La mujer que "bucea" en las alcantarillas
Carla Vidiri, de 39 años, se ocupa del mantenimiento de los sumideros de la ciudad
Bajo la Capital hay otra Buenos Aires, subterránea y húmeda, que no tiene andenes ni vías. Por sus arterias transita, sin semáforos, el agua de lluvia, que muchas veces también arrastra sedimentos y basura. Es la ciudad de las alcantarillas, cuyo mapa se perfila por debajo del plano de las calles y avenidas y que, como un calco del plano de las vías que lo cruzan por encima, se articula en cientos de ramificaciones: los túneles y cañerías que conforman los 840 kilómetros de la red pluvial de Buenos Aires.
En una esquina de Villa Luro, sobre la avenida Juan B. Justo, se encuentra una de las más de 10.000 bajadas por las que se ingresa a las cañerías. Antes de bajar, Carla Vidiri y el equipo de trabajo toman sus recaudos. Atado a un hilo, hacen bajar por el agujero un analizador de gases -una especie de handy que mide, entre otros, los niveles de oxígeno, ácido cianhídrico y monóxido de carbono-.
"Es como el canario que usaban en las minas para medir la calidad del aire", dice Carla, que llega de una reunión y se saca enseguida las sandalias de taco alto para ponerse un par de botas especiales, un mameluco blanco, anteojos protectores, guantes, un casco y un chaleco amarillos. Carla es buzo profesional, tiene 39 años y trabaja en la Dirección General de Sistema Pluvial de la ciudad. Es una de las encargadas de verificar el mantenimiento de los sumideros y conductos, particularmente de los puntos donde se están instalando los 41 sensores de la red hidrometeorológica que permitirá conocer el caudal y la velocidad del agua y prevenir las inundaciones.
"Si llueve, no se baja", es otro de los principios básicos de seguridad. Debajo de Juan B. Justo, en el otro extremo de la escalera plegable, se abre un conducto de unos 15 metros de ancho (el de la avenida supera los 20), una megaestructura de hormigón armado sostenido por vigas y 4 líneas de columnas que se replican y se pierden en la oscuridad. Es que en ese gran "caño" de cemento a 3 metros bajo tierra la única luz es la de las linternas y la de los haces que se filtran por las bocas de las alcantarillas. El lugar es inhóspito, pero tiene su fauna: cucarachas, algunas arañas y pequeños peces que nadan en el canal central.
El objetivo del recorrido es verificar que la alcantarilla esté limpia y sin obstrucciones. Cuenta Carla que si se acumula la basura que cae por los sumideros se pueden formar "diques de materiales", que deben removerse para que el agua pueda llegar de la manera más fluida hasta el Río de la Plata y evitar así las inundaciones.
"La clave es mantener limpios los sumideros. Como ciudadanos tenemos que tomar conciencia de que toda la basura que tiramos a la calle viene a parar acá", explica. Entre los restos más insólitos que encontró hubo colchones, un carro apoyado contra una columna e incluso un árbol.
Sus recorridas incluyen alcantarillas más estrechas, de no más de 1,70 m de alto. En las más angostas entra en acción Wall-e, un robot que recorre y filma los conductos de difícil acceso. Para entubar el arroyo Maldonado en sus más de 20 kilómetros de extensión, desde San Justo en la provincia de Buenos Aires hasta su desembocadura en el Río de la Plata, en la década del 30 se usaron 20.000 toneladas de cemento, 5000 de hierro en barra, 70.000 de pedregullo y 55.000 de arena.
En el camino de regreso, Carla señala las marcas en la pared de una lluvia "normal" (de menos de 50 milímetros por hora), que supera el metro y medio de altura, o dibuja en el aire los remolinos y las curvas de la correntada. "El buceo te crea un temple especial: te permite adelantarte a las situaciones y anticiparte al riesgo, te da la visión en la oscuridad, te acostumbra a estar en lugares cerrados", cuenta, mientras persigue con la linterna el recorrido de uno de los peces en el canal.
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