Lavalle, entre el cielo y el infierno
En la histórica arteria del centro porteño conviven tiendas raras, nuevas religiones, oferta de sexo, pungas y mucha gente enojada
Donde hasta no hace mucho los juguetes de Toy Story lucharon contra el olvido de los adultos, a pocos metros del sitio en el que cientos de personas vieron cómo Bruce Willis salvaba el mundo, una anciana con bastón y lentes gruesos mira el suelo, se persigna y susurra "el Señor es mi pastor y nada me faltará". No está sola. A su lado hay dos jóvenes que reparten volantes y un diario gratuito. Y un poco más allá, como respuesta a la plegaria íntima de la mujer renga, se oye el rugido de una multitud entregada.
La escena no corresponde a una película sino al "show de la fe" que tiene lugar en el que fue el cine Atlas Lavalle, el oasis de sanación que reemplazó los sueños de Hollywood por los milagros de la Iglesia Internacional de la Gracia de Dios. Dentro de la sala, los padres evangelistas atienden a las víctimas de la brujería. Afuera, en la calle, si hay algo que parece perdido es la fe. El juego de espejos es tan sugestivo que bien podría ser un experimento divino: mientras la alfombra roja del templo promete una versión pocket del paraíso, la degradación de Lavalle dibuja algunos de los tantos caminos por los que se llega al infierno.
De todas maneras, el equívoco milagro del contraste no parece tanto producto de la fe como del rumbo que ha tomado esta calle histórica, una marca registrada de Buenos Aires a la que parece haberle caído un embrujo. En algún momento de los años 90, la sentencia del hechizo habría dictado que los cines, su mayor emblema durante décadas, cerrarían inexorablemente uno tras otro. Y que, a partir de entonces, la desidia de quienes deberían protegerla campearía a sus anchas.
Será por eso que, a un costado del guitarrista que interpreta "Still loving you" un chico duerme cobijado por cartones y una camiseta de Colón, otro aspira el pegamento que conserva dentro de una bolsa de plástico y un tercero, de gorrita gris y bermuda al tono, manotea la billetera de un turista en la puerta de una farmacia.
"Yo les he preguntado a los policías por qué no persiguen a los pungas -dice Roque Gómez, quien desde 1984 trabaja en el café Tranqueira, en Lavalle al 900- y la respuesta siempre es la misma: porque, como son menores, salen libres 12 horas después de ser detenidos." Gustavo, el canillita de Lavalle y Esmeralda, coincide en el diagnóstico. "La policía está, pero los ladrones también -señala-. Yo los veo a todos. Un día me quisieron afanar, los amenacé con un palo y salieron corriendo. Si uno no se defiende, ¡no te ayuda nadie!"
Escenario de extremos y prueba urbana de lo que el tiempo se llevó, en Lavalle conviven la dejadez del presente con un pasado mítico que se niega a desaparecer. Las carteleras que venden entradas con descuento, la colección de pins más extraña del mundo (que incluye al de Cambaceres y varios de Nuestra Señora de Itatí, en Lavalle 742) y las tiendas que ofrecen todas las versiones de Scalextric corresponden a una época en extinción; las quejas -de mantenimiento y seguridad, principalmente- ocultan la magia de los años idos bajo el peso de la dura realidad. Según Gómez, "todo empezó con los cierres de los cines. Antes, paseaban muchas familias y gente bohemia, la mayoría para ver películas. Ahora, en cambio, hay turistas que sólo quieren ofertas. Y como la policía cuida poco y nada, los ladrones tienen vía libre".
La película de Lavalle todavía es apta para todo público, aunque cuesta adivinar a qué género pertenece. Para la comedia costumbrista habría que apuntar al vendedor de tomates de goma, las botellas de malbec con etiquetas de River ($ 60, Lavalle 835), el show de tango y humor que se improvisa en el cruce con Florida o las remeras con leyendas de dudoso gusto ("un hombre sin panza es como un cielo sin estrellas").
El drama de superación personal lo encarnaría el lustrabotas Esteban, quien llegó desde Salta para instalarse en la esquina con Reconquista a fuerza de humildad y buenos modales, los mismos que lo llevan a decir que "el secreto es mirar. Mirando aprendí a lustrar y reparar zapatos, gracias a eso ahora gano 4000 pesos al mes".
Y el thriller erótico debería empezar en la agenda clandestina que brota de los teléfonos, para seguir en la euforia explícita del legendario cine teatro ABC (donde a las 20 se presenta una dama "alta, rubia, calentona y con las hormonas vestidas de seda") y terminar, quizás, en alguno de los tantísimos sex shops que la rodean.
En uno de ellos, Intimidades (Esmeralda 508), el antifaz sexy ($ 69), diseñado por la creadora argentina Mariana Arbusti, brinda un inesperado toque de refinamiento para un submundo en el que reinan los cines porno, los promotores de cabarets a la caza de incautos y los ofrecimientos más o menos velados que llegan junto con la luna.
"Todos se van con algún regalo si vienen aquí por primera vez", dice Sole, la encargada de Intimidades, mientras ofrece un chupetín con forma fálica. La cortesía sorprende y se agradece, aunque su obsequio no parece la mejor golosina para comer por Lavalle.