Las raves volvieron con más controles, pero también con abuso de drogas
Si bien en la fiesta electrónica de Costanera Norte, anteanoche, se montó un gran operativo de seguridad, allí ofrecían distintos estupefacientes; 24 personas asistidas
Ni el pronóstico de lluvia ni los mayores controles con un megaoperativo que dispuso Gendarmería y el gobierno porteño frenaron a las 5216 personas que ayer concurrieron a la primera fiesta electrónica en Mandarine Park, en la Costanera Norte, luego de la tragedia de la Time Warp, donde cinco personas murieron intoxicadas con drogas el 16 de abril pasado. Eso sí, el consumo de estupefacientes se advirtió con sorprendente libertad: según pudo comprobar esta cronista, allí se ofrecía "Warner Brothers" (una pastilla de MDMA, éxtasis); marihuana, "pepa"o "micropunto (LSD), y popper, entre otras sustancias, circulaban cómodamente por un predio que, salvo el VIP, se organizó al aire libre.
En total, 24 personas debieron ser asistidas por la Cruz Roja con un "cierto malestar físico" , y una tuvo que ser derivada al hospital Fernández con un cuadro de intoxicación. Se trataba de un chico que estaba "descompensado", indicaron a LA NACION fuentes médicas. Después de las 23 de anteayer, hora en que abrió sus puertas Mandarine Park, los alrededores se fueron llenando de gente. Una larga fila de personas bajo la lluvia sirvió para ir reconociendo los perfiles. Estaban todos: los viejos clubbers, que en 2000 descubrían las raves, con musculosas abiertas, sus cuerpos trabajados y sus infaltables anteojos de sol; las parejas que decidieron divertirse con la música; los fanáticos del DJ estrella de la noche; gente joven que podía entrar por primera vez de manera legal a una fiesta por haber cumplido los 18 años.
Las tribus festejaban en la fila la gran vuelta de las fiestas electrónicas. Pese a los controles, Sabrina, una de las concurrentes, había consumido éxtasis y un cartón de LSD antes de salir de su casa y se colocó otra pastilla cuidadosamente en la colita de pelo. El tema de los controles "no son joda", decía la chica, de 25 años, con una gorra negra y un flequillo Stone.
En medio de la gente, un joven de unos 30 años, con remera negra y ojos vidriosos ofrecía éxtasis por 200 pesos."Tengo 90 Warner Brothers. Tienen 140 mg de MDMA", decía. También había gente que rechazaba las ofertas para consumir estupefacientes, como Javier, un rosarino que viajó a la Capital especialmente a ver al DJ Dash Berlin, y que es miembro de una asociación que lucha contra el consumo de drogas.
Tras sortear un primer control donde personal de seguridad exigía documentos y tickets, los espectadores debían superar otro chequeo. Dividido en ocho hileras (cinco para hombres y tres para mujeres), los controladores contaban con tecnología de avanzada: unos escáneres donde había que colocar el documento arrojaban al instante la información de cada persona (nombre, apellido y edad). Después había que levantar el DNI y mirar a una cámara con el documento en mano. El control terminaba con el cacheo, aunque no tan minucioso. "Miraron mi cartera por arriba y pasé. Al sugerirle a una de las encargadas que el procedimiento no era estricto, ella asintió", dijo una de las asistentes.
Eso era fácil de constatar: durante la noche, además de éxtasis, ofrecían micropunto (un tipo más fuerte de LSD). Varias mujeres repetían la misma rutina: se metían la mano dentro de la remera y sacaban un pequeña bolsita; de allí, una pastilla que consumían con agua mineral.
Tras esa instancia, miembros de la Cruz Roja repartían volantes con información sobre el consumo de drogas. "Si tenemos dudas del efecto del alcohol o las drogas, consultemos a un médico o hablemos con nuestros familiares o amigos", eran una de las advertencias que luego se repetiría en videos.
