro de un estudio-, y es como estar en un reality: llegás a lugares a los que no hubieras llegado nunca, todo el mundo te mira e interactúa con el mural, se sacan fotos y se lo apropian.
"Los muralistas somos nómades y vamos colonizando los lugares, es un trabajo territorial". Después de haber pintado bajo la tierra y desde grúas y andamios, y como un escalador que busca cimas cada vez más altas, su desafío pendiente es "colonizar" un avión o un cohete espacial.
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