Liniers, el último foco de resistencia de manteros que será desalojado
Después de lo ocurrido en Once, la zona cercana a la General Paz es el próximo objetivo del gobierno porteño; allí hay 900 puestos que se sumaron a la feria gastronómica de productos andinos
El antiguo mercado de frutas y verduras de Liniers funcionó hasta mediados de los años 80 y se convirtió luego en un shopping inaugurado en los 90. Con esa transformación llegó al barrio un centro comercial a cielo abierto que ofrecía todos los ingredientes de la gastronomía andina, además de indumentaria de las comunidades boliviana y peruana. Sopa de maní, picante de cerdo o de pollo, falso conejo y chairo paceño eran algunos de los platos que se podían consumir allí.
Esos productos regionales aún se pueden conseguir hoy, pero la zona de la terminal de ómnibus de Liniers fue incorporando nuevos protagonistas con el paso de los años. Los manteros fueron llegando allí a medida que se cerraban las puertas de otros espacios públicos. En las veredas, además de productos regionales, hoy se venden vestimenta, artículos para el hogar, DVD, bijouterie y todo tipo de productos.
Después del desalojo de los manteros de Once, Liniers es el próximo objetivo del gobierno porteño para liberar el espacio público. Esa zona es considerada el último foco de conflictividad a pesar de los puestos de venta ilegal que funcionan en forma aislada en diversos sitios de la ciudad.
La actividad más intensa transcurre sobre José León Suárez, entre Rivadavia y Bosch, aunque con ramificaciones hacia las calles transversales. En total, hay unos 900 puestos de venta ilegal, según el último relevamiento realizado por la Confederación Argentina de la Mediana Empresa (CAME).
Ante la posibilidad de liberar la zona, la expectativa comienza a ganar a manteros y comerciantes que, con distintos argumentos, defienden sus puestos de trabajo y el ingreso para sus familias. Como ocurrió en Florida, Retiro, Caballito, Avellaneda y Once -los otros sitios despojados de venta ambulante-, en Liniers conviven las necesidades de unos y otros, más allá de la existencia de una organización que controla la actividad de los puesteros en la más absoluta ilegalidad.
"Nuestra ventas levantan cuando llueve porque esos días no hay ningún puesto afuera. De lo contrario, vos ves, al local no entra nadie. La gente dejó de venir porque es muy molesto no poder caminar por las veredas. Es una situación muy dramática para nosotros", dice a LA NACION Edgardo Stambolian, que junto con su hermano Daniel tienen un comercio de ropa interior desde hace 20 años. La situación los apremia: cuentan que piensan en no renovar el alquiler. Sus tiempos de bonanza quedaron atrás cuando tuvieron hasta tres empleadas.
En la calle hay olor a incienso. Los puestos de la comunidad boliviana están atiborrados de gente que compra fajos de réplicas de billetes de dólares y pesos argentinos para ofrecer en el ritual a la Pachamama: es 24 de enero y se festeja el Día de la Abundancia.
Avanzar algunos metros sobre José León Suárez significa enfrentarse a nuevos aromas. El ajo penetra con fuerza en el olfato, aunque también se huele a culantro, perejil, maracuyá, papaya, papas, huacatay, jengibre o limas. Entre tanta oferta gastronómica aparecen puestos que no tienen nada que ver con la cultura andina. En ellos se venden ojotas, camisas, sandalias, corpiños, bombachas... Y la lista sigue.
"Esto es un desastre. Hay gente que está pensando en irse porque no puede pagar el alquiler", exclama Diana Levy mientras su marido, Pablo Wolsky, a su lado, menea la cabeza aprobando esas palabras. "Los manteros no pagan impuestos y acá tenemos que hacerlo. Es una competencia desleal muy grande porque hay muchos puestos que venden lo mismo que nosotros. No lo podemos resistir más", apunta el hombre.
Mientras los propietarios del comercio de indumentaria para hombres dialogan con LA NACION, varios niños, de pocos años, corretean por la vereda y entran y salen del local. Son los hijos de varios puesteros de Liniers, acostumbrados a permanecer al aire libre, entre la gente y el tránsito intenso de la avenida Rivadavia, cerca de una patrulla policial apostada en una esquina.
El mercado a cielo abierto funciona de lunes a lunes, aunque entre viernes y domingo la actividad es más intensa. Los puestos se instalan a la mañana y se levantan pasadas las 19. "¿Miedo? No, que va, no tengo miedo al desalojo, sólo quiero trabajar para poder llevar el sustento a mi casa", responde José Zapata, vendedor ambulante desde hace 30 años. "¿De qué voy a trabajar? Si me echan que me den algún lugar para trabajar acá cerca, no a dos o tres kilómetros. Que ofrezcan algo como en Once", afirma. Hace referencia al acuerdo entre el gobierno porteño y los vendedores mediante el cual los puesteros son capacitados, reciben dos subsidios de $ 12.000 cada uno y tendrán un espacio para vender la mercadería en forma legal.
A pocos pasos, mientras come arroz con pollo y responde las preguntas a algunos clientes de paso, María Orozco coincide en el pedido. "Necesitamos un espacio si nos echan de la calle. En mi caso es el único trabajo que puedo hacer desde que empezaron los problemas en mi espalda. Acá tengo que estar sentada nomás, vendiendo mis ropas", dice María.
Según la CAME, Liniers tiene el 25% de participación en la distribución de puestos de venta ilegal, pasando de los 679 puestos de 2011 a los 900 del año pasado. En toda la ciudad había 3727 puestos que se redujeron en forma drástica luego del desalojo de Once. El último foco de resistencia será desactivado en los próximos meses. Sólo resta saber cuándo y cómo.
Del editor: ¿cómo sigue? Con esta decisión, el gobierno se mantiene firme en su política de despejar el espacio público de la ciudad