Al atravesar unos molinetes, dos pantallas gigantes daban la bienvenida a Dash Berlin, con todas las indicaciones necesarias. Estaba, como exigía la nueva ley, la información actualizada con el conteo de gente que había en el predio, como así también sobre las salidas de emergencias, la cantidad de ambulancias (seis, con 12 médicos y seis paramédicos) y de socorristas (16). Además, se advertía sobre la presencia de una sala de primeros auxilios, de la zona de hidratación, de una autobomba con ocho bomberos, de personal de seguridad privada y de Prefectura Naval. Todos estos datos fueron comprobados por los 26 inspectores de la AGC (Agencia Gubernamental de Control) que permanecieron durante toda la fiesta para que los requerimientos de la nueva normativa se cumplieran.
Un predio grande al aire libre frente el escenario fue la locación de esta fiesta que se reprogramó luego de la tragedia de Time Warp. "Tengo la entrada con la fecha de 23 de abril de 2016. Menos mal que vino Dash, es un fenómeno", contaba Osqui, un joven de 24 años que estaba con su novio escapando de la lluvia debajo de un paraguas, mientras, tocaba Tomás Heredia, el DJ que hizo la previa antes del neerlandés.
Cada segundo que pasaba llovía más fuerte, había más viento y los rayos iluminaban el cielo. Cada tanto, un avión que descendía cerca del lugar rompía la mística encantada. A la 1.30, Dash se adueñó del escenario. El agua caía de forma diagonal y los técnicos empapelaban las consolas con bolsas plásticas. El regreso de las raves tenía algo mágico, como las Creamfields, la fiesta electrónica por excelencia que en casi todas las ediciones tuvo lluvia.
Al costado del escenario, el público del VIP tomaba champagne y miraba de reojo a los miles que parecían no registrar que caía agua del cielo de forma ininterrumpida. Abajo, la gente bailaba. Bailaba sola, en grupo, pegada, aislada, en pareja. No importaba nada, sólo la música. Algunos cerraban los ojos, otros tenían los clásicos anteojos de sol que no son sólo moda, sino que sirven para esconder el nistagmo, el movimiento involuntario y descontrolado de los ojos, uno de los síntomas tras consumir éxtasis.
Había parejas que estaban conectadas y desconectadas del universo. Había miles de botellas de agua (salían $ 50) en el piso y latas de bebidas energizantes, que costaban $ 80.
Pocos eran los que se daban cuenta de que no hacía falta comprar agua, que había una zona donde bidones gigantes, caramelos y manzanas eran ofrecidos de forma gratuita. Al lado, el puesto de la Cruz Roja sólo había recibido a cinco personas a las cuatro de la madrugada. Según Abel Martínez, vocero de los socorristas, se habían presentado casos de hipotermia leve, presión alta y gente deshidratada. Hasta ese momento, la sala de primeros auxilios estaba tranquila. Pero en la pista sin techo la movida se había encendido: un chico con los brazos abiertos como Superman estaba petrificado con la mirada fija; Sabrina, la chica que había tomado una pastilla antes de entrar, estaba vomitando. Los socorristas, que estaban repartidos entre la gente, seguían los movimientos y se acercaban a los que estaban más complicados. Los pasos robóticos estaban desenfrenados, las cabezas se movían sin control, los pies parecían tener vida propia.
La noche estaba en su punto más alto, había dejado de llover. De repente, llegó a la sala de primeros auxilios un chico, de menos de 30 años, casi inconsciente. Entre socorristas, paramédicos y doctores lo revisaron, le pusieron suero y decidieron trasladarlo en ambulancia al Hospital Fernández. Fue el único caso de la noche.
Después de cerrar las puertas, Prefectura no había hecho ninguna requisa en el lugar. Los efectivos estaban del otro lado de la valla esperando que los organizadores los llamaran para ver si "encontraban algo", pero no fueron convocados.